ALAN.
La noche había caído sobre la casa, y el silencio se había vuelto más pesado mientras intentábamos convencer a Réen de quedarse. Habíamos preparado una habitación para él desde hacía días, con todo listo, esperando que su regreso fuera un poco más cómodo.
—Mi plan sigue siendo el mismo —dijo—. Vivir en otro lado, por ahora.
Suspiré, aceptando que no podía presionarlo más. Era su decisión, y aunque deseaba que se quedara, entendía que no estaba listo para eso.
Cuando finalmente se fue a instalarse en otro lugar temporal, la casa quedó más tranquila. Violet se sentó en el sofá, sujetando a Beily, que reía mientras jugaba con Gabriela y Cristina. Las niñas parecían fascinadas por cada movimiento de la bebé, como si estuvieran aprendiendo un nuevo juego mientras la noche avanzaba.
Noté que Gabriela se acercó a la mesita al lado del sofá, mirando los libros que Réen había dejado allí. Sus ojos brillaban con curiosidad, y podía imaginar que en su mente estaba creando mil escenarios sobre quién era ese hermano que recién conocía.
Cristina, por su parte, había sacado la cajita de madera que Réen le había regalado. Con cuidado, abrió la tapa y comenzó a sacar las pequeñas figuras de madera y los dulces que había dentro. Sus ojos se abrieron con sorpresa y fascinación. Por un instante, la caja parecía un puente entre lo desconocido y lo familiar, una conexión tangible con ese hermano que apenas empezaban a comprender.
Gabriela susurró algo mientras hojeaba uno de los libros:
—Imaginé tantas cosas cuando Réen llegó a casa… No sabía qué esperar.
La miré, comprendiendo perfectamente lo que sentía. Tenía solo dos años cuando Réen se fue; apenas un recuerdo fragmentado, inexistente realmente. Cristina ni siquiera sabía qué esperar; era una bebé de meses cuando él desapareció. Ninguna de las dos podía sentir el vacío que dejaba su ausencia, pero sí podían percibir la extraña mezcla de confusión y curiosidad que su presencia provocaba.
Miré a Violet, sonriendo a Beily, y sentí un leve alivio. Aunque Réen no se quedara esta noche, aunque aún hubiera distancia entre nosotros, al menos ahora estaba aquí, entre nosotros, y eso era suficiente para empezar a reconstruir algo que se había perdido hacía trece años.
Suspiré, dejando que el silencio de la noche llenara la habitación. Podía escuchar los pequeños sonidos de las niñas jugando y Beily riendo, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que un hilo de normalidad comenzaba a tejerse en nuestra familia.
—¿Y cómo se sienten con todo esto? —preguntó, su voz suave pero firme—. Fueron demasiados años. Por supuesto que no será rápido ni fácil… menos si no saben qué fue lo que Réen ha vivido todos estos años.
Todos la miramos.
—Una cosa es lo que él contó —continuó Violet—, eso de estar custodiado cuatro años y luego escapar. Pero… ¿qué más vivió en ese pueblo, en ese orfanato? ¿Qué más le pasó? Puede que haya cosas que Réen no quiera que sepamos. Y también entiendo que no será fácil para Gabriela y Cristina. —Hizo una pausa, y sonrió con un dejo de timidez—. Aunque tampoco es que yo tenga mucho que opinar… soy como Réen, al final de cuentas. Una familiar extra, por ser tu esposa.
—No digas eso —le dije, poniéndole una mano sobre la pierna—. Tú eres parte de esto también.
Mi madre suspiró, y se inclinó hacia adelante en el sofá.
—Yo… no sé qué sentir. Por trece años pensé que mi hijo estaba muerto. Y de pronto, lo tengo de nuevo frente a mí… pero no es el mismo niño que se fue. Es un hombre, con heridas que ni siquiera quiero imaginar. Estoy feliz… pero también me siento como si no supiera cómo acercarme.
Mi padre asintió, con la mirada baja.
