En este mundo, donde el estruendo de los superhéroes chocando contra los villanos es tan común como el canto de los pájaros al amanecer, las cosas divinas son poco más que susurros en la oscuridad. Dioses, demonios, ángeles… ese tipo de seres se mantienen ocultos, relegados al olvido, casi mitos en nuestra sociedad que prefiere enfocarse en los titanes de la tecnología y el poder sobrehumano. La gente celebra a los "salvadores de la humanidad" o maldice a los destructores, pero casi nadie se detiene a pensar en lo que hay más allá de la capa y el antifaz. Claro, hasta que te toca presenciar algo tan antiguo y poderoso con tus propios ojos, y te das cuenta de que lo que creías saber del mundo no es más que una mentira conveniente.
Mi nombre es Kisaragi Ryuusei, y tengo 14 años. Y, aunque suene extraño para alguien de mi edad, siempre he sabido que el mundo nunca será perfecto. No soy un idealista que cree en finales felices universales, pero esa conciencia nunca me ha impedido intentar disfrutar de los pequeños momentos de la vida. Vivo en el vibrante caos de Tokio, con mis padres y mis dos hermanas menores, Akari y Mei. Mi familia… bueno, era bastante normal. Teníamos nuestras discusiones por el control remoto, cenas ruidosas y fines de semana dedicados a paseos por el parque o a maratones de anime. Lo era, hasta el día en que todo se fue al carajo de una forma tan abrupta que aún me cuesta asimilarlo.
Era un día común, de esos que se sienten perezosos y prometen no pedirte nada extraordinario. Desperté tarde, como es costumbre para un adolescente en un sábado soleado. El sol ya se filtraba por las rendijas de mis cortinas, pintando mi habitación con tonos dorados. Un bostezo perezoso se escapó de mis labios mientras estiraba mis brazos por encima de la cabeza, sintiendo el crujido de mis huesos. Me levanté de la cama con el pelo más rebelde que nunca, un nido de cuervos imposible de domar, y mi pijama desordenada arremangada por el calor. Bajé corriendo las escaleras, el sonido de mis pasos amortiguado por la alfombra, pero aun así lo suficientemente ruidoso como para anunciar mi presencia.
—¡Ryuusei, ya era hora! Parece que te estás fusionando con tu colchón —me gritó Akari, mi hermana menor, desde la cocina. Su voz, siempre llena de energía, resonó por toda la casa. Estaba sentada a la mesa, devorando un tazón de cereal con una intensidad que solo ella poseía. Sus ojos grandes y curiosos me miraron con una mezcla de exasperación y diversión.
—Tranquila, Akari, es sábado. Los sábados son para hibernar —bostecé de nuevo, arrastrando los pies mientras me sentaba en la silla frente a ella. El aroma a café recién hecho y a arroz con pescado me hizo sentir un poco más vivo.
—Eso no significa que puedan dormir hasta tarde. Hay cosas que hacer —dijo mamá, apareciendo por el umbral de la cocina, con el delantal puesto y una espátula en la mano. Su voz era suave, pero firme. Dejó un plato humeante de arroz con pescado frente a mí, y el olor salado me abrió el apetito al instante.
—Pero si el mundo no se va a acabar por eso, ¿verdad? —repliqué con una sonrisa pícara, intentando aligerar el ambiente. Sabía que a mamá le gustaba que todos fuéramos madrugadores, pero mi naturaleza adolescente se resistía a esas normas.
Papá, que hasta ese momento había estado en silencio, leyendo el periódico mientras bebía su café, bajó las gafas hasta la punta de la nariz y me miró por encima de ellas. Su expresión era indescifrable. —Uno de estos días te vas a llevar una sorpresa, hijo. El mundo tiene una forma peculiar de recordarnos lo frágiles que somos.
Si tan solo supiera lo increíblemente irónico y doloroso que sería escuchar esas palabras horas después. Me reí, un sonido hueco que ahora, en retrospectiva, me persigue.
