Ficool

Chapter 2 - Capítulo 1

RÉEN.

Me peiné el cabello con la mano hacia atrás; ya me llegaba hasta la parte alta de la espalda, moviéndose libremente con cada brisa.

Al salir del avión en Denver, el viento frío me golpeó de inmediato. Diablos, qué frío hace, pensé, ajustándome la chaqueta mientras respiraba el aire helado. Y eso que ya era finales de enero.

Hace tres meses, finalmente habían descubierto algo sobre mi origen: era de Estados Unidos. Denver, para ser precisos. La embajada de Noruega se había comunicado con todas las embajadas, buscando a desaparecidos con mi nombre, y después de casi un año de rastreo y papeleo, habían logrado darme una pista clara: mis padres seguían vivos.

Tres hermanos, además de mí: cuatro en total. Yo era el segundo hijo, con veinte años; el mayor tenía veinticuatro, y los otros dos, quince y trece, uno de cada género. Dos hombres y dos mujeres. Aparentemente, también había muchos otros familiares que desconocía.

Mi corazón latía con fuerza mientras caminaba por la terminal. La realidad me golpeaba de golpe: todo este tiempo… estaban ahí, y yo ni siquiera lo sabía.

Era extraño sentir una mezcla de emoción, nervios y miedo. Miedo de cómo me recibirían después de tanto tiempo, de cómo me verían tras todo lo que había pasado, y de si podría encajar nuevamente en esa vida que había perdido antes de siquiera tener conciencia de ella.

El frío me hizo estremecerme, pero no solo era por la temperatura. Era la sensación de estar a punto de entrar en un mundo completamente nuevo, aunque era mi propio hogar.

Sentí un golpe en la espalda que me hizo incorporarme un poco.

—Deja de pensar tanto —dijo una voz conocida.

Me giré y lo vi: Guillermo, el soldado que me había acompañado todo este tiempo, siempre tranquilo y firme, como un ancla en mi vida.

—Hay más personas queriendo bajar —añadió, con una sonrisa ligera, empujándome suavemente hacia las escaleras del avión.

Asentí y comencé a descender, el frío de Denver golpeándome con cada escalón. El viento helado me despeinaba aún más el cabello largo, pero no me importaba.

—¿Cómo es posible que no haya un túnel entre el avión y la puerta de salida? —pregunté, frunciendo el ceño mientras bajaba.

—Ni idea —respondió Guillermo, bajando a mi lado con calma—. Pero tenemos que darnos prisa. Tu familia te está esperando.

El sonido del viento y las conversaciones de los demás pasajeros se mezclaban con mi corazón latiendo con fuerza. Cada paso me acercaba a ellos, a esa vida que había estado perdida durante tantos años.

Guillermo me dio una palmada ligera en el hombro mientras terminábamos de bajar las escaleras.

—Respira hondo, chico —dijo—. No hay vuelta atrás ahora. Solo adelante.

Suspiré, sintiendo un nudo en la garganta.

Caminamos por algunas salas del aeropuerto. La mayoría de las personas recogían sus maletas, pero yo solo llevaba una colgando en el hombro. No tenía muchas cosas; lo poco que poseía ya lo había llevado conmigo arriba del avión.

Seguimos caminando un poco más hasta llegar a unas escaleras mecánicas. Abajo había un mar de gente, todos moviéndose apresurados. Busqué entre la multitud cuál de ellos podría estar sosteniendo un letrero con mi nombre: Réen Williams.

Entonces lo vi. Un hombre alto, un poco delgado, con cabello castaño y corto, y ojos azules… igual que los míos. Sostenía un pizarrón con mi nombre escrito cuidadosamente, y no podía apartar la mirada de mí.

Giré para mirar a Guillermo. Me devolvió una mirada levantando las cejas, con una sonrisa que decía claramente: parece que ahí está alguien que te busca.

Volví a mirar al hombre con el letrero, sintiendo cómo mi corazón comenzaba a acelerarse.

Cuando llegamos abajo de las escaleras, intenté desviar mi camino hacia otro lado, inconscientemente tratando de ganar tiempo, de prepararme mentalmente. Pero Guillermo se colocó frente a mí, bloqueando mi paso. Sonreía con malicia.