—Coincido. Yo creí haberme preparado para este momento, pero no lo estaba. Me alegra verlo, me llena de vida saber que está aquí, pero también me siento… extraño. Como si estuviera viendo a un desconocido que carga nuestro apellido.
Gabriela levantó la vista del libro, mordiéndose el labio.
—Para mí es más complicado. Nunca lo conocí… tenía dos años cuando desapareció. No puedo decir que lo extrañé, porque no lo recuerdo. Pero al mismo tiempo, siempre supe que había un hermano perdido. Y ahora que está aquí… no sé cómo tratarlo. Me siento como si quisiera acercarme, pero también como si él no quisiera que lo hagamos.
Cristina, que había estado callada hasta entonces, jugueteando con una de las figuritas de madera, levantó la mirada.
—Yo tampoco lo recuerdo. Pero sí recuerdo que ustedes —papá, mamá, Alan— siempre hablaban de él. Siempre estaba presente, incluso cuando no estaba. Y ahora que está… no sé… siento que quiero conocerlo, pero me da miedo que él no quiera conocernos a nosotras.
El silencio volvió a llenar la sala por un momento. Yo apreté mis manos, buscando las palabras correctas.
—Yo… tenía once cuando desapareció —dije despacio—. Lo recuerdo mejor que todos aquí. Recuerdo cómo jugábamos, cómo me seguía a todas partes. Y después… nada. El vacío. Trece años pensando que jamás volvería a verlo. Y ahora… está aquí, pero no es mi hermano de siete años. Es un hombre de veinte que ha pasado por cosas que ninguno de nosotros puede imaginar. No sé cómo encajar lo que siento. Una parte de mí quiere abrazarlo y no soltarlo nunca… y otra parte no lo reconoce.
Violet me miró con dulzura, asintiendo.
—Eso es normal —dijo—. Y está bien sentirlo. Tienen que darse tiempo. No lo fuercen, ni se fuercen ustedes mismos. Lo importante es que está aquí. Lo demás… vendrá poco a poco.
Mis padres asintieron lentamente. Gabriela se quedó pensativa, mientras Cristina, siempre curiosa, preguntó en voz baja:
—¿Y si nunca quiere quedarse?
Nadie respondió de inmediato. Porque todos sabíamos que era una posibilidad.
De pronto, mi celular vibró en el bolsillo del pantalón. Lo saqué y vi el nombre en la pantalla: Abuela Agnes. Tragué saliva; hacía horas que no hablaba con ella, y estaba seguro de que esperaba noticias.
Contesté de inmediato.
—Hola, abuela.
—¡Mi niño! —la voz de Agnes llenó mi oído, cálida y apresurada—. ¿Qué sucedió? ¿Cómo está Réen? ¿Cómo están ustedes?
Me pasé la mano por la cara, cansado pero sonriente.
—Espera, abuela. Voy a ponerte en altavoz —dije, y presioné el botón. Dejé el teléfono sobre la mesa y miré a todos—. Aquí están papá, mamá y las chicas.
—¡Buenas noches, mamá! —dijo mi madre, inclinándose hacia el aparato.
—Hola, Agnes —agregó mi padre.
Las niñas saludaron también, un tímido "hola" de Gabriela y un "¡abuela!" más animado de Cristina.
—Ay, mis pequeños —dijo Agnes con un suspiro emocionado—. Cuánto quisiera estar ahí con ustedes… pero quiero saberlo todo. ¿Cómo les fue?
Mamá respondió primero, con un tono suave pero cargado de cansancio.
—Fue… bien, al parecer. Estuvo con nosotros todo el día. Hablamos un poco, compartimos algo de tiempo, pero… es difícil.
—¿Difícil? —repitió Agnes—. ¿Por qué difícil?
Papá tomó la palabra.
—Porque no lo recordamos como está ahora. Es un hombre hecho y derecho, con sus maneras, sus silencios… y nosotros seguimos queriendo ver al niño que se fue. Y él… él tampoco sabe cómo tratarnos.
—Eso es natural —dijo la abuela, su voz firme, como si hubiera esperado esa respuesta—. Trece años son muchos. No pretendan que en un día van a recuperar lo perdido.
