El bosque del Limbo no era un lugar para los débiles de corazón. El silencio que lo habitaba era más aterrador que cualquier grito, un silencio pesado y espeso que se pegaba a la piel y susurraba promesas de muerte. Ryuusei, a pesar de sus intentos por mantener la calma, podía sentir el latido errático de su corazón retumbando en sus oídos. Cada paso que daba, cada suspiro, se sentía como un grito en la quietud de la oscuridad.
Aiko caminaba a su lado, sus pequeños pies descalzos casi no hacían ruido sobre la tierra húmeda y las hojas caídas. Se aferraba a la mano de Ryuusei con una fuerza desesperada, como si él fuera la única ancla en aquel mar de incertidumbre.
—Ryuusei-nii… ¿crees que podamos salir vivos de esto? —preguntó Aiko, su voz apenas un susurro que se rompía en la brisa gélida.
El muchacho suspiró, el aliento caliente formando una pequeña nube en el aire. Trató de sonar más seguro de lo que se sentía. —Claro que sí, Aiko. Solo tenemos que aguantar tres días. Tres días. No es tanto tiempo… ¿verdad? —intentó bromear, pero la risa se le atragantó en la garganta. La verdad era que tres días en este lugar parecían una eternidad.
El grupo se detuvo en un claro, una pequeña burbuja de falso respiro en medio de la opresiva arboleda. Haru, una chica de 16 años con una mirada calculadora y el cabello recogido en una coleta alta, se arrodilló para examinar el suelo. Kenta, el chico de 15 con un aire despreocupado que no encajaba en ese lugar, se sentó sobre una roca, balanceando sus pies con un optimismo forzado. Y Daichi, el chico serio de 17 años que se había unido a ellos, permanecía a un lado, su figura alta y sombría fundida con las sombras de los árboles, observando todo con sus ojos vacíos.
—Iré a explorar un poco. No me alejaré demasiado —anunció Ryuusei, rompiendo el tenso silencio.
Haru levantó la mirada, sus ojos se entrecerraron en un gesto de desconfianza. —No tardes, Kisaragi. No sabemos qué clase de locos andan sueltos por aquí, ni qué bichos. No podemos darnos el lujo de perder a uno de nosotros.
Aiko lo miró con los ojos llenos de preocupación, pero asintió débilmente. A su lado, Daichi Mokuren no dijo nada. Solo se mantuvo en silencio, su mirada tan enigmática como el propio bosque. Era un chico de pocas palabras, pero su presencia era tan imponente como el de un depredador. Su silencio, de alguna forma, era más inquietante que cualquier amenaza.
Ryuusei se adentró en la espesura, sintiendo la humedad de las hojas bajo sus zapatillas. El silencio se volvió aún más profundo, roto solo por el crujido de las ramas. Después de caminar por lo que parecieron horas, se topó con un muro de roca cubierto de enredaderas. Un instinto, una corazonada, lo hizo empujar la vegetación. Detrás, oculta, había una hendidura oscura, la entrada a una cueva. La curiosidad, una emoción que casi había olvidado, lo impulsó a entrar.
El ambiente dentro de la cueva era sofocante, el aire pesado y rancio. El olor a tierra húmeda y algo más, algo viejo y mágico, le llenó las fosas nasales. Sus pasos resonaban en la oscuridad hasta que, en el centro de una gran sala, se topó con un altar de piedra cubierto de polvo y telarañas. Y encima de él, brillando con una luz tenue que parecía venir de la nada, había dos pares de armas: un par de dagas y dos martillos. No eran armas comunes. Sentían una energía antigua, poderosa.
Tomó primero las dagas. Eran pequeñas, con empuñaduras de metal frío y hojas tan afiladas que parecían poder cortar el aire. Pero lo que le llamó la atención fueron las inscripciones arcanas que recorrían su filo, brillando con un fulgor casi imperceptible. La movió en el aire, sintiendo su peso… y de repente, su entorno cambió. Se había movido. De un instante a otro, había avanzado varios metros sin siquiera dar un paso.
Su corazón, que ya latía con fuerza, se aceleró.
—¿¡Qué… qué demonios!? —exclamó, su voz resonando en el vacío de la caverna.
