RÉEN.
Disparos. Movimiento. Todo sucedía demasiado rápido. Rodaba por el suelo entre hojas, ramas y piedras, sintiendo el impacto de una bala en la pierna, el ardor quemando mientras el dolor me empujaba a seguir. Un disparo hacia un soldado; no esperaba que cayera tan rápido. Otro me dio en el arma, inutilizándola, y sentí un peso frío recorrer mis manos.
Del cielo, llovieron misiles. La explosión me levantó del suelo, rodando de nuevo entre tierra y escombros, el aire arrancándome la respiración. Me tambaleé, caí de nuevo, pero me obligué a levantarme. Cada paso era una batalla, cada respiración un desafío.
Entre los árboles y la oscuridad, aparecieron un par de soldados con armas. "Blackwind… ríndete y de—" El hombre ni terminó de hablar cuando el cuchillo cortó su cuello. La sangre caliente en mis dedos. Tome su arma y le disparé a su compañero, que cayó con un disparo certero, un golpe seco contra el suelo. Rápido, agarré sus armas y cargadores. Estaba cerca… unos kilómetros más. Solo unos kilómetros.
Otra explosión me empujó hacia adelante. Sentí que me golpeaba contra el suelo, contra algo duro, y todo se volvió negro un instante.
Desperté de golpe. La cama crujió bajo mi peso, el sudor pegado a la piel, el corazón latiendo como si quisiera salir del pecho. No podía respirar bien. Escuchaba mis latidos, ensordecedores, golpeando en mis oídos. Todo era demasiado real, demasiado intenso para ser un sueño.
Me incorporé lentamente, temblando. Mis manos buscaban algo, cualquier ancla a la realidad. Tenía que recordar que estaba aquí, que esto ya no era la guerra, que esos cuerpos, esas explosiones, no eran reales… pero mi cuerpo no quería entenderlo.
El sudor corría por mi frente y espalda, empapando la camiseta. Cada inhalación era un recordatorio del peligro que mi mente aún cargaba. Necesitaba calmarme. Respirar.
La puerta sonó. Un golpe seco, seguido de la voz de Guillermo desde el otro lado:
—¡El desayuno está listo!
Suspiré hondo, dejando que el aire volviera a mis pulmones con algo de normalidad. Mi corazón seguía latiendo rápido, pero ya no con esa urgencia desesperada del sueño.
—Voy en seguida —dije, intentando que mi voz sonara tranquila, aunque aún sentía el temblor en las piernas.
Me incorporé con cuidado, obligándome a dejar atrás los ecos de disparos y explosiones que todavía retumbaban en mi cabeza.
Abrí la puerta, y allí estaba Guillermo, con esa sonrisa tranquila, el aroma del café y del pan recién tostado llenando el pasillo. No hizo comentario sobre que había tardado, simplemente me hizo un gesto con la cabeza, señalando la cocina.
Caminé detrás de él, todavía ajustando la camisa que me había puesto. El temblor en mis manos disminuía con cada paso. La vida cotidiana, simple, parecía casi irreconocible después de lo que mi mente había recreado durante la noche.
—Respira —dijo Guillermo, casi como si pudiera leer mis pensamientos—. Todo está bien. Aquí no hay explosiones, no hay soldados. Solo nosotros y un desayuno.
Asentí, dejando que sus palabras me anclaran un poco más a la realidad.
Guillermo sirvió el café y se sentó frente a mí, la calma en su expresión contrastaba con el torbellino en mi cabeza.
—Tu familia nos dijo ayer que hoy iban a llegar unas personas a verte —dijo, mientras colocaba la taza sobre la mesa.
Asentí, recordándolo vagamente. No mucho más.
—Sí… lo recuerdo. —Mi voz sonó más firme de lo que me sentía.
—¿Crees que estarás bien? —preguntó Guillermo, mirándome con cierta preocupación, como si pudiera anticipar cualquier desastre.
Negué con la cabeza.
—No lo sé. —Suspiré, mirando mi taza de café—. No voy a dar excusas… no los conozco y no los recuerdo. No puedo hacer nada que les dé falsas esperanzas.
Él frunció el ceño, pero no replicó. Solo esperó a que continuara.
—Eso no significa que los vaya a dejar de lado. —Le aclaré, levantando la mirada hacia él—. Vine por ellos, por eso estoy aquí. No voy a ignorarlos, solo… necesito hacerlo a mi manera.
Guillermo asintió lentamente, comprendiendo sin necesidad de más palabras.
—Está bien —dijo al fin—. Solo recuerda respirar. Nada más tiene que ser perfecto.
