Ficool

Chapter 2 - El Torneo de los Malditos

Una vez que la extraña figura, a la que no podía evitar llamar "la Muerte", desapareció de mi vista, me quedé solo con mis pensamientos. Un eco de su voz aún resonaba en mi mente, prometiendo un precio por mi regreso. No lo entendía. Si había muerto, ¿cómo era posible que tuviera una segunda oportunidad? Si no estaba en el paraíso ni en el infierno, la única conclusión lógica, por más ridícula que sonara, era que me encontraba en el Limbo, ese lugar de nadie donde las almas se estancan, esperando un juicio que quizás nunca llegue.

Siempre había imaginado el Limbo como un lugar tranquilo, una extensión gris y vacía. Pero el caos era el único orden en este lugar. Cuando abrí los ojos, me encontré rodeado por cientos, o quizás miles, de almas perdidas. Sus rostros, desdibujados por el miedo y la confusión, reflejaban la misma incertidumbre que yo sentía. El aire se llenó de un murmullo constante de voces: llantos de desesperación, gritos de enojo y la angustiosa pregunta que todos se hacían en silencio: "¿Qué demonios está pasando?".

En el centro de todo, flotando a varios metros por encima de nosotros, se mantenía erguida la figura encapuchada, la Muerte. Su silueta oscura destacaba contra la neblina, y una sonrisa burlona se adivinaba bajo la sombra de su capucha, como si el espectáculo de nuestra miseria le resultara entretenido.

—Bienvenidos, almas descarriadas —dijo con una voz que, a pesar de su tono burlón, era tan profunda que me hizo vibrar el pecho. —Felicidades, han muerto. Y déjenme decirles, no fue un final digno de película, ¿verdad? Pero no se preocupen, no todo está perdido. Hoy… hoy tienen una oportunidad de renacer.

Un escalofrío helado, mucho más frío que el de la neblina, recorrió mi espalda. Un hormigueo de terror se apoderó de mi estómago. Por un momento, una parte de mí quiso creer que estaba soñando, que me despertaría en mi cama en Tokio, que todo esto era una alucinación por el golpe en la cabeza. Pero el dolor en mi cuerpo, el corte en mi brazo, el recuerdo de los gritos y la sangre… me recordaban que esto era tan real como cualquier cosa que había experimentado en mis catorce años.

—¿De qué demonios hablas? ¿Qué es este lugar? ¿Dónde mierda estamos? —gritaron varios hombres a mi lado, sus voces llenas de rabia y frustración. Eran hombres grandes, rudos, que no se intimidaban fácilmente, o eso creían.

Pero antes de que pudieran seguir, la Muerte chasqueó los dedos. Un sonido seco, casi imperceptible. Y, de un instante a otro, los hombres que habían gritado se desplomaron en el suelo. Sus cuerpos se desvanecieron en el aire como humo, como si sus almas hubieran sido arrancadas con violencia, dejando solo un rastro de neblina. El silencio fue instantáneo. Los murmullos de la multitud se detuvieron abruptamente, y el terror se apoderó de todos.

—Las interrupciones no serán toleradas —dijo la Muerte con un tono de desinterés casual, como si acabara de aplastar una molesta mosca. —Ahora, presten atención, porque no repetiré las reglas. Las almas impacientes no tienen lugar en mi torneo.

Tragué saliva. La atmósfera se volvió más densa, cargada de una sensación de desesperación palpable. Nadie se atrevía a hablar, a moverse. Todos éramos ovejas indefensas esperando la voluntad de este ser.

—Este es un torneo —continuó la Muerte, su voz resonando en cada rincón del Limbo. —Un torneo para decidir quién de ustedes merece regresar al mundo de los vivos. No es una cuestión de moralidad, ni de justicia, ni de quién fue más bueno o malo. Es una cuestión de supervivencia. Pero no se equivoquen… No será sencillo. El Limbo no cede a sus presas fácilmente.

La oscuridad a su alrededor se agitó, como si estuviera viva. Una energía oscura y palpable se arremolinó, y de ella, cinco reglas se materializaron, flotando en el aire. No estaban escritas en japonés ni en inglés, sino en un idioma universal que, de alguna forma inexplicable, todos pudimos entender.

Reglas del Torneo del Limbo:

 1. Solo cinco personas podrán salir con vida. Los demás… los que caigan, desaparecerán para siempre. Su existencia será borrada.

 2. Las armas estarán limitadas a herramientas medievales. Nada de armas de fuego ni explosivos. Aquí, el poder reside en la fuerza y la astucia.

 3. No hay aliados, solo enemigos. La traición será parte del juego. No se confíen en nadie.

 4. El dolor que sientan aquí será tan real como en el mundo de los vivos. Morir duele, y lo harán una y otra vez si es necesario.