Gabriela habló entonces, con un hilo de voz.
—Es que… yo nunca lo conocí, abuela. No sé cómo se supone que debo sentirme.
—Ay, mi niña… —respondió Agnes con ternura—. No necesitas forzar nada. Simplemente conócelo. Escúchalo. Él tampoco sabrá cómo tratarte, pero poco a poco se encontrarán en un punto medio.
Cristina, más directa, intervino:
—Pero, abuela… ¿y si nunca quiere quedarse?
Hubo un silencio breve en la línea, hasta que Agnes suspiró.
—Entonces tendrán que aceptarlo. A veces, el amor también significa dar espacio. Pero yo tengo fe en que, tarde o temprano, Réen querrá tener un lugar entre ustedes. Aunque sea distinto al que esperan.
Miré a mamá, que tenía los ojos húmedos de nuevo. Papá solo asintió, mientras Violet me rozaba el brazo, como dándome fuerza.
Yo mismo decidí hablar.
—Abuela… verlo fue como un golpe al pecho. Yo lo recuerdo más que nadie aquí, pero al mismo tiempo… no lo reconozco. Es como estar frente a un desconocido con un rostro familiar.
Agnes guardó silencio unos segundos antes de contestar.
—Eso es exactamente lo que él también debe sentir, Alan. Recuerda… tú lo ves como alguien que se fue. Pero él los ve a ustedes como personas que siguieron adelante sin él. Ambos lados son dolorosos.
Gabriela bajó la mirada, pensativa.
Mamá entonces preguntó:
—¿Qué hacemos, mamá? ¿Cómo se supone que debemos ayudarlo?
—Sean pacientes. No lo abrumen con expectativas —respondió Agnes con calma—. Él no necesita que lo miren como al niño perdido que regresó. Necesita que lo vean como al hombre que es ahora.
Nos quedamos en silencio un momento, dejando que sus palabras se asentaran.
Finalmente, Cristina dijo en voz baja:
—A mí me gustó la cajita que trajo… aunque no sé qué hacer para que él me hable más.
Agnes rió suavemente al otro lado.
—Pues comienza por eso, mi niña. Con un "gracias". Los gestos sencillos hacen más que mil palabras cuando alguien carga un corazón pesado.
Mamá asintió, mirando a Cristina con una sonrisa tenue, y yo sentí que poco a poco, aunque fuera paso a paso, íbamos encontrando un camino.
Papá se inclinó un poco hacia el celular, como si Agnes estuviera sentada frente a nosotros.
—Suegra, vamos a hacer una cita médica. —su voz sonaba firme, casi como si estuviera rindiendo un informe—. Réen aceptó, aunque no estaba muy convencido, pero creemos que es necesario. Dijo que podría tener fracturas o heridas que nunca se atendieron bien… por la forma en que vivió en Noruega.
—¿Fracturas? —preguntó Agnes, con un tono preocupado.
—Sí… —continuó papá—. Y hoy vimos una herida que atraviesa su palma y el dorso de la mano. Nos dijo que se la hizo tratando de reparar una máquina del pueblo donde vivía. Dice que no perdió movilidad, pero… no podemos confiarnos.
Se hizo un silencio breve. Podía imaginar a mi abuela apretando los labios, con esa expresión que siempre ponía cuando algo le dolía pero no quería mostrarlo del todo.
Finalmente habló:
—Hacen bien. No se queden con lo que él dice. Si estuvo tantos años en condiciones… difíciles, seguro hay más de lo que está contando.
—Eso mismo pensamos —añadió mamá, con un suspiro—. No sabemos bien qué vivió más allá de lo cotidiano que nos dice. Lo que cuenta parece… incompleto.
Yo crucé los brazos, mirando de reojo a Gabriela y a Cristina. Las dos escuchaban en silencio, con la cabeza gacha, como si también sintieran que Réen ocultaba algo.
—Abuela… —intervine yo, apretando un poco la mandíbula—. Cuando le preguntamos, habla… pero siempre parece que pesa más lo que calla que lo que dice.
