El crujido de la madera carbonizada era el único sonido en el bosque, un eco seco y fúnebre que resonaba en cada paso que daban. A su alrededor, los árboles, reducidos a esqueletos quemados, se alzaban como monumentos a un desastre reciente. El hedor a humo, a tierra quemada y a algo más, algo putrefacto y dulce, hacía que la atmósfera se sintiera pesada, casi irrespirable. Ryuusei avanzaba con el grupo, sus sentidos en alerta máxima, pero en su interior algo había cambiado, una grieta se había abierto en la confianza que apenas habían empezado a construir. Desde que usó las armas celestiales en la batalla anterior, la forma en que sus compañeros lo miraban se había vuelto diferente, con un interés que le erizaba los nervios.
—Hey, Ryuusei —dijo Kenta, acercándose a su lado con su habitual aire despreocupado, aunque sus ojos no dejaban de mirar la funda de las dagas que colgaba de la cintura del muchacho—. Tus armas… nunca había visto algo así. No sé, parecen hechas para este tipo de lugar.
Haru, que cojeaba ligeramente por la herida en la pierna, se unió a la conversación, su mirada calculadora escudriñando a Ryuusei con una intensidad que lo hacía sentir como si estuviera siendo analizado. —Es cierto. En este bosque, lo más que podrías encontrar sería una espada oxidada, arcos rotos o incluso un hacha, pero esas dagas… ese par de martillos… parecen sacados de un arsenal que no pertenece a este mundo.
—Sí, son rarísimas. Ese filo tiene un brillo distinto, ¿sabes? —insistió Kenta, su curiosidad infantil empezando a sonar como una interrogante más seria. —¿Son artefactos especiales?
Ryuusei sintió un escalofrío recorrer su espalda. Las preguntas parecían casuales, pero la insistencia en sus miradas no lo era. Se sentía como si ya no fuera un simple compañero para ellos, sino un objeto de estudio, una carta del comodín que podía beneficiarlos o matarlos a todos.
—Las encontré —respondió con voz seca, intentando sonar indiferente.
Daichi, que hasta ahora había permanecido en un silencio imponente, se detuvo y se volvió hacia Ryuusei. Su mirada sombría era como la de un cazador. —No me gusta desconfiar de mi grupo, pero saber dónde encontraste algo así podría ayudarnos a todos. Podríamos ir y conseguir armas similares.
—No recuerdo bien por donde… —murmuró Ryuusei, apartando la mirada.
Era una mentira obvia, y lo sabía. El camino a la cueva estaba grabado a fuego en su mente, pero el temor a compartir un poder que ya había cobrado una vida era mucho mayor. Se suponía que el grupo debía apoyarse, pero la semilla de la desconfianza ya estaba plantada. Su agarre en la funda de su espada se hizo más fuerte. Si seguían insistiendo, pronto podrían volverse contra él. La Muerte había dicho que "la traición será parte del juego". Quizás este era el inicio.
El único en quien sentía que aún podía confiar era Aiko. La niña era demasiado inocente para las intrigas del grupo, su miedo era genuino y su necesidad de protección era clara. Durante un breve descanso, cuando se alejaron un poco del grupo para revisar su herida, le confesó la verdad.
—Aiko, ellos… están empezando a sospechar de mí —susurró, mirando de reojo a sus compañeros. La sombra del miedo y la paranoia cruzó su expresión, la rigidez en sus labios se hizo más evidente.
Aiko lo miró con una seriedad que no le correspondía a su corta edad. Su cabello plateado se movía suavemente con el viento. —Sí, me di cuenta. Pero tampoco los culpes por completo, Ryuusei. Es normal que les interese. Esas armas no son comunes, y el poder que usaste… no es algo que se vea todos los días.
—No puedo confiar en ellos… —susurró él, la amargura en su voz palpable.