—No puedes evitar esto —dijo, firme pero divertido.

Lo miré como si me estuviera traicionando, pero suspiré y bajé la mirada, aceptando que no había forma de escapar de este momento.

Tomé aire y finalmente avancé hacia el hombre. Sus ojos se abrieron como platos al verme. Sus labios temblaban y su boca se medio abrió… antes de gritar:

—¡Réen!

Me detuve al escucharlo.

La voz… su grito.

Agaché la mirada, sin saber qué hacer. No conocía de nada a ese hombre. Literalmente, no lo recordaba. No sabía quién era, no sabía cómo reaccionar, ni qué decir. El corazón me latía, pero no lograba sentir nada concreto. Solo… vacío y confusión.

Fue entonces cuando Guillermo me dio un empujón con su hombro, suave pero firme.

—Ve —susurró con una sonrisa cargada de picardía—. Es hora.

Levanté la mirada y, de repente, algo chocó contra mí. Un abrazo fuerte me empujó ligeramente hacia atrás, y antes de que pudiera reaccionar, lo sentí temblar contra mí. El cuerpo del hombre se aferraba a mí con desesperación, y escuché su llanto roto contra mi hombro.

No podía hacer nada. Ni sabía qué sentir. Ni siquiera cómo reaccionar. Era como si todo mi entrenamiento, mi vida pasada, toda mi existencia, se hubiera convertido en un peso que no podía colocar en palabras.

Sus manos subieron hacia mi rostro, tocándome con torpeza y urgencia mientras sus lágrimas inundaban sus ojos.

—¡Réen! —gritó entre sollozos—. ¡Eres tú! ¡De verdad eres tú! ¡Por Dios, eres tú! ¡Dios, eres tú de verdad! Después de tantos años… dime… ¿sabes quién soy? ¿Me recuerdas?

Negué con la cabeza, incapaz de mentir, incapaz de sentir más que esa confusión inmensa.

—Lo siento… —murmuré, con un hilo de voz—. Pero no.

El hombre retrocedió apenas un poco, como si el mundo se le cayera encima, y luego respiró profundamente, tratando de calmarse mientras me miraba fijamente.

—Soy Alan —dijo, con voz temblorosa—. Tu hermano mayor.

El aire parecía haberse vuelto denso a nuestro alrededor. Todo el ruido del aeropuerto se desvaneció mientras yo apenas lo procesaba. Alan, mi hermano… y yo… sin recuerdos, sin un punto de referencia, parado frente a él.

—Es un gusto… conocerte —dije finalmente, con la voz firme pero apagada, aún sin poder procesar del todo la situación.

Hice una pausa y añadí, con un suspiro pesado—. Y… lo siento por la decepción.

Alan me miró con una mezcla de comprensión y alivio, y negó con la cabeza.

—No importa —dijo suavemente—. Han pasado trece años desde que nos vinimos por última vez. Tú tenías siete cuando te fuiste…

Su voz temblaba ligeramente, pero había calidez en ella. Trece años. Tanto tiempo perdido, y aun así, ahí estaba, frente a él.

No sabía qué decir. Este hombre… este hermano… seguía ahí, esperándome.

Alan continuó, con una sonrisa leve, intentando aliviar la tensión:

—No importa que no recuerdes. Lo importante es que estás aquí, y que por fin… por fin te tenemos de vuelta.

Guillermo se acercó a nosotros, con esa calma que siempre lo caracterizaba, y dijo:

—Hola también, chico.

Alan se limpió las lágrimas de un golpe seco y murmuró:

—Lo siento…

Luego extendió la mano hacia Guillermo.

—Gracias —dijo Alan— por traerlo hasta acá, por cuidarlo todo este tiempo.

Guillermo le devolvió el apretón de manos, con una ligera sonrisa.

—No es nada —respondió—. Nos ayudamos mutuamente. Solo lo acompañé.

Alan nos miró a ambos, serio pero con una calidez que me incomodaba de manera extraña.

—Acompáñenme —dijo—. Nuestra familia los está esperando en casa.

