Las balas silbaban a mi alrededor, un coro metálico que marcaba el ritmo de mi respiración. Cada disparo rozaba mi piel como un recordatorio constante de que cada segundo contaba. No podía permitirme dudar. No esta vez.
Disparé mi pistola, un sonido seco que resonó en la oscuridad, y sentí cómo el retroceso se clavaba en mi hombro. Una ráfaga más, y dos de mis perseguidores cayeron; uno de ellos apenas tuvo tiempo de gritar antes de que el impacto lo derribara. La otra cuchilla salió disparada de mi mano, girando en un arco perfecto, y se incrustó en un árbol justo detrás de un tercero, haciendo que se detuviera y dudara apenas un instante. Ese instante fue suficiente para que me adelantara.
El aire olía a pólvora y tierra húmeda. Cada movimiento debía ser exacto: un paso en falso, un error, y todo habría terminado. Podía escuchar los pasos apresurados detrás de mí, la respiración agitada de quienes me seguían, mezclándose con los disparos que me rozaban, casi jugando con mi cuerpo. El silbido de las balas era un sonido familiar, una melodía que aprendí a leer con años de práctica. Podía ver cómo se deformaba el aire a su paso, cómo cada proyectil trazaba su trayectoria por la oscuridad.
No podía permitirme sentir miedo. La adrenalina recorría cada fibra de mi ser, agudizando mis sentidos. Lanzaba otra cuchilla, girando sobre sí misma, y sentí la resistencia del viento cuando cortó la oscuridad, encontrando su objetivo justo en el cuello del último que se atrevió a seguirme de cerca.
La noche era mi aliada y mi enemiga a la vez. La sombra me cubría, pero también escondía peligros que no podía prever. Respiré hondo, notando el sudor pegado a mi frente y la tensión de mis músculos preparados para el siguiente ataque. Cada segundo contaba, cada movimiento debía ser preciso, porque no podía permitirme que me vieran flaquear.
—¡Blackwind! —gritó una voz profunda desde la oscuridad, un eco que parecía atravesar la noche—. ¡No tienes por qué hacer esto!
Mi disparo cortó el aire sin responder, pero la voz no se detuvo.
—Sabes lo que pasará si no vuelves. La traición… la traición se paga con muerte.
No levanté la mirada. No necesitaba. Cada palabra que escuchaba llevaba el peso de años de manipulación y control, pero ya estaba cansado de cargar con eso.
—¿Matarme? —dije finalmente, dejando que mi voz se mezclara con los disparos—. ¿Crees que no lo sé? He pasado años sobreviviendo para llegar aquí. Estoy cansado… de todos ustedes.
—Tú… tú tienes una historia distinta. —La voz sonó casi… dubitativa, algo extraño en alguien que siempre había sido implacable—. Si regresas… podemos darte un castigo. Uno que… te deje con vida. Solo regresa, Blackwind. No es tarde para enmendarlo.
Apunté de nuevo, disparando mientras corría entre los árboles. No iba a detenerme. No podía.
—Ya no hay vuelta atrás —gruñí—. No quiero tu castigo. No quiero volver.
Hubo un silencio breve, como si la voz estuviera evaluando mi resolución.
—Entonces… —susurró finalmente, con un tono que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda—. Entonces que así sea.
Y fue como si el cielo mismo se abriera. Desde arriba, la lluvia de muerte cayó sobre mí. Balas, explosiones, fuego y acero se precipitaron desde todos lados, iluminando la oscuridad con un rugido que no daba tregua.
No había lugar donde esconderme, no había vuelta atrás. Solo quedaba avanzar… o morir.
El ruido, la furia, la tormenta de muerte… y luego, el silencio.
****
Las olas chocaban contra las rocas, rompiéndose en espuma blanca que salpicaba mi rostro. El agua estaba fresca, pero el sol la hacía sentir cálida, y el viento levantaba mi cabello suelto, agitándolo contra mi nuca. Las gaviotas sobrevolaban el puerto, gritando mientras algunas se zambullían entre los barcos. La vida aquí seguía su curso, tranquila, ruidosa y sin complicaciones.
La gente caminaba por los muelles, algunas con bolsas de compras, otras simplemente disfrutando del aire salado y el sol. Sus risas, los gritos de los niños jugando y el olor a pescado fresco parecían pertenecer a un mundo completamente distinto al mío.
Y, sin embargo, mientras observaba todo eso, sentí una punzada en el abdomen. Un dolor sordo que recordaba aquel día. No podía poner en palabras exactamente lo que era… miedo, culpa, alivio, cansancio. Tal vez todo mezclado.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —me pregunté en voz baja, mientras mis dedos rozaban el borde de la baranda de madera—. Tan solo cuatro meses… tal vez menos, tal vez más.
Me sentí extraño. Extraño de estar lejos de ese lugar, de esa gente, de esas misiones. De la vida que conocía… y que había dejado atrás. Cada respiración llevaba consigo un peso que no desaparecía, un eco de lo que había hecho y de lo que había perdido.
