Ficool

Chapter 4 - Capítulo 3

RÉEN.

Suspiré mientras los observaba. Todos me miraban, expectantes, con los ojos húmedos o llenos de curiosidad. Cristina todavía sostenía uno de los chocolates que le había dado, Gabriela me miraba con cautela, Alan parecía evaluarme y mis padres… bueno, mis padres estaban con la mirada fija, como si temieran que desapareciera de nuevo.

Y pensé en lo que iba a decirles a continuación, lo que debía contarles.

Esa historia que acabo de darles… esa es la única que conté.

Porque si les contara la verdadera historia… no tenía idea de cómo reaccionarían. Ni siquiera yo podría predecirlo.

Si Cristina y Gabriela supieran la verdad… quién sabe cómo me verían. Tal vez dejarían de mirarme con curiosidad para empezar a mirarme con miedo, o lástima, o algo que no podría soportar.

Y Alan… él tiene la fuerza y la inteligencia para entender muchas cosas, pero ¿y el dolor que sentiría al saber lo que me hicieron, lo que vi, lo que hice para sobrevivir?

Y mis padres… pensar en sus ojos, en sus caras, si supieran lo que realmente había pasado, lo que había dejado atrás… no sé si podrían soportarlo. No quiero arriesgarme a romperlos de nuevo. Trece años ya fueron suficientes.

Así que esa fue la historia que conté. Parcial, controlada, aceptable. Una historia que podían escuchar y procesar sin miedo, sin que yo tuviera que explicar la parte de mí que no quería que vieran todavía.

Es extraño. Después de todo este tiempo, después de huir, pelear, sobrevivir… ahora mi vida se resumía a una mentira pequeña, a medias verdades. Pero era necesaria. Por ellos. Por todos ellos.

Porque aún no era tiempo de revelar quién era realmente. Aún no.

Mi madre se inclinó un poco hacia mí, con los ojos todavía húmedos. Su voz temblaba, pero era suave, llena de cuidado.

—Réen… ¿estás bien? —preguntó, como si necesitara oírlo de mi propia boca.

Asentí levemente, aunque todavía sentía ese nudo en el estómago, esa confusión que no desaparecía.

—Sí… —dije finalmente—. Solo estoy… confundido.

Mi padre frunció un poco el ceño, pero con gentileza. Dio un paso hacia mí y preguntó:

—¿Ya te hicieron un chequeo médico completo?

Lo miré y negué ligeramente con la cabeza.

—Sí… hace un año, cuando todavía estaba en Noruega. Fuera de eso, ninguno más. Pero… sé que estoy sano. No tengo ninguna enfermedad ni nada alarmante.

Mi madre suspiró aliviada, aunque todavía parecía un poco preocupada.

—Me alegra saberlo —dijo—. Trece años desaparecido, y aún así sano. Eso es un milagro.

—No es un milagro —respondí, encogiéndome de hombros—. Solo… sobreviví.

Papá asintió lentamente, con la mirada seria, evaluando cada gesto mío.

—Bueno —dijo—, aun así vamos a hacerte un chequeo completo, para estar seguros. Por nosotros, por ti.

"Por ellos…" pensé, y la idea de someterme a algo tan simple como un chequeo parecía tan difícil como cualquiera de mis antiguas misiones. Pero asentí.

—Está bien —dije finalmente—. Lo haré.

Mi madre me sonrió, pequeña y cálida, y yo sentí una chispa rara dentro de mí. No era felicidad completa, ni alegría pura… era algo confuso, un primer paso hacia la aceptación de todo esto.

—Entonces —dijo papá, intentando aligerar un poco el ambiente—, mientras tanto, podemos simplemente sentarnos aquí, charlar… conocer un poco al muchacho que extrañamos todos estos años.

Eso suena fácil… pero no lo es. Aun así, asentí levemente. Era un pequeño gesto, un paso más en esta delicada reconstrucción.

Después de un momento de silencio incómodo, mi madre se giró hacia Guillermo, como si recordara que él también había estado ahí todo el tiempo, callado, observando y acompañándonos.

—Guillermo… ¿quieres comer algo? —preguntó, con esa cortesía calmada que siempre tenía.

Él sonrió levemente, ladeando la cabeza:

—Me encantaría, si no es mucha molestia —dijo, con esa tranquilidad que siempre lo caracterizaba.

Mis padres intercambiaron una mirada rápida, evaluando la situación, y luego me miraron a mí también. No sabía si me estaban incluyendo con la misma pregunta o si simplemente esperaban que asintiera.

—Sí… —respondí finalmente, haciendo un gesto con la mano—. Estaría bien comer algo.