Me quedé paralizado por un instante, mirando a Alan, sin saber cómo procesar esa palabra: familia. Era un concepto que me resultaba extraño, casi ajeno, después de tanto tiempo viviendo sin raíces, sin hogar, solo sobreviviendo.

Guillermo me dio un golpe suave en la espalda, como empujándome hacia adelante:

—Es hora entonces —dijo, con su típica mezcla de autoridad y humor.

Alan me miró a los ojos. Nos quedamos unos segundos así, observándonos, pero ninguno sabía qué decir. Yo, especialmente, no sabía cómo responderle. Las palabras parecían atrapadas en algún lugar entre mi garganta y mi mente. Guillermo solo nos miraba desde un costado, paciente, dejando que el momento ocurriera.

Finalmente, logré murmurar:

—¿Cuántas personas… hay en la casa de tus padres?

Alan me miró, algo confundido, como si no entendiera del todo a qué me refería.

—¿Mis padres? —preguntó—, ¿O nuestra familia?

Asentí, con un nudo en la garganta.

—Sí… —dije en voz baja.

Alan asintió lentamente.

—Solo nuestros padres y nuestras hermanas —explicó—. El resto de la familia también quería venir a verte, pero mis padres pensaron que sería demasiado abrumador para ti encontrarte con demasiadas personas de golpe solo para verte.

Suspiré, intentando digerir todo.

***

Las calles cubiertas de nieve se deslizaban a mi lado, tranquilas, casi pacíficas. Pero dentro de mí, nada estaba en calma. Podía sentir cómo Alan me miraba a través del retrovisor mientras conducía.

Yo iba en la parte de atrás, con el corazón latiendo demasiado rápido. No por felicidad, ni siquiera por nervios… más bien por miedo. Miedo a lo desconocido, miedo a decepcionar, miedo a no encajar.

La nieve caía con calma, lenta, como si el mundo quisiera ser amable conmigo después de tantos años. Pero incluso con la ventana cerrada podía sentir el frío calándome en la piel.

Esto era tan… raro.

Estar sentado en un auto, con alguien que decía ser mi hermano, camino a una casa que decían que era mi hogar, hacia unos padres que afirmaban ser míos… Era como estar dentro de una vida que no me pertenecía. Una vida que había olvidado.

Respiré hondo, intentando calmarme, pero mi mano apretaba con fuerza la tela de mi pantalón, como si necesitara algo físico a lo que aferrarme.

En el asiento delantero, Guillermo estiró el cuello hacia un lado, como si pudiera leer mis pensamientos sin necesidad de preguntar. Sonrió apenas, tranquilo, como siempre, y dijo:

—Tranquilo, chico. Nadie va a morderte.

Alan se rió suavemente, aunque yo podía ver en sus ojos que estaba más nervioso que yo.

Yo solo desvié la mirada de nuevo hacia la ventana.

El paisaje nevado continuaba pasando frente a mis ojos, pero dentro de mí, cada segundo se sentía eterno.

Después de un tiempo, el auto comenzó a reducir la velocidad. El paisaje de la ciudad nevada se hacía cada vez más familiar para Alan, supongo, porque ya no necesitaba mirar direcciones ni mapas. Yo solo me mantenía en silencio, observando cómo la nieve acumulada en las calles dibujaba montículos blancos en cada esquina, mientras las luces cálidas de las casas contrastaban con el gris del cielo.

Denver… mi "ciudad natal". Así la llamaban ellos. Para mí, era solo un nombre.

El motor ronroneó suavemente hasta que el auto se detuvo frente a una casa de dos pisos. Era sencilla, pero se veía firme, con el techo cubierto de nieve y un par de luces navideñas aún colgando del porche, aunque ya era enero. Vieja costumbre, pensé.

Alan apagó el motor y se quedó un segundo en silencio, con las manos aún en el volante. Respiró hondo y, por un momento, no fue mi hermano mayor, sino un hombre nervioso que no sabía cómo dar el siguiente paso.

—Llegamos —dijo finalmente, volteando apenas hacia el retrovisor para mirarme.