Tomé un sorbo de café, tratando de calmar el temblor en mis manos, y miré a Guillermo.
—¿A qué hora iremos? —pregunté, aún con el sabor amargo del despertar en la boca.
Él se encogió de hombros, con esa calma que siempre me desconcertaba.
—A la hora que tú quieras —dijo—. Además, son apenas las seis de la mañana. No creo que tu familia esté despierta a esta hora.
Asentí lentamente, dejando que sus palabras me dieran un respiro.
—Entonces… —empecé, mirando hacia la ventana y la luz tenue del amanecer—. Mejor me meto a dar una ducha. Relajarme un poco antes de enfrentar… lo que sea que venga más tarde.
Guillermo asintió, con una leve sonrisa que mezclaba complicidad y paciencia.
—Eso suena bien. Tómate tu tiempo. Más tarde iremos a verlos, pero solo cuando estés listo.
Suspiré hondo, dejando que ese momento de calma fuera mío por un instante. La ducha prometía ser un pequeño refugio antes de enfrentar a personas que, aunque familiares, seguían siendo desconocidos para mí.
***
Ya era mediodía cuando subimos al taxi. La ciudad de Denver se extendía a nuestro alrededor, blanca por la nieve reciente, pero con el tráfico propio de un día entre semana. Me senté junto a la ventana, mirando cómo los edificios y coches pasaban a toda velocidad.
Guillermo iba a mi lado, tranquilo, revisando el teléfono de vez en cuando, pero siempre pendiente de mí con una mirada que decía más de lo que él hablaba. No me hizo falta decir nada; su presencia era suficiente para mantenerme algo anclado a la realidad, evitando que mis pensamientos se perdieran en recuerdos que no debía revivir.
—¿Estás bien? —me preguntó después de un rato, rompiendo el silencio.
Asentí sin mirarlo.
—Más o menos. Todavía… —Suspiré, pasando la mano por la ventana empañada—. Todavía extraño no tener control sobre esto, sobre todo después de la noche pasada.
—Lo sé —dijo, con esa calma que siempre parecía capaz de rodearme como un escudo—. Pero recuerda que aquí no hay explosiones, ni soldados persiguiéndote. Solo es un taxi y tu familia esperándote.
Volví a mirar por la ventana, y no pude evitar sentir un nudo en la garganta. Mi familia, la que creía que conocía y ahora apenas reconocía, me esperaba al otro lado de esa puerta. Trece años de distancia, trece años de desconocimiento y silencio, y ahora… ese momento estaba aquí.
—Gracias —dije en voz baja—. Por acompañarme.
Él me sonrió, asintiendo levemente.
—No hay de qué. Estaré allí hasta que tú decidas que puedes enfrentar esto solo.
Mientras el taxi avanzaba por las calles nevadas de Denver, Guillermo rompió el silencio con una pregunta que sabía que vendría tarde o temprano:
—¿Les vas a decir a tu familia que estuviste en el ejército?
Lo miré de reojo, suspirando antes de responder.
—Será… una cuartada —dije con voz baja—. Si me preguntan qué hice durante todo este año que "me encontraron en el pueblo", puedo decirles que estuve entrenando. Que sufrí algunas fracturas, que eran heridas de entrenamiento y ya están sanando.
Guillermo arqueó una ceja, pero no dijo nada de inmediato. Parecía ponderar mis palabras.
—No está mal —comentó finalmente—. Al menos es algo que pueden entender y no levantar sospechas. Nadie sospechará que estuviste… en otra vida.
Asentí, pasando la mano por la ventana, viendo cómo la nieve brillaba con la luz del mediodía.
—No puedo contarles la verdad —continué—. No saben quién soy realmente, y tampoco lo recuerdan. No quiero que me vean de otra forma, ni que se preocupen, ni que tengan miedo de mí. No todavía.
—Entonces esto es lo que haremos —dijo Guillermo con firmeza, aunque sin presión—. Les das lo que pueden manejar. Lo demás… lo guardas para ti hasta que decidas que pueden soportarlo.
Suspiré de nuevo, mirando cómo la casa de mis padres se acercaba lentamente. Cada paso, cada metro, me recordaba que estaba cruzando un puente entre dos vidas que no se tocaban: la que tenía y la que había perdido.
—Está bien —dije finalmente—. Mantendré la historia simple. Lo demás… será para otro momento, si alguna vez llega.
Guillermo asintió y volvió a mirar hacia la carretera. Su silencio me tranquilizó de alguna manera; no tenía que fingir para él, y eso hacía que el miedo se sintiera un poco más ligero.