 5. Solo aquellos con verdadera voluntad de vivir podrán avanzar. La desesperación, la duda… los volverán débiles. La única forma de ganar es anhelar la vida con cada fibra de su ser.

Mi corazón se hundió con cada palabra. Cada una de esas reglas era una sentencia de muerte disfrazada, un cruel juego que nos obligaba a matarnos los unos a los otros. Me mordí el labio, la sangre llenando mi boca. Esto no era un torneo. Era una purga.

—Así que… una masacre —murmuré con una sonrisa nerviosa, una risa sin humor que me salió de las entrañas.

La Muerte aplaudió con entusiasmo, el sonido resonando como un trueno en el silencio. —¡Exacto! Y sin más preámbulos… ¡Que comience el torneo!

El suelo bajo nuestros pies se desvaneció. Un grito colectivo de pánico llenó el aire mientras cientos de nosotros caíamos en un abismo sin fin, un agujero negro que prometía no devolvernos. El grito de los demás competidores se mezclaba con el mío, un coro de terror y confusión mientras descendíamos hacia una arena envuelta en sombras. El olor a sangre y hierro, más intenso que antes, me hizo cerrar los ojos.

Cuando el impacto llegó, no fue tan violento como imaginaba. Caí en algo parecido a arena, pero que se sentía como cenizas. Me incorporé con dificultad, mi cuerpo entumecido por la caída. A mi alrededor, la arena era una extensión inmensa, dividida en diferentes secciones por paredes de piedra rotas y pilares derrumbados. Y por todos lados, esparcidas por el suelo como juguetes de un niño monstruoso, había armas medievales: espadas, lanzas, hachas, mazos, dagas… todo lo necesario para la carnicería que ya había comenzado.

Un grito de agonía resonó en el aire, rompiendo el silencio que había durado apenas un instante.

—¡¡MI BRAZO, MALDITA SEA, MI BRAZO!!

Me giré, mi cabeza dando vueltas. Un hombre caía de rodillas, sujetando con desesperación el muñón ensangrentado donde antes había tenido un brazo. Un líquido carmesí salpicaba la arena. Su agresor, un joven con una lanza, no se detuvo. Con un movimiento brutal, perforó su garganta, ahogando su grito en un chorro de sangre que empapó el suelo. El hombre se desplomó, sin vida.

—Joder… esto no es un torneo… es un matadero —murmuré para mí mismo, retrocediendo con cautela mientras esquivaba a un hombre con una espada rota que balanceaba desesperadamente. El pánico ya se había instalado en todos, y el instinto de supervivencia los había convertido en bestias.

—¡AAAAHHH, MI PIERNA, NO, NO, NOOOO! —gritó otra persona, arrastrándose en el suelo mientras la sangre manaba de su muslo, dejando un rastro oscuro. Un tipo con un mazo de guerra le aplastó la cabeza.

Mi corazón latía con fuerza. La escena era brutal. Necesitaba un arma. Miré a mi alrededor, sintiendo el pánico mezclado con una extraña lucidez. Si no me movía, si no me defendía, sería el siguiente. El Limbo no tenía lugar para los espectadores.

Mientras avanzaba, buscando un arma, un destello plateado llamó mi atención. Era una figura pequeña y temblorosa, acurrucada detrás de una pila de cuerpos que yacían inmóviles en la arena. Me acerqué con cautela, mis pasos silenciosos sobre las cenizas. La pequeña figura se abrazaba las rodillas, con los hombros temblando.

—¿Eh? —fruncí el ceño. Me esperaba un monstruo, un alma sedienta de sangre, pero lo que encontré fue una niña.

La pequeña levantó la mirada y sus grandes ojos azules, llenos de terror, se encontraron con los míos. Su cabello, de un color plateado inusual, estaba sucio y enredado. Su vestido, un trapo andrajoso, mostraba varias heridas en su piel pálida. Parecía tener no más de seis años.

—¿Qué demonios hace una niña aquí…? —susurré, una punzada de incredulidad y rabia creciendo en mi pecho. ¿Un ser tan cruel como la Muerte podía traer a una niña a este infierno?

La pequeña no respondió mi pregunta. —… Aiko… —murmuró con voz temblorosa, como si el sonido de su propio nombre la asustara.

Suspiré, un sonido cansado y frustrado. No tenía tiempo para jugar a la niñera, no en este matadero. Mi mente gritaba que me fuera, que la dejara, que solo era un lastre. Pero mi conciencia no me lo permitía. Dejarla ahí era firmar su sentencia de muerte. Aiko no duraría ni un minuto sola.

