Ficool

Chapter 3 - Capítulo 2

GABRIELA.

Desde que tengo memoria, mis padres y mi hermano Alan siempre hablaban de un niño que había desaparecido un día. Ese niño resultó ser mi hermano. Nunca supieron si se había perdido, si lo habían secuestrado o si había muerto en algún lugar del que jamás encontraron el cuerpo.

A mí me dijeron que había muerto. Crecí con esa idea. Y cada vez que mamá o papá me lo contaban, podía ver en sus caras algo que no sabía cómo explicar: era dolor, sí, pero no era solo dolor. Había algo más… como una pequeña chispa, una esperanza terca que no se apagaba. Una esperanza que decía que quizá, en algún lugar, él seguía vivo y algún día regresaría.

Pero ese "algún día" siempre se alargaba.

Primero fue un día, luego una semana, luego un mes, un año… y así hasta que ya habían pasado trece.

Yo debía tener como dos años cuando desapareció. La verdad es que no lo recuerdo. Ni su voz, ni su rostro, ni nada. Y lo peor es que tampoco sabía cómo extrañar a alguien que nunca conocí más allá de las anécdotas que me contaban. Era como si me pidieran amar a un fantasma.

Pero todo cambió hace tres meses.

Aquel día, mi hermana pequeña y yo regresamos de la escuela. Fue extraño: la casa estaba en silencio, excepto por un llanto que venía de la sala. Cuando entramos, lo primero que vi fue a mamá, con el celular en la mano, llorando como si algo se le hubiera roto por dentro. Pero su llanto no era solo de dolor.

Se abalanzó sobre papá, lo abrazó con desesperación, casi gritando mientras repetía entre lágrimas:

—¡Está vivo! ¡Réen está vivo!

Yo me quedé congelada. Mis manos todavía apretaban las correas de mi mochila. Miré a mi hermana y ella me devolvió la mirada igual de confundida.

No entendía nada. No podía entenderlo.

Mamá seguía repitiendo esas palabras, llorando sin poder detenerse, mientras papá intentaba sostenerla con los ojos húmedos, aunque su mandíbula temblaba.

"Réen está vivo. Está en Noruega."

Noruega. Como si eso explicara todo. Como si con esa palabra mágica pudiera desaparecer el peso de trece años de silencio y dolor.

Yo no sabía cómo reaccionar.

No sabía si debía alegrarme, o llorar, o… en realidad, ni siquiera sabía qué significaba que "mi hermano" estuviera vivo. Porque, ¿qué era él para mí, en realidad?

Un desconocido del que me hablaron toda mi vida.

Un extraño al que se suponía que debía querer.

Han sido tres meses largos desde aquella noticia. Tres meses en los que mi vida dio un giro que nunca pensé posible.

Nos dijeron que lo habían encontrado en algún lugar de Rusia, en un orfanato. Que al parecer había crecido ahí, que incluso había trabajado en ese lugar durante un tiempo. La historia era confusa… pero había un detalle que se repetía siempre: que después de escapar de la gente que lo había tenido cautivo, había recibido un trauma tan fuerte que perdió la memoria.

Lo único que recordaba era su nombre.

Solo eso: Réen.

Y fue gracias a ese nombre que, después de más de un año de búsquedas y cruces de datos, por fin dieron con nosotros.

Cuando recibimos la llamada, sentí que el mundo de mis padres se partía en dos: de un lado, la desesperación de los trece años que lo habían creído muerto, y del otro, la esperanza hecha realidad. Desde entonces, no hubo un solo día tranquilo en casa.

Hubo reuniones con familiares que querían saber cada detalle.

Charlas interminables sobre cómo prepararnos para cuando él regresara.

Discursos llenos de ilusión, pero también discusiones, porque no todos estaban de acuerdo en cómo manejarlo.

Y ahora… ahora estaba frente a mí.

Ahí, en la sala de nuestra casa.

Mis padres lo abrazaban como si fueran a quebrarse si lo soltaban. Alan, mi hermano mayor, también tenía lágrimas en los ojos, incapaz de ocultar lo que sentía.

Y aquel hombre que hablaba en noruego con él, que lo había acompañado hasta aquí, estaba un poco apartado, observando la escena con una sonrisa tranquila, como si supiera algo que los demás no entendíamos.

Yo, en cambio, solo podía mirar el rostro de Réen.