El taxi se detuvo frente a la casa, y Guillermo me indicó que era nuestro destino. Desde donde estábamos podía ver tres autos frente a la puerta. Uno era el mismo que Alan había usado para recogernos del aeropuerto ayer; los otros dos eran desconocidos.
Pagamos al taxista y bajamos, dejando que el frío de Denver nos golpeara un instante antes de acercarnos a la puerta. Ayer todo me había parecido extraño y casi ajeno, pero hoy, de alguna manera, la casa ya no se veía tan distante, aunque el nudo en mi estómago seguía ahí.
—Hay que ir entonces —dijo Guillermo, como quien empuja sin prisa pero sin dudar.
Empezamos a caminar hacia la puerta, y justo cuando estábamos a mitad del camino, esta se abrió. Alan apareció, sonriendo y saludándonos.
—¿Durmieron bien? —nos preguntó.
—Sí —respondimos ambos, aunque con un dejo de tensión.
—¿Y tú)? —Pregunte.
—Más o menos —dijo Alan, rascándose la nuca—. Tener una niña de un año es bastante batalloso.
Me obligué a sonreír un poco, intentando que no se notara el nudo en mi garganta. Alan nos hizo pasar y cerró la puerta tras nosotros.
—Denme los sacos —pidió, y sin esperar respuesta, los colgó en un perchero cercano.
Caminamos hacia la sala, y Alan me lanzó una mirada rápida antes de hablar de nuevo:
—Ah, en la sala están los abuelos. Los paternos están divorciados desde hace tiempo, pero vinieron con sus parejas actuales. No se sientan incómodos, todos se llevan bien. Los maternos siguen juntos, y mi abuelo Matías es veterano, así que si lo ves un poco rudo, no es raro. —Se detuvo un momento y añadió—. Y sí, sé que Guillermo es soldado en Noruega, puede que lo notes un poco… distinto.
Asentí, tratando de procesar toda la información.
Guillermo simplemente me observó, sin presionarme, solo asegurándose de que estaba listo para dar el siguiente paso.
Caminábamos hacia la sala, cada paso parecía más pesado de lo que esperaba. Mis ojos recorrían el lugar, tratando de memorizarlo, de reconocer cada detalle sin parecer que estaba demasiado nervioso.
Mis padres estaban sentados juntos, mirándome con sonrisas cálidas pero llenas de esa mezcla extraña de emoción y cautela. Cristina y Gabriela estaban en el suelo jugando con Beily, la hija de Alan, riendo y empujando pequeños juguetes, ajenas a la tensión que yo sentía. Violet estaba en otro sillón, observando, sonriendo levemente.
Luego desvié la mirada hacia los adultos mayores. Del lado izquierdo, detrás de papá, estaban los que debía ser mis abuelos paternos. Del derecho, detrás de mamá, los maternos. Cuatro personas que, en teoría, tenían que ser parte de mi historia, aunque yo no los recordaba.
Cuando me vieron, se levantaron al mismo tiempo. Sus expresiones cambiaron de sorpresa a alegría contenida, y podía notar cómo algunos luchaban por no emocionarse demasiado. Era un gesto que me hizo sentir un peso en el pecho, uno que no sabía si podía manejar.
No podía recordar sus rostros, no los conocía, y sin embargo, había algo en la forma en que se movían y me miraban que me decía que habían esperado este momento durante años. Me quedé quieto un instante, respirando hondo, sin saber cómo reaccionar.
—Buenas tardes —dije con voz un poco temblorosa, tratando de mantener la compostura mientras miraba a los cuatro adultos mayores frente a mí.
Las abuelas fueron las primeras en acercarse. Sus ojos estaban rojos, brillantes, y podía sentir la emoción a flor de piel.
—Mi niño… —dijo una de ellas con voz quebrada—. ¡Es de verdad tú!
Antes de que pudiera reaccionar, ambas se acercaron al mismo tiempo, tomándome suavemente del rostro. El contacto era intenso, cálido, lleno de años de espera y añoranza.
Un impulso me hizo dar un paso atrás, instintivo, casi huyendo del afecto que no sabía cómo procesar.
—¡Réen! —exclamó la otra abuela, sorprendida—. No te asustes, solo queremos abrazarte…
Sentí la mano firme de Guillermo en mi espalda, un peso tranquilizador que me impedía retroceder más. Su mirada decía: "No huyas. Ellos solo quieren verte, no hacerte daño".
Respiré hondo, intentando calmar el nudo en mi garganta.