—Eso es normal, Alan —respondió ella con un tono paciente—. Hay heridas que no se cuentan de inmediato. Quizás nunca. No lo fuercen. Pero háganle saber que, si algún día quiere hablar, estarán ahí.
—Sí, Agnes… —dijo mi padre, bajando la mirada.
Violet acariciaba distraídamente la cabecita de Beily, que dormitaba en sus brazos. Gabriela miraba fijamente la tapa de uno de los libros que Réen había dejado, y Cristina, inquieta, jugaba con la tapa de la cajita de madera.
—Solo… —continuó Agnes, bajando un poco la voz—. Solo no se dejen ganar por el miedo. Están juntos otra vez. Que eso sea el centro de todo. Lo demás se irá acomodando con el tiempo.
Mamá asintió, aunque la abuela no podía verla.
—Gracias, mamá. De verdad, gracias.
—Siempre, hija. Y ahora —la voz de Agnes se suavizó—, descansen. Ha sido un día largo. Mañana será otro paso.
****
RÉEN.
Al fin llegamos al departamento que nos habían preparado. No era lujoso, pero sí espacioso y suficiente para el tiempo que se había planeado: seis meses. Yo volvería antes a Noruega, pero ese lugar sería la base de Réen mientras aprendía a respirar en un país que le es familiar y ajeno a la vez.
Dejamos las maletas en la cama. Dos habitaciones, un baño, cocina y una sala bastante amplia. Silencio total, salvo por el ruido lejano de la calefacción encendiéndose. Me quité la chaqueta, el gorro, los guantes… llevaba tantas capas encima que me sentí más ligero de inmediato.
Nos sentamos en la sala. El sofá crujió bajo nuestro peso. Miré a Réen, que apenas había hablado desde que salimos de la casa de sus padres.
—¿Cómo te sientes? —le pregunté.
Él se encogió de hombros, sin mirarme al principio.
—Como un extraño en esa familia. —Su voz era baja, casi apagada—. En mi cabeza… los llamo "papá" y "mamá". Incluso hermano y hermanas. Pero decirlo en voz alta… sería mentir.
Asentí despacio. No había nada que pudiera decir para cambiar esa sensación. Después de un momento, me animé:
—Tarde o temprano… vas a tener que contarles la verdad. Que todo lo del orfanato y el pueblo es una fachada.
Me miró por fin, con esos ojos azules que siempre parecían guardar más de lo que dejaban ver.
—Lo sé —respondió—. Pero aún no. Quizás nunca.
No lo presioné. No era mi derecho.
Se levantó y buscó en la maleta una camisa limpia. La dejó a un lado, sobre el respaldo del sofá, y luego comenzó a desabotonarse la que llevaba puesta. Cuando la retiró, las cicatrices quedaron expuestas bajo la luz tenue de la lámpara.
Me quedé mirando, aunque aparté la vista con cierta incomodidad. Cada marca hablaba de un pasado que ni yo podía imaginar, y aunque la curiosidad estaba ahí, sabía que no debía preguntar.
Él se sentó de nuevo, encorvado hacia adelante.
—¿Extrañas algo? —me atreví a preguntar.
Réen negó con la cabeza.
—No. —Pausó, como si pensara un poco más—. Aunque… después de más de un año, aún no me acostumbro al silencio. A no escuchar disparos. A no recibir órdenes. Es raro.
No respondí. A veces, lo mejor era solo escuchar.
Se llevó una mano al rostro y suspiró.
—Nunca pensé que Alan tendría esposa… y una hija. —Se quedó mirando el vacío, con una mezcla de incredulidad y algo que no supe descifrar.
Lo vi quedarse en silencio, mirando el suelo, como si todavía digiriera lo de Alan, Violet y la niña. Entonces le hablé, con tono firme pero tranquilo:
—Recuerda algo, Réen. Si te llevan al hospital y buscan tu expediente médico, no tienen por qué preocuparse. Todo lo que se hizo en Noruega está en confidencialidad. La embajada y el gobierno de Estados Unidos se aseguraron de eso.
Él alzó la mirada, sus cejas se fruncieron levemente.