No era lo que me había imaginado durante estos meses. No tenía la expresión de alguien que volvía a casa, ni la alegría de un hijo reencontrado. Sus ojos reflejaban desconcierto, desconfianza, confusión… y muchas cosas más que no podía descifrar.

Y me pregunté, por primera vez de verdad, si él estaba feliz de volver.

O si, en el fondo, seguía sintiéndose como un extraño entre nosotros.

Sentí que alguien me jalaba suavemente de la manga de la chaqueta. Era Cristina, mi hermana menor, escondida detrás de mí como siempre que no sabía qué hacer.

—¿Qué… qué hacemos? —me susurró con esa vocecita insegura que solo yo alcanzaba a oír.

Me giré un poco para verla, y ella tenía los ojos grandes, llenos de miedo y nervios. Quise darle una respuesta, pero la verdad era que no tenía ni idea.

—No sé —le contesté en voz baja, intentando sonreírle para darle algo de seguridad.

No tuve tiempo de pensar más. Mamá, todavía con las mejillas húmedas de lágrimas, nos miró a las dos y dijo con la voz temblorosa:

—Chicas… vengan. Vengan a saludar a su hermano mayor.

Mi corazón dio un vuelco.

"Su hermano mayor".

Las palabras resonaron en mi cabeza como si no acabara de entenderlas.

Miré a Cristina, y ella me devolvió la mirada con un gesto que decía claramente no quiero. Yo tampoco quería. No estaba preparada. No sabía cómo acercarme a un hermano que no conocía, a alguien que había vivido tanto dolor, a alguien que ni siquiera parecía feliz de estar aquí.

Pero mamá nos llamaba, y en su voz había algo imposible de ignorar: una mezcla de súplica y esperanza.

Tragué saliva, respiré hondo, y di un paso adelante. Sentí que Cristina me seguía, muy pegada a mi espalda, casi escondiéndose.

Y entonces, por primera vez, lo tuve frente a frente.

A Réen.

El hermano que nunca conocí.

Mamá y papá se hicieron a un lado, dejando espacio, como si supieran que cualquier cosa que sucediera entre nosotros debía ocurrir sin intervención.

Réen dio un paso adelante y, con una voz calmada pero seria, extendió la mano enguantada hacia nosotras:

—Es un gusto… conocerlas —dijo, y respiró hondo—. No espero que confíen en mí de inmediato, pero espero poder conocerlas poco a poco.

Sus ojos se movieron con rapidez, evaluando nuestras reacciones, y añadió:

—No planeo quedarme aquí de todas formas. Solo quería… estar presente, por si tenían alguna preocupación.

Mamá frunció el ceño, con lágrimas todavía brillando en sus ojos:

—¿Cómo que no te vas a quedar? —preguntó, con esa mezcla de incredulidad y alarma en la voz.

Réen la miró sin titubear:

—No tenía planeado simplemente venir a invadir un espacio que, en realidad, les pertenece. Así que viviré en otro lugar… dentro de la ciudad.

—Pero Réen… —intervino mamá, con una voz más suave, casi suplicante—. Ya habíamos preparado tu habitación.

—Gracias —dijo él, haciendo un gesto con la mano—, pero no. No está en mis planes quedarme de manera permanente.

Todos voltearon a verlo, incluso Alan y el hombre que lo había traído, con una expresión de sorpresa mezclada con incredulidad.

—¿Cómo que no? —preguntó el hombre, frunciendo el ceño.

Réen suspiró y se acomodó, cruzando ligeramente los brazos:

—No estamos acostumbrados el uno al otro —dijo—. Ni ustedes a mí, ni yo a ustedes. No vine a invadir su espacio ni a exigir nada.

Se inclinó un poco hacia adelante, hablando con más firmeza:

—Vine porque les debía a ustedes, a mis padres, la verdad de que sigo vivo. Pero tampoco es como si fuera su hijo que creció con ustedes. Eso sería… peor que fingir.

Su mirada se suavizó un poco, aunque seguía siendo distante:

—Si fingiera ser su hijo, si intentara encajar de inmediato, sería injusto para ustedes y para mí. Necesito tiempo para comprender lo que pasó, para comprender quiénes son ustedes realmente y para que ustedes comprendan quién soy yo.

Mamá tragó saliva, intentando no llorar de nuevo, mientras papá fruncía el ceño pero no interrumpía. Alan nos miraba a todos con cierta tensión en los hombros, como si intentara procesar lo que acababa de escuchar.