—Lo… lo siento —logré decir—. No estoy acostumbrado… a esto.
Las abuelas intercambiaron una mirada rápida, suavizando sus expresiones.
—Lo entendemos, cariño —dijo una de ellas, todavía con lágrimas en los ojos—. Solo queríamos sentirte cerca…
—Sí —añadió la otra—. Sabemos que ha pasado mucho tiempo, que todo esto debe ser abrumador. No queremos asustarte.
Suspiré, dejando que la presión de Guillermo me anclara. Apenas podía comprender la intensidad de sus emociones, pero el simple hecho de que me permitieran detenerme y respirar antes de reaccionar hizo que la tensión dentro de mí disminuyera un poco.
—Está bien —murmuré—. Solo… necesito un momento.
Una de las abuelas habló primero, con voz temblorosa pero firme:
—Soy tu abuela Agnes, la madre de tu madre —dijo, señalándose a sí misma, mientras su mirada se suavizaba al mirarme.
—Y yo soy Matías —dijo el hombre detrás de ella, mi abuelo, sonriendo débilmente mientras levantaba la mano en señal de saludo.
Luego la otra anciana tomó la palabra:
—Soy Sara, la mamá de tu papá —dijo, y su voz tenía ese tono cálido que transmitía años de cuidado.
—Y yo soy Francisco —añadió el hombre detrás de ella, mi abuelo paterno, su exesposo según Alan me había explicado hace unos minutos.
Asentí con la cabeza, intentando procesar cada nombre y rostro.
—Ya saben quién soy entonces —dije, con un hilo de sonrisa—. No hay mucho que presentar.
Ambas abuelas intercambiaron una mirada, y después de un instante, me preguntaron suavemente:
—¿Podemos abrazarte, cariño?
Miré a Guillermo de reojo. Él solo me guiñó un ojo, una señal silenciosa de apoyo, y luego asentí levemente.
Sentí cómo los brazos de mis abuelas me rodeaban lentamente, primero con cuidado, luego con más firmeza, transmitiendo todo el cariño que habían guardado durante estos trece años.
Después, mis abuelos se acercaron también, poniendo sus manos sobre mis hombros y espalda, sumándose al abrazo. Era un abrazo que no solo me sostenía físicamente, sino que parecía querer llenar todos los vacíos que había acumulado en tanto tiempo de ausencia.
Respiré hondo, dejando que la sensación me envolviera, consciente de que cada segundo de contacto era un puente entre mi pasado desconocido y este presente que apenas empezaba a comprender.
Nos separamos lentamente del abrazo, y sentí cómo el aire volvía a ser mío por un instante, aunque el corazón aún latía con fuerza.
Mi abuelo Matías se inclinó un poco hacia mí, colocando su mano sobre mi rostro con cuidado, como si temiera que un movimiento brusco me asustara de nuevo.
—Vaya… estás enorme —dijo con un hilo de sorpresa en su voz, sus dedos apenas tocando mi mejilla—. No puedo creer cuánto has crecido…
Mi abuela Sara, acercándose con una sonrisa preocupada, colocó su mano sobre mi hombro y observó mi figura.
—Y también estás demasiado flaco —dijo, con el ceño ligeramente fruncido—. No me gusta verte tan delgado, cariño.
La abuela Agnes se inclinó un poco para mirarme mejor, sus ojos llenos de curiosidad y cariño a la vez.
—Y tu cabello… —dijo, pasando los dedos por el mechón que caía sobre mi hombro—. Demasiado largo, Réen. No esperaba verte así, todo desordenado.
Mi abuelo Francisco, con voz grave pero suave, se acercó un poco más, sus manos apoyadas en mi espalda.
—Te ves cansado —dijo con una seriedad que me hizo sentir la preocupación en cada palabra—. Tu mirada lo dice todo, muchacho. Has pasado por mucho, ¿verdad?
Asentí levemente, sin saber exactamente qué responder. No quería preocuparlos más de lo que ya lo estaban, pero tampoco podía mentirles.
—Sí… —dije finalmente, con voz baja—. Han sido años complicados… pero estoy bien. No se preocupen demasiado.
Mi abuelo Matías sonrió ligeramente, aunque sus ojos seguían llenos de esa mezcla de alivio y cuidado.
—Está bien, lo sé —dijo—. Solo… queremos asegurarnos de que estés bien, que estés seguro aquí con nosotros.
—Sí —añadió Sara—. No necesitamos todos los detalles, solo que sepas que nos importa, que nos importas.