Aiko suspiró, un sonido que le recordaba a una hermana mayor. —Mira, si crees que se pondrán en tu contra, ten cuidado. Protégete. Pero no te encierres en ti mismo. Aún estamos juntos en esto. Si lo que dijiste es verdad… hay un número limitado de personas, ¿recuerdas? Y nosotros somos un equipo. Si nos dividimos, moriremos más rápido.
La tensión en su pecho se relajó un poco. Aiko tenía razón. Su lógica simple y directa era un bálsamo para su mente paranoica. Al menos tenía a alguien en quien confiar en este infierno. Un hilo delgado de esperanza.
El grupo se puso de nuevo en marcha, avanzando entre la espesura del bosque quemado. La luz de la luna, ahora una media luna pálida, se filtraba entre las copas de los árboles, proyectando sombras alargadas y grotescas en el suelo. El ambiente se sentía pesado, como si algo invisible, una presencia helada, los estuviera observando. El olor a carne quemada se intensificó, mezclándose con un tufo dulzón y enfermizo.
—Ryuusei, ¿qué significan esos números? —preguntó Aiko de repente, señalando con el dedo.
Ryuusei frunció el ceño. — ¿Qué números?
De repente, un sonido mecánico y chirriante resonó en el cielo, haciendo que todos levantaran la vista. Justo encima de ellos, entre las ramas, una pantalla gigantesca se encendió, parpadeando con una luz fría y verde. En ella, una lista de nombres que comenzaban a desaparecer, uno por uno. Cada nombre que se desvanecía en la oscuridad, cada línea de texto que se borraba, representaba una muerte, un alma perdida en este juego macabro.
—Mierda… —murmuró Haru, su voz por una vez sin la habitual compostura—. Mira la cantidad que ya ha caído.
—Es como si estuvieran reduciendo el número de jugadores a propósito —dijo Daichi, su voz grave y preocupada.
El grupo contuvo la respiración. La pantalla mostró una cifra escalofriante: 12,476 almas restantes.
—¿Eso significa que… están muriendo? —susurró Haru, con el rostro pálido como el de un fantasma.
—Sí —dijo Daichi, con una mueca de disgusto. —No sabemos qué hay detrás de esto, pero cada vez hay menos personas con vida. Solo somos una cifra en su tablero.
El camino que recorrían estaba salpicado de los restos de aquellos que no tuvieron tanta suerte. Entre los escombros y el barro, podían verse brazos cercenados, piernas torcidas en ángulos antinaturales y charcos de sangre ya oscurecida. Ryuusei tragó saliva al ver una cabeza aplastada contra una roca, los ojos aún abiertos en una mueca de horror congelada en el tiempo. La Muerte no era una entidad simbólica. Era una cazadora.
De repente, un ruido desgarrador y seco resonó en el bosque. Un rugido profundo y gutural que no se parecía a nada que hubieran escuchado antes. La temperatura pareció descender de golpe, y el hedor a putrefacción se volvió abrumador.
—¿Eso fue un animal? —preguntó Kenta, su voz temblando.
Desde las sombras emergió una criatura grotesca, con extremidades desproporcionadas y una boca llena de hileras de dientes afilados como cuchillas. Su piel era negra y putrefacta, con pedazos de carne colgando de su cuerpo. En su garra derecha, aún goteaban restos de lo que parecía ser un brazo humano. La criatura se movió con una velocidad antinatural, acechando a un grupo de jugadores a lo lejos.
—No —dijo Haru, su voz apenas un susurro de terror—. Eso no es un animal.
Una risa resonó en el aire, una voz que ya conocían. Familiar, burlona y cruel, se filtró en sus mentes, directamente en sus pensamientos.
—¡Espero que les guste mi pequeño regalo! ¡Este es uno de mis favoritos! —dijo la Muerte. —Y no se preocupen, hay muchos más donde este salió. Veamos qué tan bien juegan con él.
La criatura soltó un rugido que hizo vibrar el suelo y se lanzó a la carga. El juego había cambiado, y la caza había comenzado.