—Entonces… —dijo mamá finalmente, con voz temblorosa—. ¿No quieres quedarte con nosotros, al menos por unos días?

Réen negó con la cabeza:

—No. No puedo quedarme a vivir como si nada. Estoy… acostumbrado a mi vida anterior, a mis reglas, a mis espacios. Esto… esto no es mi casa. No quiero fingir que lo es.

El hombre que lo acompañaba se inclinó ligeramente hacia él y preguntó:

—¿Y qué vas a hacer entonces?

—Viviré en otro lugar —repitió Réen—. Pero no se preocupen, no voy a desaparecer. No vine a exigirles nada ni a invadirlos. Solo vine a decir la verdad… y dejar que ustedes sepan que sigo vivo.

Se hizo un silencio largo en la sala. Nadie sabía qué decir. Los ojos de mamá brillaban, llenos de emoción, dolor y confusión. Papá respiraba hondo, intentando aceptar la distancia que Réen mantenía. Alan simplemente cruzó los brazos, pensativo.

—Entonces… —susurró Cristina desde atrás, apenas audible—. ¿No serás como… nuestro hermano?

Réen la miró por primera vez directamente, y su expresión se suavizó apenas:

—No ahora —dijo con voz calmada—. Tal vez algún día. Pero no hoy.

Lo vi acomodarse la maleta en su hombro, con esa manera tranquila de siempre, como si nada de lo que pasara aquí pudiera alterarlo.

—Traje algunas cosas de Noruega —dijo Réen finalmente—. No sabía cómo iba a ser la situación aquí, pero… traje algo. No sé… como una ofrenda de perdón, o algo así.

Se inclinó sobre su maleta y empezó a sacar varias cosas, una a una, con cuidado. Cristina no pudo evitar asomarse, siempre curiosa, como si quisiera descubrir el mundo desde la esquina de la sala.

Lo que llamó su atención fue una pequeña cajita de madera, tallada con figuras de renos y patrones que no había visto nunca. Sus ojitos se agrandaron.

—¿Puedo verla? —preguntó con voz baja, casi como si temiera interrumpir algo.

Réen sonrió levemente, como si ella fuera la primera persona que veía interés genuino en algo que traía de Noruega. Abrió la cajita y dentro había dulces, chocolates y pequeñas figuras de madera, cada una cuidadosamente pintada a mano.

Cristina se quedó fascinada.

—¡Wow! —exclamó, extendiendo las manos para tomar una figura de un reno—. ¡Mira este!

Réen la miró y dijo, con esa calma tan suya:

—No sé a quién le gusta leer, así que también traje un par de libros —sacó un par de tomos pequeños—. Están traducidos al inglés. No creo que alguien aquí sepa noruego.

Yo extendí la mano y tomé uno de los libros. Lo abrí un poco, hojeando las ilustraciones. Eran leyendas de Noruega, historias de fiordos y criaturas míticas.

—Se ven interesantes —dije, con una sonrisa tímida.

—Sí —respondió Réen, encogiéndose de hombros—. No sé si les gustarán. Pero pensé que podrían… bueno, entretener un poco.

Luego sacó unas bufandas de lana, tejidas con patrones típicos noruegos. Colores cálidos, suaves al tacto. Las fue colocando sobre la mesa, junto a los libros y la cajita.

—Y también… bufandas, guantes, algunas cosas prácticas —dijo, mientras Cristina no podía dejar de tocar todo—. No sé a quién le vendrá bien cada cosa, así que… tomen lo que quieran.

Cristina se acercó más, mirando con los ojos brillantes:

—¿Esto es todo para nosotros? —preguntó emocionada—. ¿De verdad viniste con esto?

Réen asintió, con una sonrisa apenas perceptible:

—Sí. No es mucho, pero… es lo que pude traer.

Ella no pudo evitar sonreír, moviéndose con cuidado mientras abría la cajita de madera y tomaba uno de los chocolates. Yo la miré, y por primera vez, sentí un pequeño alivio. Que quizás, después de todo, Réen no era un extraño completo.

—Gracias —dije, señalando los libros—. Creo que me quedaré con este.

—Está bien —dijo él, mientras acomodaba algunas bufandas en el borde de la mesa—. Tomen lo que quieran, no hay problema.

Era sencillo, natural… un pequeño gesto que estaba rompiendo poco a poco el hielo que llevaba trece años acumulándose.

***

ALAN.