—¿En serio lo hicieron?
—Sí. —Asentí—. Tu expediente médico está registrado, pero es inaccesible para cualquiera que no seas tú. Cuando tu familia te lleve al hospital para hacer el chequeo general, los médicos tendrán acceso solo a lo básico: grupo sanguíneo, alergias, vacunas, lo estándar. Lo demás… depende de ti. Serás tú quien decida qué autorizas a compartir.
Réen se recargó en el respaldo del sofá, cruzando los brazos, y soltó un resoplido.
—Eso significa que puedo mentir.
—No necesariamente. —Lo miré fijo—. Significa que puedes proteger lo que no quieres que ellos sepan todavía. No es lo mismo.
Se quedó pensativo, pasando la mano por la cicatriz de su palma, la misma que horas antes había mostrado a todos con esa explicación improvisada de la máquina.
—Y si me preguntan directamente… —murmuró, como hablando consigo mismo.
—Eso ya no es un tema de médicos ni de gobiernos —le respondí—. Eso es un tema de familia.
Hubo un silencio, pesado pero no incómodo. Luego lo vi esbozar una sonrisa breve, casi irónica.
—Los engaño con una historia inventada, y aun así siguen llorando al verme. ¿Qué pasaría si supieran lo que de verdad hice, lo que de verdad soy?
—Tal vez llorarían igual —contesté, encogiéndome de hombros—. Pero por otras razones.
Él soltó una pequeña risa seca, sin alegría, y se levantó del sofá.
—No sé si quiero averiguarlo.
Lo seguí con la mirada mientras tomaba la camisa limpia y se la ponía, cubriendo las cicatrices que nunca lo dejarán del todo.
Me acomodé en el sillón, observando cómo se abrochaba la camisa con calma, como si el gesto rutinario le sirviera de refugio. Entonces solté la pregunta que llevaba rato flotando en el aire:
—¿Y ahora qué piensas hacer?
Réen alzó la mirada, con esa expresión seria que nunca parecía abandonar su rostro.
—Conocer a esa familia… poco a poco. —Se encogió de hombros—. Y comprar ropa. Apenas traje unos cuantos cambios y ya no puedo seguir tirando de lo militar.
—Claro —asentí, sonriendo de lado—. Ya sabes, hay tiendas aquí. Te aseguro que no vas a tener que llevar uniforme para entrar.
Él soltó una leve risa, casi un suspiro.
—No me malinterpretes. —Me señaló con la mano—. Pero durante años lo único que usaba eran esas ropas de combate. Las misiones, los tratos… eran la única forma de ganarme un plato y un techo. Ahora, sin ellas, me siento casi… desnudo.
Me incliné hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
—Lo que aún no entiendo es cómo demonios logras lanzar un cuchillo desde diez metros y dar siempre en el blanco.
Por primera vez en toda la noche, vi que sus labios se curvaban en una sonrisa auténtica, de esas que muestran un destello de orgullo.
—Son gajes del oficio. —Se encogió de hombros con naturalidad, como si hablara de atarse los zapatos—. Practicas lo suficiente, aprendes a leer la distancia, el peso, la fuerza del brazo… al final, el cuchillo siempre va donde quieres que vaya.
—¿Y quién te enseñó? —pregunté, aunque sabía que su respuesta sería otra evasiva.
—La vida. —Su mirada se volvió opaca otra vez, apagando ese brillo de un segundo—. O algo parecido.
No insistí. Lo conocía ya lo suficiente como para saber que forzarlo era inútil. El silencio se instaló entre nosotros, solo roto por el sonido de la calefacción encendiéndose.
Finalmente, me recosté contra el respaldo y sonreí con suavidad.
—Bueno, con un talento así, como mínimo deberías aprovecharlo en la feria local. Ganarías premios lanzando cuchillos.
Él me miró de reojo, arqueando una ceja.
—No es mala idea… siempre y cuando el blanco no grite.
Reímos los dos, aunque la risa se apagó rápido, como si los recuerdos detrás de su broma fueran más pesados de lo que quería admitir.