"Nadie hay tan osado que lo despierte; ¿quién, pues, podrá estar delante de mí?" - Job 41:10
El bosque del Limbo, ya una pesadilla por sí solo, había dado a luz a una abominación que desafiaba toda lógica y naturaleza. Su piel, ennegrecida por la putrefacción, se resquebrajaba en múltiples llagas supurantes de las que manaba un pus amarillo y viscoso que caía al suelo con un sonido húmedo. Su cuerpo era una amalgama de carne corrompida: brazos largos y nudosos, una pierna más corta que la otra, lo que le confería un andar tambaleante pero inquietantemente ágil. De sus dedos anormalmente largos y ganchudos rezumaba un líquido negruzco que apestaba a muerte y descomposición, dejando un rastro de negrura por donde pasaba.
Pero lo más perturbador era su rostro… o la ausencia de uno. Su cabeza, desproporcionada, estaba dominada por una boca descomunal que se abría en una mueca grotesca, dejando entrever hileras irregulares de dientes afilados como cuchillas de obsidiana. No tenía ojos, pero en su lugar, una constelación de orbes rojos y viscosos parpadeaba sin orden aparente, como si intentaran mirar en todas direcciones al mismo tiempo. Era un ser creado para cazar y destrozar.
Ryuusei sintió un escalofrío que le heló la sangre en las venas. La adrenalina de la masacre anterior había sido reemplazada por un terror puro. A su lado, Aiko, pequeña pero indómita, alzó la mirada con determinación, su mano aferrada a su propia daga. Haru, de mente aguda y precisa, escrutaba los movimientos de la criatura con ojo analítico, buscando un punto débil. Daichi, el más callado del grupo, se posicionó con firmeza, su katana ya desenfundada, lista para la batalla. Kenta, por su parte, rompió el tenso silencio con una risa nerviosa.
—Bueno… eso fue jodidamente rápido —murmuró, su sonrisa temblorosa era una máscara para el miedo en sus ojos.
El suelo retumbó cuando la bestia, a pesar de su deforme apariencia, se movió con una velocidad inverosímil. No atacó a uno, sino que sus tentáculos, recubiertos de espinas y negrura, se precipitaron hacia ellos con la violencia de una tormenta desatada, intentando barrerlos a todos de un solo golpe. Ryuusei apenas tuvo tiempo de reaccionar, rodando a un lado mientras las garras de la criatura desgarraban el aire donde había estado un instante antes. El impacto fue tan fuerte que derribó varios árboles cercanos.
Kenta esquivó por puro instinto, jadeando entre cada movimiento, su rostro bañado en sudor. Haru, con su precisión letal, desenfundó un par de dagas y se lanzó al ataque con golpes calculados, desgarrando la piel putrefacta de la bestia. Los cortes sanaban casi al instante, pero el dolor la hacía retroceder. Daichi, impasible y concentrado, descargó un brutal golpe con su katana en el costado de la criatura, y aunque la carne cedió, el daño parecía mínimo.
Pero el horror apenas comenzaba. La criatura se recuperó en un segundo, soltando un rugido que hizo vibrar las hojas de los árboles. Ryuusei, en medio del caos, escuchó un sonido. Un sonido de algo que se acercaba. No era un gruñido, ni un grito, sino un profundo zumbido que hacía vibrar el aire, como una campana de bronce a la que se le golpea miles de veces al mismo tiempo.
El aire se tornó denso, frío, como si el mundo mismo contuviera la respiración. Desde la penumbra que se extendía detrás de la criatura, emergió una nueva silueta: alta, imponente, un abismo de oscuridad hecho carne. Su presencia devoraba la poca luz que había, transformando la atmósfera en un vórtice de desesperanza. Cada paso que daba hacía que la tierra temblara, y una oscuridad más profunda se extendía a su alrededor, una que no era la ausencia de luz, sino una sombra que absorbía la esperanza.
Sostenía en una de sus gélidas manos una espada colosal, de filo negro y goteante de un líquido pegajoso que corroía el suelo donde caía.
Era el Heraldo de la Destrucción. Un ser de una magnitud que Ryuusei jamás pensó que existiría. Su mera presencia hacía que la criatura contra la que peleaban pareciera una simple plaga. El Heraldo tenía un rostro con rasgos humanos, pero carecía de piel. Su mandíbula, sus pómulos, todo era hueso. En sus cuencas vacías brillaba una constelación de ojos que no se parecían a nada humano, y en su pecho, una docena de orbes rojos y viscosos parpadeaban sin orden aparente, como si intentaran mirar en todas direcciones al mismo tiempo.
Los músculos de Ryuusei se tensaron, y por primera vez sintió la certeza de que estaba al borde de un destino sellado. Los múltiples ojos del Heraldo se fijaron en él, brillando con un fulgor carmesí que parecía mirar más allá de su carne, directamente a su alma. Aiko, con un hilo de voz que apenas era un susurro de terror, logró decir una palabra:
—Ryuusei...
El Heraldo no necesitó más palabras. No hubo gritos, ni discursos, solo un simple movimiento. Levantó su titánica espada, el acero frío del Limbo resonando, y la señaló hacia Ryuusei. No hubo ruido. Solo un mensaje silencioso: el combate estaba a punto de comenzar. Y esta vez, no sería una masacre. Sería una aniquilación.
Apretando con fuerza los mangos de sus martillos, Ryuusei inhaló profundamente. La adrenalina ardía en su sangre, una mezcla de terror y una extraña rabia. Giró el arma en sus manos, sintiendo su peso con cada latido acelerado de su corazón. A su alrededor, sus compañeros se prepararon para lo inevitable. La criatura putrefacta soltó un rugido de júbilo y se abalanzó contra ellos una vez más.
La batalla por sus vidas había comenzado.