Miré al horizonte, donde el sol comenzaba a inclinarse hacia el mar. Las sombras largas de los barcos se estiraban sobre el agua, y por un instante, deseé poder perderme en esa calma sin mirar atrás. Pero sabía que no podía.
Había pasado solo unos meses desde que había escapado… y ya sentía el tirón de mi pasado, como si las sombras me siguieran a cada paso.
—Es extraño… —murmuré, cerrando los ojos mientras el viento golpeaba mi rostro—. Estar vivo y, aun así, sentir que algo me falta.
No era solo el lugar, ni las misiones… era todo. Era la vida que había dejado atrás, y la que apenas estaba empezando.
Miré hacia atrás, hacia el horizonte grisáceo que se extendía más allá de las montañas y el mar. Noruega. Este era mi hogar… al menos por este tiempo.
Había llegado aquí después de lo que llamaban un "rescate" desde aquel lado de Siberia. Ni idea de cómo había pasado de allí hasta acá. Me encontraron medio muerto, casi irreconocible, y estuve en coma un mes entero. Desde entonces, prácticamente llevaba cinco meses aquí. Cuatro de ellos consciente, recuperándome de todo: el cuerpo roto, la mente cansada, los recuerdos fragmentados que llegaban como ecos vagos de otra vida.
Lo único que realmente sabía era mi nombre: Réen. Ese nombre, y unos escasos recuerdos que se filtraban entre el dolor y el agotamiento. Fue justamente esa mezcla de dolor, de cansancio, y del peso de lo que había vivido, lo que me llevó a desertar. No había más fuerza para seguir en aquel mundo de órdenes y misiones interminables.
No sabía de qué parte del mundo era originalmente. Mi memoria era un rompecabezas roto. La milicia que me encontró estaba intentando rastrear mis orígenes, preguntando, revisando registros, intentando descubrir de dónde había salido este chico que hablaba varios idiomas con fluidez, capaz de manejar armas, estrategia y supervivencia como si hubiera nacido para eso. Una habilidad que, según ellos, me venía de lugares a los que me enviaban en misiones… misiones que ahora no recordaba del todo.
Sin embargo, había un punto que me daba una extraña alegría: sabía varios idiomas. Cada misión, cada lugar, cada orden recibida, me había dejado un rastro de conocimientos que ahora podía usar para navegar este mundo que aún me resultaba extraño. Podía hablar, entender, comunicarme… y por primera vez en mucho tiempo, no lo hacía para matar.
Cerré los ojos, respirando el aire frío y salado del mar. Este lugar, este tiempo… me daba una oportunidad de ser solo Réen, aunque fuera por un instante.
Sentí una voz detrás de mí que cortó la tranquilidad del mar.
—Chico.
Me volteé y lo vi: el soldado con el que había estado hablando estos últimos meses, el único que parecía comprender un poco mi situación sin juzgarme demasiado. Su expresión era seria, pero no había dureza en sus ojos, solo preocupación contenida.
—¿Cómo fue que me trajeron hasta aquí? —le pregunté mientras el viento seguía moviendo mi cabello, mezclándose con el olor del mar.
El soldado frunció el ceño, como si estuviera recordando algo que ya debería haberme contado.
—Estábamos en una misión —dijo finalmente— hasta que te encontraron flotando en un río. Creí que ya te lo habían dicho.
Asentí, encogiéndome de hombros.
—Es posible —dije, mirando hacia el agua—. Pero da igual.
Hice una pausa y luego le pregunté:
—¿Ya encontraron algo sobre mí?
El soldado negó con la cabeza, suspirando.
—Aún no. Es difícil saber si el nombre Réen siquiera existe.
Lo miré con un dejo de frustración.
—Han pasado cuatro meses —dije— y aún no encuentran nada.
—Ten paciencia —me respondió con calma—. Están buscando en este lado del mundo, no más allá. Aunque chino, asiático ni ruso eres, así que están descartando esas regiones.
Me quedé en silencio unos instantes, sintiendo cómo la información me dejaba igual que antes: atrapado entre el pasado que no recordaba y un futuro que aún no entendía del todo.
—Gracias —dije finalmente, sin añadir nada más. Solo el sonido del mar y las gaviotas alrededor nos acompañaba mientras retomábamos la caminata.
El soldado me pasó un chocolate, rompiéndolo en dos y ofreciéndome un pedazo.
—¿Qué harás cuando finalmente descubran de dónde eres? —preguntó mientras masticaba un trozo él mismo—. ¿Si hay alguien esperándote?
Tomé el chocolate, mordiéndolo lentamente.
—No lo sé —dije—. No tuve una vida pacífica que digamos. Apenas me estoy acostumbrando a la gente… a la paz.
El soldado arqueó una ceja, divertido.
—¿Todavía te cuesta dormir?
Asentí con la mirada baja.
—Sí… sin un arma en la mano o un cuchillo metido en el trasero, no puedo dormir bien. Además, mis heridas aún no se han recuperado del todo.