Probó de nuevo. Lanzó una de las dagas a la pared de roca y, en el instante en que la hoja se clavó, sintió una fuerza invisible que lo jalaba hacia ella. Una risa, mezcla de incredulidad y euforia, escapó de sus labios.
—¡Esto es increíble…! ¡¿Teletransportación?! —gritó, su voz llena de la emoción que la adrenalina proporcionaba.
Luego tomó los martillos. Eran pesados, mucho más pesados de lo que parecía, con mangos de metal y cabezas masivas, adornadas con pinchos y runas siniestras que vibraban con una energía oscura. Con un simple balanceo, golpeó la pared de la cueva. No hubo un simple impacto. Hubo una onda expansiva que sacudió el suelo bajo sus pies y derribó varias estalactitas del techo. Una sonrisa de satisfacción, de puro poder, se dibujó en su rostro. Las dagas y los martillos. Se dio cuenta de que estas no eran simples armas. Eran Armas Celestiales/Ancestrales. Habían nacido de su deseo de sobrevivir, del valor que él le había dado a la esperanza de volver a su vida. Eran una manifestación de su singularidad anacrónica, de la fuerza que dormía dentro de él. Eran suyas.
—Definitivamente, esto va a ser útil… —murmuró.
Pero la sensación de euforia duró poco. Justo en la entrada de la cueva, la oscuridad se movió. Una sombra. Ryuusei se puso en guardia, sintiendo un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura. Una mujer de figura curvilínea, ojos carmesí que brillaban en la penumbra y cabello negro, avanzó lentamente hacia él. Llevaba una guadaña en la mano, y la hoja goteaba sangre fresca, cayendo sobre el suelo. Una sonrisa perturbadora se dibujó en su rostro, revelando dientes afilados como cuchillas.
—Vaya, vaya… qué chico más interesante… —su voz era melosa, casi un susurro, pero sus ojos destilaban una locura inconfundible.
Ryuusei tragó saliva. El miedo, crudo y visceral, se apoderó de su cuerpo. Sabía que debía pelear, que su vida dependía de ello, pero sus manos temblaban tanto que apenas podía sostener las armas.
—No quiero matarte, pero si insistes… —dijo, su voz tratando de sonar confiada. El temblor no desaparecía.
La mujer sonrió con crueldad y se lanzó contra él con una velocidad inhumana. Ryuusei, guiado solo por el instinto, apenas tuvo tiempo de esquivar el barrido de su guadaña. El aire siseó donde segundos antes había estado su cabeza. En un acto desesperado, arrojó una de las dagas. Se teletransportó detrás de ella y, con manos temblorosas, asestó un corte en su espalda. La mujer no gritó. Solo giró con rapidez, como una serpiente, y le clavó una daga en el hombro. No la de él. La de ella.
—¡Ahh, mierda! —rugió Ryuusei, retrocediendo con la herida ardiendo. El dolor era tan real que le nubló la vista, y un calor húmedo se extendió por su ropa.
La mujer se burlaba mientras lo veía sangrar. Sus ojos carmesí brillaban con un placer sádico, como si disfrutara de su sufrimiento.
—Pobrecito… ¿Duele? —se relamió los labios, y por un instante, el horror de la situación le hizo sentir náuseas.
Ryuusei respiraba con dificultad, su mente luchaba contra el miedo que lo paralizaba. No era un héroe, no era un guerrero. Era un chico de 14 años que había matado sin querer. ¿Cómo se supone que debía hacer esto? Las manos le temblaban de pies a cabeza. El sudor frío le resbalaba por la espalda. Si no hacía algo, moriría aquí. Y no podía morir. No después de lo que había visto, de lo que le había pasado a Haruto.
Cerró los ojos por un instante, suplicando por una fuerza que no sabía que tenía. —No… no puedo morir aquí… —murmuró, apretando los dientes, canalizando toda su rabia, su dolor y su deseo de vivir en la daga que sostenía.