Después de un desayuno relativamente tranquilo, lleno de las típicas bromas familiares y alguna que otra regañina de mamá, decidí salir con mi mejor amigo, Haruto. Haruto era de esos amigos que, aunque a veces te sacaran de quicio con sus ocurrencias, siempre estaban ahí. Tenía una energía contagiosa y una risa que podía alegrar hasta el día más gris. Acordamos encontrarnos en el parque que estaba cerca de mi casa, nuestro punto de encuentro habitual, un lugar lleno de recuerdos de partidos de fútbol improvisados y conversaciones adolescentes sobre el futuro.
Nos sentamos en un banco bajo la sombra de un cerezo, que empezaba a mostrar los primeros capullos de la primavera. El aire era fresco y olía a hierba recién cortada. Hablamos de cosas sin sentido, como lo harían dos chicos de nuestra edad: el último videojuego, los problemas con las chicas de la escuela, los planes para las vacaciones de verano. La vida se sentía simple, predecible y llena de posibilidades.
—Oye, Ryuusei, ¿qué harías si el mundo se acabara hoy? Así, de repente, sin previo aviso —preguntó Haruto de repente, rompiendo la ligereza de nuestra conversación. Su tono era inusualmente serio, y me giré para mirarlo.
Lo miré, sorprendido por la extraña pregunta. —Pues… ¿qué clase de pregunta es esa? Obvio intentaría sobrevivir, tonto. Agarraría a mi familia y correría tan lejos como pudiera. Supongo que intentaría salvar a la mayor cantidad de gente posible. No lo sé, nunca lo había pensado.
—Eres un idiota. Siempre tan práctico. Yo me dedicaría a hacer todas las locuras que he querido hacer, como robar un banco o… —se detuvo, su expresión volviéndose más pensativa. —No, en serio. ¿Qué es lo último que harías?
Reímos, sin saber que esas serían nuestras últimas risas juntos, los últimos ecos de una normalidad que se desvanecería en un abrir y cerrar de ojos. El sol brillaba en lo alto, las hojas de los árboles se mecían suavemente con la brisa, y los niños jugaban en el arenero cercano. Todo parecía perfecto, inmutable.
De repente, un rugido sordo. La tierra comenzó a temblar. Al principio, mi mente, acostumbrada a los constantes sismos de Japón, lo registró como un temblor normal. Un poco más fuerte de lo habitual, quizás, pero nada alarmante. "Otro sismo," pensé, "esto pasa todo el tiempo." La gente alrededor comenzó a murmurar, algunos se sujetaban de los árboles.
Pero la vibración no se detuvo. Al contrario, se intensificó. El suelo se sacudió con una violencia inusitada, como si un gigante invisible estuviera golpeando la tierra desde abajo. Cuando los edificios a lo lejos comenzaron a partirse y colapsar como si fueran de papel, soltando nubes de polvo y escombros, supe que esto era diferente. Mucho, mucho más diferente. Esto no era un terremoto. Esto era el fin.
—¡¿QUÉ MIERDA ESTÁ PASANDO?! —gritó Haruto, su voz teñida de un terror que nunca le había oído. Se sujetó con fuerza de un poste de luz, su rostro pálido.
El cielo, que momentos antes era de un azul brillante, se oscureció de forma antinatural. Nubes negras y densas se arremolinaron, y relámpagos de un color rojizo comenzaron a caer, golpeando los edificios y levantando columnas de fuego. Truenos resonaron con una furia apocalíptica, como si el mismo infierno se hubiera desatado sobre Tokio. El aire se llenó de gritos. Gritos de miedo, de dolor, de desesperación. Vidrios rompiéndose en cascadas, autos volcándose y explotando, la sirena de una ambulancia que se cortó abruptamente con un estruendo. El caos era absoluto, un monstruo devorando la ciudad.
Mis piernas reaccionaron antes que mi cerebro. Corrí. Desesperado, entre la multitud de personas que corrían sin rumbo, buscando refugio o, al menos, intentando escapar del horror. La gente lloraba, sus rostros desfigurados por el pánico. Algunos tropezaban y caían, sus gritos ahogados por el estruendo de los escombros. Otros quedaban atrapados bajo montañas de concreto y metal.