Mi madre asintió, aliviada, y se levantó del sofá para ir hacia la cocina. Papá la siguió de cerca, como si quisiera ayudar en algo, aunque solo se limitara a pasar cerca y mirar los movimientos de mamá.

—Entonces… —dijo mamá, mientras empezaba a moverse entre la sala y la cocina—, vamos a preparar algo ligero. Nada complicado, solo para que podamos… relajarnos un poco.

Cristina aprovechó para acercarse un poco más a la cajita de madera, todavía con uno de los chocolates en la mano, y Gabriela me miró, sonriendo tímidamente.

Yo suspiré, todavía con el peso de todo lo que había pasado, pero al menos por un momento, sentí que podía relajarme un poco. No mucho, claro… todavía estaba en modo de alerta, siempre observando. Pero ver a mi familia moviéndose, intentando normalidad, y Guillermo a mi lado, me dio una sensación extraña… casi de paz.

—Entonces… —dijo papá mientras ayudaba a colocar platos en la mesa—. Vamos a comer algo, y poco a poco… podremos hablar más.

Poco a poco… pensé. Eso sonaba como un plan que incluso yo podía aceptar.

Nos acomodamos en la mesa. Cristina y Gabriela habían dejado los regalos en la sala, todavía curioseando de vez en cuando las figuras de madera y los dulces. Guillermo se sentó tranquilo a mi lado, observando cómo me movía entre cubiertos y platos.

Mis padres y Alan estaban en la cocina, sirviendo un poco de comida, charlando en voz baja entre ellos. Cuando finalmente se acercaron y se sentaron, mamá me miró directamente, con esa mezcla de curiosidad y cuidado en sus ojos.

—Réen… cuéntanos un poco de cómo era tu vida en Noruega —preguntó ella mientras servía un poco de sopa en mi plato.

Suspiré, bajando un poco la cabeza antes de responder, buscando las palabras que no fueran demasiado pesadas, pero tampoco mentiras del todo.

—Tranquilo… de cierto modo —dije—. Había familias que querían adoptarme, pero no quise. Preferí seguir en el orfanato, ayudando a quienes me ayudaron.

Miré a mis padres y luego a las chicas, notando sus miradas fijas en mí, ansiosas por entender. Continué:

—Ahí aprendí noruego… y algunos otros idiomas. Me dieron educación, una casa, comida… bueno, a cambio también debía trabajar. Ayudaba en el pueblo y en el orfanato. Tenía mis altibajos, claro, momentos difíciles… pero al final, todo acababa bien.

Mi madre sonrió suavemente, como si esas palabras ya fueran un alivio para ella. Papá asintió, complacido, y Alan me dio un pequeño asentimiento con la cabeza, reconociendo mi esfuerzo y mi independencia.

—Eso suena… —dijo Gabriela, con voz baja—. Como si hubieras tenido un poco de paz, aunque fuera lejos.

—Sí —dije, encogiéndome de hombros—. No era perfecto… pero aprendí mucho. Sobre sobrevivir, sobre las personas, sobre mí mismo.

Cristina, todavía con un chocolate en la mano, me miró con curiosidad:

—¿Y… eras feliz allá? —preguntó, con la boca medio llena y los ojos brillantes.

Suspiré otra vez, mirando los platos frente a mí.

—Era diferente —dije—. Tenía momentos buenos… y otros malos. Pero aprendí a vivir con lo que tenía, a valorar a las personas que me cuidaban y a esforzarme para no defraudarlas.

Mi madre y Alan nos miraban mientras nos servían la comida, y de repente, mamá preguntó:

—Réen… y Guillermo, ¿cómo se conocieron ustedes dos?

Lo miré, encogiéndome de hombros. Guillermo soltó una leve sonrisa y tomó la palabra:

—Bueno… yo era uno de los soldados heridos que llegó al orfanato. Estuvimos siendo ayudados en el pueblo junto a mi equipo. Ahí lo encontramos a él —dijo señalándome con la barbilla—. Su aspecto era americano, así que al principio pensamos que quizá era algún voluntario que se había quedado por allí.

Me reí por lo bajo, recordando cómo habíamos llegado a inventar toda la historia del orfanato.

—Sí —continuo, encogiéndose de hombros—. La directora del orfanato nos contó cómo lo encontraron, cómo lo cuidaron, y nos dijo que quizá podríamos ayudarlo a regresar a casa.

—Y yo estuve de acuerdo —añadí—. Me llevaron a la base cuando fueron a recogerme, y desde ese momento comenzaron a investigar información sobre mí, a buscar mis orígenes, a ver si alguien me esperaba.