Cuando abrió los ojos, supo lo que debía hacer. Se teletransportó a su espalda, usando ambas dagas en un ataque veloz y desesperado. La mujer gritó, un sonido estridente que se convirtió en una mueca de dolor cuando su torso fue perforado por múltiples cortes. Pero ella no caía. Trató de contraatacar, pero Ryuusei, en un arranque de furia helada, levantó uno de los martillos y lo estrelló contra su cráneo. Un sonido nauseabundo, el crack de huesos y carne, resonó en la cueva. La mujer cayó de rodillas, con el rostro desfigurado. Su cuerpo, sin vida, cayó en la neblina del suelo.
Ryuusei se quedó de pie, jadeando. El asco y el alivio luchaban por dominarlo. Había matado. De nuevo. Y esta vez, lo había hecho con la intención de que la persona no se levantara. La imagen del cráneo aplastado de la mujer, del chorro de sangre salpicando la pared, lo golpeó con una fuerza brutal. Una sensación de náuseas le subió por la garganta. Cayó de rodillas, el martillo resbalando de sus dedos temblorosos.
De repente, un grito en la distancia lo sacó de sus pensamientos. Un grito de terror. ¡El grupo estaba en peligro!
Sin dudarlo, dejó atrás el cadáver de la mujer. Con las dagas en mano, corrió de vuelta, y la escena que encontró fue un caos absoluto. Haru, Aiko, Daichi, Kenta… todos estaban rodeados por varios asesinos con miradas sádicas y armas improvisadas. Aiko temblaba, sosteniendo una pequeña daga, mientras Haru ya tenía sangre en el rostro y la ropa. Daichi peleaba con una ferocidad calculada, su katana bailando en el aire.
—¡Ryuusei, ayuda! —gritó Aiko, su voz apenas audible.
Kenta, en un acto de valentía o estupidez, se lanzó al ataque con un grito de guerra, pero un oponente le atravesó la pierna con una lanza.
—¡MIERDAAA! ¡MI PIERNA, MI PIERNA! —gritó Kenta, cayendo al suelo.
La lanza todavía incrustada en su pierna. Su grito desgarrador reverberó en el bosque, pero su atacante no tuvo piedad. Retorció la lanza dentro de la herida, provocando que la sangre brotara en un chorro caliente. Kenta gritó aún más fuerte, pero el dolor pronto fue reemplazado por una sensación de entumecimiento y terror.
Aiko, con el rostro pálido y los ojos llenos de lágrimas, fue corriendo y le clavó la daga en el cuello al agresor de Kenta. El hombre cayó con un gorgoteo. Luego, la niña retrocedió asustada, sus manos temblaban de horror por lo que había hecho. Uno de los atacantes se abalanzó sobre ella, pero Daichi lo bloqueó con su espada. Haru se movió con precisión, eliminando a dos enemigos con cortes limpios, su mirada más calculadora que nunca.
La batalla se volvió un baño de sangre. Haru recibió un corte en el brazo, y escupió sangre tras recibir un puñetazo en el estómago. Aiko sollozaba mientras esquivaba por poco un hacha que casi la partía en dos.
Ryuusei ya no pensaba. Su mente estaba nublada por una mezcla de rabia y miedo. Agarró su martillo con una fuerza insana, corrió y se teletransportó detrás de un enemigo, clavando una de sus dagas en su espalda. La sangre brotó violentamente. El hombre gritó, pero Ryuusei no se detuvo. Sus manos, que antes temblaban por el miedo, ahora eran firmes. La rabia lo había consumido. Clavó la daga una y otra vez, perforando la espalda del hombre con una furia desatada, sin importarle que el cuerpo ya estuviera inerte.
Al pasar unos segundos, el hombre cayó al suelo. Solo entonces, Ryuusei volvió a la realidad. Se quedó mirando el cuerpo, el charco de sangre. El rostro del hombre, su último aliento. La adrenalina se disipó y la brutalidad de sus actos lo golpeó con fuerza. Se giró a un lado y empezó a vomitar, el estómago revuelto por el olor a sangre y el sabor amargo del miedo.
El muchacho cayó de espaldas, jadeando en el suelo. Su respiración era irregular, su cuerpo temblaba de pies a cabeza.
—¿Esto… es lo que significa sobrevivir aquí…? —se preguntó, su voz rota por la culpa, con los ojos fijos en el cielo oscuro del Limbo.