—Mira, Aiko, no sé quién eres ni cómo terminaste aquí, pero si quieres vivir, será mejor que vengas conmigo —dije, extendiendo mi mano. La niña me miró con sus ojos grandes, dudando. Finalmente, la tomó. Su mano era pequeña y fría.

—Bien, ahora vámonos a…

—¡JAJAJAJA! ¡MÁS, MÁS SANGRE! —Un hombre corpulento y cubierto de heridas, con una sonrisa demente pintada en su rostro, corrió hacia nosotros con un hacha oxidada en alto. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y la locura lo había consumido por completo.

—¡Joder! —grité. Empujé a Aiko con fuerza, tirándola al suelo para protegerla. Me lancé hacia un escudo de metal que yacía cerca, levantándolo justo a tiempo.

El hacha cayó con un impacto brutal, y el sonido metálico resonó en la arena. La fuerza del golpe me hizo tambalear. La sangre salpicó mi rostro, pero no era la mía. El hombre con el hacha miró sorprendido su propio torso. Un filo de katana atravesaba su pecho. Detrás de él, un joven con el cabello negro, una expresión fría y la katana ensangrentada, lo empujó sin esfuerzo, haciendo que el cuerpo inerte del loco cayera a un lado.

El joven retiró la katana del cuerpo y la limpió despreocupadamente con un trapo, sin siquiera mirarme. Su rostro, inexpresivo, estaba concentrado en la hoja.

—No te confíes demasiado. Tu escudo no te salvará por siempre. Morir aquí es una agonía que no querrás repetir —dijo el recién llegado con voz monótona, como si solo estuviera dando un consejo. No me miraba a mí, sino a mi escudo abollado, evaluándolo.

—Y tú, ¿quién demonios eres? ¿Mi salvador? —pregunté, una risa nerviosa escapando de mis labios.

El joven guardó silencio por un momento, y luego sus ojos oscuros se fijaron en los míos. Su mirada era como un abismo, sin rastro de emoción. —Daichi. Daichi Mokuren. Y no, no soy tu salvador. Solo no quería que murieras tan cerca de mí. Es molesto.

Antes de que pudiera responder, un grito de guerra nos puso en alerta. Tres hombres, armados con espadas y mazos, corrieron hacia nosotros. Daichi se movió con una velocidad antinatural, su katana cortando el aire con un silbido letal. Bloqueé con mi escudo, empujando a Aiko detrás de mí, pero eran demasiados. El grupo nos acorraló, y el pánico se hizo presente.

De repente, un destello plateado. Una enorme alabarda, que se parecía más a un pilar de metal que a un arma, golpeó el suelo con un estruendo, levantando una nube de polvo que nos separó de los atacantes. Un hombre alto, de cabello plateado y una cicatriz que le cruzaba el ojo, se interpuso entre nosotros y ellos. Detrás de él, una mujer ágil con dos dagas en sus manos que brillaban con un fulgor siniestro se movía como una sombra.

—Si queremos salir de aquí, será mejor que unamos fuerzas —dijo el hombre de cabello plateado con voz grave y seria, su mirada recorriendo a cada uno de nosotros. —El Limbo no quiere que sobrevivamos, pero no vamos a dárselo en bandeja de plata.

—Esta no es una alianza por amistad —añadió la mujer de las dagas, su voz tan afilada como sus armas. —Es un pacto de supervivencia. Si no podemos confiar el uno en el otro en la batalla, moriremos. Y el primer traidor que intente algo… no tendrá una segunda oportunidad.

Miré a Aiko, que se aferraba a mi manga con más fuerza, luego a Daichi, que seguía impasible, y finalmente al hombre de la alabarda y a la mujer de las dagas. Cinco personas. Justo el número que la Muerte había mencionado. Era una coincidencia demasiado grande para ignorarla. Un pacto frágil. Una necesidad desesperada.

—Cinco personas, ¿eh? Bueno… supongo que no está mal empezar con esto —dije, mirando al grupo que se había formado.

Desde lejos, en las alturas del Limbo, la Muerte observaba el espectáculo, sus ojos invisibles fijos en nosotros. Cientos de almas se mataban entre sí, buscando desesperadamente una forma de volver a la vida, pero su atención estaba en ese pequeño grupo. Habían roto sus reglas, su "torneo" de masacre individual.

"Oh, qué interesante… alianzas en mi torneo de muerte. Rompieron la regla más importante tan rápido… Veamos cuánto duran antes de apuñalarse por la espalda. Esto será divertido" pensó la Muerte, con una sonrisa que nadie podía ver. El torneo apenas había comenzado, pero la verdadera masacre… apenas estaba por empezar.

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