—Y nosotros siempre estaremos aquí para ti —dijo Agnes, acariciando suavemente mi mejilla—. No importa lo que hayas pasado, Réen.
—No te preocupes demasiado por eso —dije, intentando devolverles un poco de calma—. Estoy acostumbrado a… sobrevivir, digamos.
Mi abuelo Francisco y mi abuela Sara intercambiaron una mirada antes de hablar, y pude notar un destello de entusiasmo en sus ojos que contrastaba con la seriedad que habían mostrado hasta ahora.
—Hay alguien a quien queremos que conozcas —dijo Francisco, con voz un poco más ligera—. Alan ya te habrá contado que estamos divorciados, pero estamos en excelentes términos. Solo queremos presentarte a nuestras parejas.
Señaló el sofá donde había estado antes, y pude ver cómo otra pareja de adultos se levantaba lentamente, acercándose hacia mí.
—Hola —dijo la mujer con voz amable, estirando la mano hacia mí—. Soy la esposa de tu abuelo Francisco, Elizabeth. Es un gusto por fin conocerte después de escuchar mucho sobre ti. Hemos estado esperando este momento desde que supimos que te habían encontrado.
El otro hombre, con una sonrisa cálida, se inclinó ligeramente y dijo:
—Y yo soy el esposo de tu abuela Sara, Mario.
También ha sido un placer escuchar de ti y hemos esperado este día con muchas ganas.
Asentí, sintiendo una mezcla extraña de incomodidad y curiosidad. Las palabras eran amables, pero todavía me costaba acostumbrarme a tantos rostros nuevos que, según ellos, tenían algún vínculo conmigo.
—Gracias —dije finalmente—. Es un gusto conocerlos… también.
Pude notar cómo mis abuelos maternos y paternos intercambiaban sonrisas de alivio, como si hubieran estado conteniendo la emoción durante demasiado tiempo. Mis ojos recorrieron a la pareja, tratando de memorizar nombres y rostros, y aunque no los conocía, había algo reconfortante en la calidez de sus expresiones.
—Esperamos que te sientas cómodo aquí —añadió Elizabeth—. No queremos abrumarte, solo que sepas que estamos felices de que estés con nosotros.
—Sí —dijo Mario—. Todo esto es nuevo, lo sabemos, pero queremos que lo disfrutes a tu manera.
Suspiré, dejando que la calma se filtrara un poco en mi pecho. Por primera vez, después de tanto tiempo, sentí que podía bajar la guardia, aunque fuera un instante.
Tomé un respiro y giré un poco para mirar a Guillermo, que estaba de pie a mi lado, firme y tranquilo como siempre.
—Quiero presentarles a alguien —dije, señalándolo con la mano—. Este es Guillermo, mi amigo cercano.
Mis abuelos y las parejas de mis abuelos lo miraron con curiosidad.
Me giré hacia Guillermo y le indiqué con un leve gesto que se presentara. Él asintió y enderezó la espalda, adoptando la postura firme y precisa que lo caracterizaba.
—Saludos —dijo con voz clara y autoritaria, levantando la mano en un saludo militar—. Soy el Sargento de Fuerzas Especiales de Noruega, Guillermo Hagen. He estado acompañando y cuidando a Réen desde que fue encontrado en aquel pueblo. Ha sido un honor asegurarme de que llegara sano y salvo hasta ustedes.
Mi abuelo Matías, que es un veterano y estaba retirado, se levantó un poco de su asiento, haciendo un saludo militar en respuesta, con una sonrisa orgullosa en el rostro.
—Soy Matías Miller, Capitán retirado de la Marina —dijo, su voz grave pero cálida—. Encantado de conocerlo, Sargento Hagen. Parece que mi nieto ha tenido un excelente protector a su lado.
—Gracias, señor —respondió Guillermo, bajando lentamente la mano pero manteniendo la postura firme—. Solo he cumplido con mi deber.
Mis abuelos y las parejas de mis abuelos lo miraban con respeto, claramente impresionados por la formalidad y la disciplina que emanaba, y pude sentir un pequeño alivio recorriéndome la espalda. Tener a Guillermo a mi lado en este momento hacía que todo fuera un poco más soportable.
—Bueno —dije, intentando romper un poco la formalidad del momento—, parece que ya nos conocemos todos… al menos en teoría. Ahora solo falta que yo aprenda los nombres de todos sin equivocarme.
Todos rieron suavemente, y por primera vez desde que llegamos, sentí que podía relajarme un poco, aunque solo fuera por un instante, mientras Guillermo se mantenía a mi lado, firme y vigilante, como siempre.