—Vaya… —dijo, pasando la mano por su cabello—. ¿Y cómo va con tu tratamiento psicológico?
Reí entre dientes, aunque con un dejo de ironía.
—Bastante mal, según la psicóloga. Te apuesto a que la pobre pedirá su propio psicólogo después de lidiar conmigo.
El soldado soltó una carcajada, y yo no pude evitar reír también. El viento y el olor del mar nos envolvían mientras la risa se apagaba poco a poco.
—Oye —dijo después, más serio—, ¿qué edad tienes, en realidad?
—La real… unos 19, tal vez. —Encogí los hombros.
—¿Y cuántos años tenías cuando empezaste esa vida? —preguntó, con curiosidad genuina.
Fruncí el ceño, tratando de recordar algo concreto.
—Difícilmente lo recuerdo… unos ocho o nueve, creo. Es difícil saberlo. Un día simplemente ya estaba en medio de un campo de entrenamiento, con un rifle en las manos y todo lo demás desaparecido.
El soldado me miró por un instante, sin palabras, como intentando procesar la idea de que alguien tan joven pudiera haber pasado por todo eso.
—Vaya… —susurró finalmente—. Debe haber sido… brutal.
Asentí, mirando hacia el horizonte.
—Sí… lo fue. Pero supongo que ahora estoy aprendiendo a vivir de otra manera.
El silencio se instaló por unos segundos, cómodo, acompañado por el sonido de las olas y las gaviotas.
—Bueno —dijo el soldado finalmente—. Al menos ahora puedes comer chocolate sin preocuparte por que alguien te dispare. Eso ya es un avance, ¿no?
Reí suavemente y mordí otro pedazo de chocolate, pensando que, por primera vez en mucho tiempo, tal vez podía permitirme sentir un poco de normalidad.
—Sabes —dijo el soldado, mordiendo otro pedazo de chocolate—, en un mes mi servicio termina. Después, en un tiempo regresaré al servicio… o quién sabe. Me gusta la artesanía, así que podría hacer algo de provecho en vez de estar sentado en el sofá sin hacer nada.
Asentí lentamente, entendiendo lo que decía.
—Puedo entender ese sentimiento —dije—. Ahora que estoy lejos de eso… no sé qué hacer. Tanto tiempo libre que hasta podría pedir que me enlisten en el ejército, mientras averiguan de dónde diablos soy. Así podría decir que estoy "entrenando", para no perder la práctica.
El soldado se rió suavemente, pero luego se puso serio, mirándome a los ojos.
—Date tiempo, Réen. Se supone que quieres estar lejos de eso, ¿no? Entonces mantente lejos.
Suspiré, dejando que las palabras calaran. Por primera vez en mucho tiempo, alguien me decía que estaba bien no hacer nada, que podía simplemente existir sin planes ni misiones.
—Sí… supongo que tienes razón —dije, dejando que el viento me moviera el cabello otra vez—. Solo… tomarme un tiempo para adaptarme, para acostumbrarme a la gente, a la paz… a todo esto.
El soldado asintió, y por un instante, el mar, las gaviotas y la brisa se sintieron más fuertes que cualquier recuerdo del pasado.
—Eso es todo lo que necesitas ahora —dijo con una sonrisa leve—. Nada más.
—Y lo más importante —dijo el soldado mientras me miraba con seriedad—. ¿Tienes estudios? ¿Sabes leer, escribir… todas esas cosas?
Me volteé hacia él, arqueando una ceja con un toque de ironía.
—Sí —respondí—. Lo suficiente para no ser un estúpido a mi edad. Tengo el conocimiento necesario para no tener que pasar por primaria hasta el nivel que debería tener ahora.
El soldado asintió, claramente satisfecho, aunque con una sonrisa que traía algo de diversión.
—Eso es bueno. Porque los de la base están dispuestos a ayudarte. Pueden enseñarte cosas, conseguirte un tutor… incluso darte clases formales y certificados, listos para imprimir con tu nombre una vez sepan cómo te llamas.
Lo miré un momento, procesando lo que decía.
—¿Certificados? —pregunté, medio incrédulo, medio divertido—. Supongo que no estaría mal tener algo que diga quién soy, aunque aún no sepa de dónde vengo.
—Exactamente —dijo él—. No solo es aprender, Réen. Es darte una base para que no dependas solo de tus habilidades de supervivencia. Para que tengas algo sólido sobre lo que construir tu vida.
Asentí lentamente, tomando otra bocanada de aire del mar. Era extraño pensar en educación formal después de tantos años de entrenamientos, misiones y violencia. Pero, por primera vez, sentí que alguien realmente se preocupaba por mí, más allá de sobrevivir o entrenar.
—Supongo que… no está mal —dije—. Podría intentarlo. Tal vez sea hora de aprender algunas cosas normales… aunque no sé si sé cómo ser "normal" aún.
El soldado sonrió con suavidad.
—Paso a paso, chico. Paso a paso. Lo importante es que estás aquí y estás vivo. Lo demás se irá acomodando.