La tierra se partía bajo sus pies. El cielo se tornó carmesí, un reflejo infernal de la desesperación que flotaba en el aire mientras la Bestia y el Heraldo Negro se encaraban. Ryuusei, apenas consciente, se obligó a mantenerse en pie mientras presenciaba la lucha de titanes.
A unos pocos metros de distancia, el grupo se movía entre los escombros, usando la devastación del paisaje como cobertura. Kenta, con la boca tapada por su mano, no podía apartar la mirada. Daichi, con su katana desenvainada, estaba listo para defender a los demás. Haru, analizando cada milímetro de la pelea, y Aiko, con el corazón roto por la condición de su hermano mayor.
—No… no puede ser real —susurró Aiko, lágrimas corriendo por sus mejillas. —Es como si el infierno se hubiera abierto.
—Cállate, Aiko. Tienes que concentrarte —Haru la regañó, su voz tensa—. Mira a la Bestia. No está peleando, está cazando. Y el Heraldo… por primera vez, no parece que lo tenga bajo control.
La Bestia, una aberración de dientes y garras afiladas, rugió con una furia primigenia que resonó en el pecho de todos. Su tamaño eclipsaba al Heraldo, pero la sombra de la espada negra no se dejaba intimidar. Con un movimiento fluido, el Heraldo Negro desapareció y reapareció tras la Bestia, su espada descendiendo con la precisión de la muerte misma.
Un tajo profundo rasgó la piel de la criatura, pero en lugar de retroceder, la Bestia giró y contraatacó con una velocidad sobrehumana. Su garra impactó el torso del Heraldo, lanzándolo contra una montaña, que se desmoronó por completo. El Heraldo impactó con tanta fuerza que el grupo sintió la onda de choque en sus cuerpos.
—Eres más molesto de lo que aparentas —gruñó el Heraldo, levantándose entre los escombros como si el impacto no hubiera sido nada.
—¿Lo vieron? —Kenta jadeó, sus ojos saliendo de sus cuencas. —¡La Bestia le pegó con todo! ¡Y solo lo hizo retroceder! ¡Qué clase de monstruos son estos!
—Tienen niveles de poder tan altos que rompen la lógica —respondió Haru, su voz seca—. No hay manual para esto. Solo podemos observar y esperar que se maten entre ellos.
La Bestia no respondió con palabras, sino con otro embate feroz. El Heraldo evadió por poco, deslizando su espada para cortar el brazo de la criatura. La extremidad voló en el aire, pero, con un rugido grotesco, la Bestia regeneró su carne de inmediato, como si la herida nunca hubiera existido.
—Tch... Eres una plaga fastidiosa —siseó el Heraldo, su voz gélida.
El combate se intensificó. Cada choque entre ellos creaba ondas de energía devastadoras, arrasando el terreno y cobrando la vida de cientos de jugadores que se habían atrevido a acercarse. La velocidad del Heraldo le permitía cortar a la Bestia en docenas de lugares, pero la criatura se regeneraba como si cada herida fuera insignificante. La frustración del Heraldo comenzaba a ser evidente.
—¡Ryuusei-nii! ¡Haz algo! ¡Por favor! —la voz de Aiko, un grito desesperado, llegó a los oídos de Ryuusei, que yacía en el suelo.
Haru, al darse cuenta de la imprudencia de Aiko, se arrodilló a su lado, susurrando con urgencia. —¡Aiko, cállate! ¡No lo oirá! Si se entera de que estamos aquí, nos mata a todos, es lo que quiere.
Pero Ryuusei sí había escuchado. Las palabras de Aiko, el pánico en su voz, lo sacudieron. Un fuego se encendió en su interior, un deseo visceral de protegerla. El dolor en su cuerpo se volvió un eco distante mientras se obligaba a mantenerse en pie. Vio la lucha, el Heraldo frustrándose. La Bestia lo estaba dominando. Era su oportunidad.