Vi a un hombre mayor caer justo frente a mí. Su pierna, horriblemente aplastada por una viga de concreto que se desprendió de un edificio cercano. Sus ojos, llenos de un dolor insoportable, se encontraron con los míos por un instante.
—¡MI PIERNA! ¡MI MALDITA PIERNA ESTÁ ROTA! —su voz se mezclaba con el coro de sirenas que apenas se distinguían y el sonido constante de las explosiones. No podía hacer nada. Mis pies me llevaron lejos, la culpa pesando en mi pecho.
Un poco más adelante, presencié otra escena que se grabaría en mi memoria para siempre. Una mujer sollozaba incontrolablemente, su hija pequeña aferrada a su pierna, ambas cubiertas de polvo y sangre. Un pedazo de metal retorcido, como un arma de algún dios enloquecido, atravesaba el pecho de su esposo. Su cuerpo aún se retorcía en el suelo, sus ojos fijos en la nada. La niña, con los ojos llenos de lágrimas y terror, lanzó un grito.
—¡PAPÁÁÁÁÁÁ! —gritó hasta que su voz se rompió, hasta quedarse sin aliento. Un sonido que me atravesó el alma.
Intenté moverme, intenté buscar a mi familia, intenté encontrar a Haruto. La esperanza era una llama parpadeante en medio de la tormenta. Pero entonces lo escuché. Un grito. Su grito.
—¡RYUUUUUSEIII! —volteé, mi corazón golpeando contra mis costillas con una fuerza brutal. Y lo vi.
Haruto.
Un poste de luz, de esos enormes que sostienen los cables de electricidad, había caído directamente sobre su torso. La sangre brotaba a borbotones de su boca, mezclándose con el polvo y las lágrimas. Sus ojos, fijos en los míos, estaban llenos de una desesperación que nunca había visto en él. Un pánico helado me invadió.
—¡AGUANTA, HARUTO! ¡TE SACARÉ DE AHÍ! —grité, mi voz apenas un susurro en medio del estruendo. Corrí hacia él, ignorando el peligro, ignorando la caída de escombros, ignorando todo. Mi único objetivo era llegar a él, levantar esa maldita viga.
Pero no llegué. Una explosión cercana, tan potente que sacudió el suelo bajo mis pies, me lanzó contra el pavimento. Sentí el golpe en la cabeza, un dolor agudo, y el mundo se volvió borroso por un instante. La metralla me cortó los brazos, pero ni siquiera lo noté.
Cuando levanté la cabeza, el polvo se asentaba lentamente. Busqué a Haruto, desesperadamente. Pero él ya no respiraba.
Sus ojos seguían abiertos, fijos en el cielo oscuro, pero el brillo de la vida se había extinguido. Su cuerpo, inmóvil bajo el poste, parecía diminuto, frágil.
Me quedé en shock. Mis manos temblaban incontrolablemente, incapaces de comprender lo que mis ojos veían. El sonido del caos que me rodeaba, los gritos, las explosiones, todo se volvió un murmullo lejano, como si estuviera bajo el agua. La imagen de Haruto, de sus ojos sin vida, se grabó a fuego en mi mente. Las lágrimas brotaron, calientes y amargas, resbalando por mi rostro cubierto de polvo.
Entonces, el suelo bajo mí cedió. No fue un colapso lento, sino una ruptura repentina, una boca que se abrió para devorarme. Caí. Caí en la oscuridad, en el vacío, el grito de mi amigo resonando en mis oídos.
Cuando abrí los ojos, ya no estaba en Tokio. El aire era gélido, pesado, y un silencio sepulcral reinaba, un silencio mucho más aterrador que el caos que había dejado atrás. El suelo bajo mis pies no era de concreto, sino una especie de niebla densa y etérea que cubría el suelo hasta la altura de mis rodillas. Un olor a sangre y muerte, antiguo y penetrante, impregnaba el aire, haciendo que se me revolviera el estómago. No había edificios, ni luces, solo una extensión infinita de oscuridad y neblina.