Yo me quedé mirando la casa. Podía ver movimiento tras las cortinas, sombras que iban y venían. Ellos… me estaban esperando.

Mi corazón volvió a acelerarse, esta vez tanto que casi me dolía el pecho. Sentía el aire atrapado en mi garganta. No era emoción. Era miedo. Miedo de lo que iba a encontrar detrás de esa puerta.

Guillermo abrió su puerta primero, y el aire frío se coló de inmediato al interior del auto. Me miró de reojo, con esa sonrisa tranquila que parecía decir: vas a estar bien.

Yo no estaba tan seguro.

Alan giró la cabeza hacia mí y, con una voz suave, casi paternal, dijo:

—Vamos, Réen… están esperándote.

Tragué saliva, abrí la puerta, y el frío de Denver me golpeó una vez más. Di un paso afuera, mirando la casa que debía ser la mía… aunque no recordara nada de ella.

Caminamos los tres hacia la puerta. El aire frío me mordía la piel, aunque llevaba chaqueta. Cuando estábamos a pocos pasos de la entrada, me detuve en seco. Mi pie se giró apenas, como si quisiera dar media vuelta, huir de ahí antes de que las cosas fueran irreversibles.

Sentí la mano firme de Guillermo en mi hombro, deteniéndome. Su voz resonó baja, en noruego, como tantas veces hablábamos en privado:

—Déjate de tonterías. ¿No se suponía que para esto estuvimos un año entero buscando tus orígenes? Para que pudieras reencontrarte con tu familia.

Apreté la mandíbula, respondiéndole en el mismo idioma, casi gruñendo:

—Así es… pero la sensación es horrible. No pensé que fuera tan difícil. Fueron trece años… trece años alejado de esta gente que dice ser mi familia. Bueno… las pruebas de ADN dicen que lo son, todo dice que lo son. Pero… no es fácil.

Miré de reojo a Alan. Estaba de pie a unos pasos, observándonos, claramente confundido por el idioma que usábamos. Su ceño estaba fruncido, como si intentara leer nuestros gestos para descifrar algo que no podía entender.

Guillermo me dio una palmada ligera en la espalda y me susurró con una sonrisa torcida, aún en noruego:

—No tienes que sentirte preparado, solo tienes que dar el paso. El resto… vendrá después.

Tragué saliva, desviando la mirada hacia la puerta iluminada frente a mí. "Familia"… la palabra todavía me sonaba lejana, irreal.

Pero ya no podía huir.

Alan abrió la puerta con un gesto firme.

—Pasen —dijo, con una voz que intentaba sonar tranquila, aunque se le notaba el temblor.

Sentí la mirada de Guillermo detrás de mí. Otra palmada en la espalda, y luego un pequeño empujón que me hizo dar el primer paso hacia adelante.

—Vamos, chico —murmuró, con esa sonrisa socarrona suya.

Respiré hondo, atravesé el umbral y sentí el calor de la casa envolverme, casi sofocante después del frío de afuera. Alan entró primero, yo lo seguí de cerca, y Guillermo cerró detrás de nosotros.

El pasillo de entrada era estrecho, con paredes adornadas por fotografías familiares. No me atreví a mirarlas. No todavía. Caminamos hasta llegar a una sala iluminada, donde el olor a madera y café recién hecho flotaba en el aire.

Alan se detuvo a un lado, dándome espacio, como si quisiera que yo fuera el primero en dar ese paso invisible que separaba el pasado del presente.

Mis ojos recorrieron la habitación, y entonces los vi.

Una pareja de adultos, entre los cuarenta y cincuenta, sentados en un sofá. Sus rostros estaban desencajados por las lágrimas, los ojos rojos, húmedos, clavados en mí. A medio levantarse, como si no supieran si correr hacia mí o quedarse inmóviles para no espantarme.

—…Réen… —escuché la voz quebrada de uno de ellos.

Me giré un poco, sorprendido por la forma en que sonaba mi nombre en labios ajenos. En sus labios.