Y entonces ocurrió. La Bestia, en un movimiento inesperado, atrapó la espada del Heraldo con una de sus garras. Con la otra, arrancó el casco del caballero oscuro de un solo golpe.
El Heraldo tambaleó. Por primera vez, su rostro quedó al descubierto: pálido y cadavérico, con ojos hundidos y una expresión de incredulidad. —Tch... —murmuró, pero antes de poder reaccionar, Ryuusei se teletransportó detrás de él, usando sus dagas ancestrales en un movimiento desesperado.
Agarró sus dos martillos celestiales y los hizo descender con toda la fuerza posible. La furia, la desesperación, la impotencia, todo se canalizó en ese golpe.
—¡Muere! —rugió Ryuusei, impulsando los martillos con todo su peso.
El impacto fue brutal. Los pinchos de los martillos, forjados de caos y de poder de Quinta Generación, perforaron el cráneo del Heraldo Negro, quebrándolo con un crujido espantoso. La sangre brotó en un chorro inhumano mientras el cuerpo del Heraldo se sacudía violentamente, sus ojos abiertos en una mezcla de sorpresa y agonía.
—¡Muere! —rugió Ryuusei, sus ojos inyectados en sangre. —¡Muere! ¡Muere! ¡Muere!
Cada golpe era una liberación de su miedo.
—¡Muere!
El Heraldo Negro cayó de rodillas. Su espada resbaló de sus manos y su cuerpo se desplomó en el suelo sin vida.
Ryuusei, jadeante, se tambaleó, pero se obligó a mantenerse en pie. Su corazón latía con violencia en su pecho. Había vencido. La espada, el martillo, el miedo... todo el trabajo lo había hecho la Bestia.
—¡Ryuusei-nii! —Aiko corrió hacia él, seguida por el resto del grupo.
—¿Estás bien? —preguntó Haru, su voz por primera vez libre de frialdad, sustituida por el asombro. —¿Qué ha pasado? ¿Lo mataste?
—No... no lo sé —Ryuusei miró la espada de obsidiana en el suelo. Sintió un poder inusual dentro de ella. Se agachó y la agarró. Era fría y pesada, pero la sentía como si fuera una extensión de su propio cuerpo. La energía oscura en su interior se mezcló con su propia energía, y una nueva sensación, la de poder puro, recorrió su ser.
—No la toques, Ryuusei. Quién sabe qué es eso —dijo Kenta, con la voz llena de miedo.
—¿Y qué importa? —respondió Ryuusei, con una mirada en sus ojos que ninguno de sus amigos había visto antes. —Maté a uno. Puedo matarlos a todos.
Silencio absoluto. Su corazón latía con violencia. El Heraldo yacía en el suelo, su rostro cadavérico y sus ojos aún abiertos. Pero el peligro aún no había terminado.
—¡La Bestia! —gritó Daichi. —¡Se está moviendo! ¡Viene hacia acá!
Muy lejos de ahí, en un trono de huesos, una figura encapuchada observaba la escena. Su túnica oscura ocultaba su rostro, pero una risa fría resonó en la sala. Decenas, cientos de figuras oscuras aguardaban en silencio. Heraldos, idénticos al que había caído, con sus espadas y sus yelmos.
—Uno menos —susurró la Muerte con absoluta indiferencia. —Pero no importa. Siempre hay más. Y ahora, un jugador ha reclamado una de mis armas. Esto se vuelve interesante.
Ryuusei no tenía tiempo para pensar en eso. Aún quedaba un enemigo por vencer. Apretó los dientes, limpió la sangre de su rostro y se teletransportó.
—¡Ryuusei, no! —gritó Aiko.
—¡No podemos pelear con eso! —exclamó Kenta.
Pero Ryuusei ya no estaba. Había desaparecido. El combate final lo esperaba. La Bestia, la criatura que había masacrado a un Heraldo y ahora venía por ellos, debía morir. Y él, con la espada del Heraldo en sus manos, sería quien la mataría.