Frente a mí, una figura. Alta, imponente, envuelta en una capa oscura que parecía absorber la poca luz que había. No podía ver su rostro; estaba oculto bajo una capucha profunda, pero sentía su mirada, una mirada que me atravesaba el alma con indiferencia, como si yo fuera una mota de polvo más en el vasto universo. Su voz, sin embargo, era sorprendentemente clara, como el agua cristalina que fluye en un arroyo, resonando en el silencio.
—Bienvenido al otro lado, niño.
—¿Qué…? ¿Estoy muerto? —mi voz se quebró, apenas un susurro. La pregunta flotaba en el aire, cargada de terror y confusión. La idea era absurda, y a la vez, la única explicación posible para lo que estaba viviendo.
—No del todo. Aún —respondió la figura, y su voz no tenía emoción, solo una fría neutralidad.
Me puse de pie con dificultad, mi cuerpo adolorido y mis extremidades temblorosas. Mis manos buscaron algo a lo que aferrarse, pero solo encontraron la fría y húmeda neblina.
—¿Tú quién eres? —pregunté, intentando sonar valiente, aunque mi corazón latía desbocado en mi pecho.
—Algunos me llaman la Oscuridad, el Más Allá, o el Vacío. Otros, simplemente la Muerte. Pero puedes llamarme como gustes, después de todo, seré tu última compañía.
Intenté procesar lo que decía, que yo era su "última compañía", que estaba "no del todo muerto". Mi cabeza aún daba vueltas, mareada por el trauma de la explosión y la pérdida de Haruto. No podía ser real. Todo esto tenía que ser una pesadilla, una alucinación inducida por el golpe en la cabeza.
—Mira, encapuchado creepy, no tengo tiempo para tus juegos. Mi mejor amigo acaba de morir, Tokio se está cayendo a pedazos, y yo solo quiero despertar de esta pesadilla y volver a casa —dije, sintiendo una punzada de rabia mezclada con mi desesperación. ¿Cómo podía esta… cosa, hablarme de "última compañía" mientras mi mundo se desmoronaba?
La Muerte inclinó su cabeza, un gesto que, a pesar de la ausencia de facciones, me hizo sentir como si estuviera expresando curiosidad o, quizás, una extraña fascinación.
—Interesante. No muchos reaccionan con humor, o con tal irreverencia, al ver mi rostro o escuchar mi nombre. La mayoría implora, o se desmaya del terror.
—Tú tampoco es que seas la gran cosa. Si fueras tan temible, ya me habrías matado —respondí con una media sonrisa, una débil burla para ocultar el miedo que me carcomía. La ironía era mi único escudo.
—Ja. Tienes agallas, muchacho. Pocos las conservan ante mí. —Su voz, por primera vez, pareció adquirir un matiz, una especie de aprobación gélida.
Entonces, la Muerte se acercó, la capa ondeando alrededor de su figura imponente. No se movía como un humano, sino como una sombra deslizándose. Puso una mano esquelética, fría como el hielo, en mi cabeza. No sentí dolor, solo un frío intenso que recorrió mi cuerpo, calando hasta mis huesos. Era una sensación de vacío, de absoluto.
—Pero si quieres vivir, si deseas volver a tu mundo, tendrás que pagar un precio. Un precio que solo tú puedes ofrecer. Y la vida, muchacho, siempre cobra sus deudas.
En ese instante, en medio de la neblina y la oscuridad, con el frío de la Muerte calando hasta lo más profundo de mi ser, entendí. El mundo que conocía había dejado de existir. La normalidad era una ilusión. Mi vida, tal como la había vivido, había llegado a su fin. Y esta… esta no era una pesadilla. Era el comienzo.
Y que mi historia apenas comenzaba. Una historia donde los dioses y los demonios no eran mitos, sino una realidad palpable. Una realidad que acababa de invadir mi vida y que, por un precio, me ofrecía una segunda oportunidad. No sabía cuál sería ese precio, pero en mi desesperación por volver a casa, por ver a mi familia, estaba dispuesto a pagarlo. El frío de la Muerte seguía en mi piel, pero algo más, una chispa, se encendía en mi interior. Una chispa de esperanza, teñida de un terror abrumador.