Y entonces noté a las dos chicas. Una, de unos quince años, con el cabello recogido en una coleta, me miraba con curiosidad y un brillo extraño en los ojos, como si intentara unir las piezas de un rompecabezas que le habían contado desde niña. La otra, apenas de trece, se escondía tras ella, mostrando solo la mitad de su rostro, asustada, como si yo fuera un extraño.

Y tal vez lo era.

Ellas nunca me conocieron. Yo había desaparecido mucho antes de que pudieran tener memoria de un hermano mayor.

Me quedé de pie, helado, mientras mi corazón latía como si quisiera salirse de mi pecho. Frente a mí estaban las personas que decían ser mis padres. Mis hermanas.

Mi familia.

Y yo no sabía si era capaz de dar un paso hacia ellos.

Sentí un susurro a mi lado.

—¿Qué vas a hacer entonces? —preguntó Guillermo en noruego, con ese tono tranquilo que usaba incluso cuando la situación estaba cargada de tensión.

Lo miré de reojo y respondí en el mismo idioma, apenas moviendo los labios:

—No lo sé…

Mi mirada regresó hacia el sofá justo en el momento en que la mujer comenzó a levantarse. Sus pasos eran lentos, casi temblorosos, como si tuviera miedo de que yo desapareciera en cualquier instante. Caminó hasta quedar frente a mí.

Sus ojos… esos mismos ojos azules que compartían Alan y yo… se clavaron en los míos. Sentí un escalofrío recorrerme.

La mujer levantó las manos, intentando tomar mi rostro entre ellas. Mi instinto me hizo retroceder un pequeño paso, un movimiento casi automático, defensivo. Pero me detuve a mitad de camino. No podía huir. No de esto.

Así que dejé que sus manos tocaran mi rostro. Eran cálidas, temblorosas, llenas de una ternura que yo no sabía cómo recibir.

—Mi Réen… —susurró, la voz rota en lágrimas—. Mi bebé… de verdad eres tú…

Su llanto estalló entonces, y yo solo pude quedarme quieto, sin saber qué hacer con todo eso. Sentía el contacto, escuchaba sus palabras, pero mi mente no encontraba un lugar donde encajarlas.

Era mi madre. Eso decían las pruebas. Eso decía ella.

Y sin embargo, para mí… era una extraña que lloraba por alguien que yo no recordaba ser.

La mujer seguía acariciando mi rostro, llorando como si temiera que al soltarme me desvaneciera. Y yo… yo no sabía qué sentir. No podía corresponder a ese llanto, no podía llamarla mamá. No la recordaba.

Entonces, escuché el movimiento detrás de ella. El hombre se levantó del sofá, sus pasos más firmes, aunque sus hombros temblaban. Cuando llegó hasta mí, su expresión era una mezcla imposible de sostener: orgullo, dolor, alivio.

Sus ojos también estaban enrojecidos, húmedos. Se quedó de pie frente a mí, mirándome como si intentara grabar cada rasgo en su memoria.

—Hijo… —dijo con la voz quebrada, más grave que la de Alan, más pesada—. Mi hijo…

Y antes de que pudiera decir nada, me rodeó con sus brazos. No fue un abrazo suave, fue fuerte, desesperado, como si quisiera unir trece años perdidos en un solo instante.

El cuerpo del hombre temblaba tanto como el de la mujer. Los dos me tenían ahí, entre ellos, como si fueran a romperse si me soltaban.

Yo me quedé quieto. Rígido. No podía moverme. Mi corazón golpeaba contra el pecho, pero no de ternura… sino de desconcierto.

Porque aunque sabía que eran mis padres… aunque la lógica y las pruebas lo confirmaban… dentro de mí se sentía como si estuviera viviendo el abrazo de dos completos desconocidos.

—No sé qué hacer —pensé, mirando hacia un costado, buscando con la mirada a Guillermo.

Él estaba ahí, observándome desde la entrada, con los brazos cruzados. Su rostro serio, pero sus ojos me decían lo que siempre repetía: solo da el paso, el resto vendrá después.

Tragué saliva y respiré hondo. Por primera vez, no intenté apartarme. Me dejé sostener.

Aunque, por dentro, no supiera cómo llamar a esas dos personas que me abrazaban como si su vida dependiera de ello.

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