Estábamos todos sentados en los sofás. Nadie decía nada. Solo Cristina hacía ruido, mordisqueando uno que otro dulce y moviendo con cuidado las figuras de madera que Réen había traído. El ambiente era raro, pesado, pero a la vez lleno de expectación. Nadie sabía cómo empezar.

Mis padres lo miraban sin pestañear. Gabriela también lo observaba, con cautela. Guillermo estaba ahí, apoyado en la pared, tranquilo pero atento. Y Réen… él estaba sentado, con la maleta todavía a su lado, los ojos fijos en el vacío. Parecía que cualquier palabra fuera demasiado… o demasiado poco.

De repente, escuché que Guillermo le hablaba en noruego:

—Fortell dem om livet ditt.

(Traducción: Cuentales sobre tu vida)

No entendimos lo que dijo, pero algo en la mirada de Réen cambió. Alzó la cabeza, suspiró profundamente, y por primera vez todos sentimos que estaba listo para hablar.

—Durante estos trece años… —empezó, con la voz baja, firme pero con un dejo de cansancio—, cuatro de ellos viví con la gente que me tenía a mí y a otros más. No recuerdo mucho de ese tiempo… ni exactamente dónde estábamos.

Hizo una pausa, respirando hondo, y continuó:

—Mucha gente había planeado escapar… y lo hicimos. Pero no sin riesgos. La gente que nos tenía nos perseguía con armas. Había un grupo de adultos y niños… y todos corríamos. A veces caíamos, y nos levantaban a la fuerza. Incluso a los adultos… cada vez que alguien caía, lo levantaban para no quedarse atrás.

Miré a mis padres. Sus manos estaban apretadas sobre sus piernas. No hablaban, pero podía ver el miedo que sentían al imaginarlo corriendo, escapando, con peligros encima.

—Yo… —Réen continuó, con un hilo de voz—, terminé con una mujer que no me dejaba caer. Aunque la noche era fría, ambos estábamos congelados… pero nos manteníamos en pie. La gente que nos perseguía incluso tenía perros. Disparaban. La mujer fue herida…

Se detuvo, respirando profundamente, y luego siguió:

—Encontramos un barco. Ambos subimos. Nos disparaban mientras remábamos. Ella estaba muy mal… yo tenía frío… nos abrazamos, y luego quedamos dormidos.

El silencio en la sala era absoluto. Ni mis padres respiraban fuerte. Gabriela parecía contener la respiración, y Cristina… Cristina apenas movía los dedos sobre la cajita de madera.

—Cuando desperté… —continuó Réen, con la voz más apagada, casi como recordando un sueño doloroso—, ella ya no estaba viva. Pero… nunca dejó de abrazarme.

Se pasó una mano por el rostro, como si quisiera borrar las imágenes que aún llevaba grabadas.

—Llegamos al puerto de un pueblo —dijo—. Me vieron… me sacaron del barco, y a la mujer también. Intentaron hablarme, pero no entendía nada. Me llevaron al hospital del pueblo. Ella fue enterrada… no sé su nombre, pero le pusieron Flerlser, que significa salvadora.

Hizo una pausa larga, y luego continuó:

—Me cuidaron hasta que mis heridas sanaron… y luego me llevaron a un orfanato, donde viví el resto de esos años. Hasta que un día llegaron unos soldados, algunos heridos. Yo ayudé… y la directora del orfanato me dijo que esa era mi oportunidad de regresar a casa, a donde sea que fuera.

Miró a todos nosotros, con un dejo de pesar y determinación:

—Noruega me ayudó a hacerlo. Pasó un año de investigaciones hasta que, hace tres meses, nos llamaron y me dijeron que me habían encontrado. Pero… como solo recordaba mi nombre, Réen, costó mucho encontrar respuestas.

Se inclinó un poco hacia adelante, los ojos fijos en el suelo:

—Y ahora estoy aquí. Eso es todo lo que puedo darles… la verdad de que sigo vivo.

Mi corazón latía como nunca. Mis padres tenían lágrimas en los ojos, Gabriela se mordía el labio, y Cristina simplemente miraba, incapaz de apartar los ojos de él.

—Gracias por decirlo —dijo papá, con la voz quebrada—. No sabes cuánto significa escucharlo.

Réen solo asintió, todavía con la mirada baja, como si decirlo hubiera sido un peso enorme que finalmente podía soltar, aunque la distancia emocional con nosotros aún existiera.

More Chapters