Mi madre me miró con los ojos brillantes, y yo continué, tratando de mantener la calma:

—Durante ese tiempo… Guillermo y yo nos fuimos acercando. Nos hicimos amigos. Y, bueno… parte de su misión era acompañarme, estar conmigo un tiempo hasta que me adaptara a este lugar. Después, me dejarían aquí.

Vi que Alan frunció un poco el ceño, curioso, y luego mamá asintió lentamente, procesando lo que escuchaba.

—Pero me sorprendió —dijo Guillermo con una leve sonrisa— que no tuviera planes de quedarse aquí de forma permanente. Cuando dijiste que te irías después de un tiempo, me dejó… pensativo, para ser honesto.

Asentí, encogiéndome de hombros de nuevo.

—No es que no quiera estar con ustedes —dije despacio—. Es solo que… aún no me siento como parte de esta familia. No crecí con ustedes. No crecí en casa. Así que quedarme permanentemente, invadir un espacio que no es realmente mío… no es algo que planeo por ahora.

Mis palabras dejaron un silencio extraño. Mamá bajó la mirada, tratando de entenderlo. Papá se reclinó un poco en la silla, pensativo. Alan no decía nada, pero podía sentirlo evaluándome, intentando comprender.

Guillermo me lanzó una mirada rápida desde un costado. Creo que era un mensaje silencioso: "Hazlo a tu manera, pero no los alejes demasiado."

Papá me miró con curiosidad mientras movía un tenedor en la mano.

—Réen… durante todo ese tiempo que estuviste allí, ¿tuviste amigos? ¿Alguien cercano con quien convivieras, con quien pudieras… confiar un poco? —preguntó, con esa mezcla de interés y cuidado que siempre tenía cuando hablaba de mi infancia.

Asentí levemente, recordando la versión de mi historia que debía mantener.

—Sí —dije, con un suspiro leve—. Todos en el pueblo y en el orfanato… bueno, no todos, pero sí algunas personas. Gente que me cuidó, me enseñó cosas… algunos niños que estaban ahí también. Nos ayudábamos mutuamente.

Mamá sonrió, como si imaginar ese pequeño círculo de personas me hiciera sentir un poco de calor humano después de tanto tiempo de soledad.

—Eso me alegra —dijo—. Aunque estuvieras lejos, al menos no estuviste solo.

Alan se inclinó un poco hacia mí, con los codos apoyados en la mesa. Sus ojos azules eran curiosos y atentos, pero con una chispa de humor que parecía siempre estar lista para salir.

—¿Y… tuviste novia? O novio, no tenemos prejuicios —dijo, haciendo un gesto amplio con las manos.

Me reí por primera vez desde que llegamos. Una risa breve, un poco tensa, pero genuina.

—No —dije, negando con la cabeza—. Ninguno de los dos. Pero tengan por seguro que solo mujeres —hice un gesto leve de asentimiento, y luego añadí con una sonrisa leve—. Pero no, no tenía tiempo para eso… o simplemente no pensaba en eso.

Cristina se inclinó un poco, mirando hacia mí con curiosidad:

—¿Y eso no te hizo sentir solo? —preguntó con sinceridad, casi como si no entendiera cómo alguien podía crecer sin amigos cercanos o compañía amorosa.

Suspiré, mirándola y luego a Gabriela, que también estaba pendiente de mis palabras.

—A veces sí… —dije—. Pero aprendí a encontrar compañía en las pequeñas cosas: ayudar a los demás, aprender algo nuevo, incluso en los momentos malos. No era lo mismo que una amistad profunda, pero… funcionaba.

Papá asintió lentamente, mientras mamá parecía aliviada de escuchar que había encontrado cierta estabilidad, aunque fuera mínima.

—Eso es importante —dijo papá—. Que hayas podido adaptarte y salir adelante, incluso en circunstancias difíciles.

Guillermo me dio un pequeño codazo amistoso desde el costado, con una sonrisa ligera:

—Y algo me dice que no dejaste que nada ni nadie te hundiera, ¿verdad? —dijo en un tono que parecía más broma que comentario serio.

—Exacto —respondí, con una sonrisa que empezaba a sentirse más natural—. Sobreviví… y eso ya es suficiente por ahora.

Alan se inclinó un poco más hacia mí, con la mirada traviesa que siempre tenía cuando quería sacar más información:

—Entonces… ninguna chica, ningún chico… y aun así lograste sobrevivir trece años. Debo decir que eso ya es mérito suficiente.

Todos rieron levemente, un poco incómodos al principio, pero era la primera vez que el ambiente se sentía… humano. No perfecto, ni completo, pero sí vivo.

—Sí —dije, levantando un poco la voz, con un tono más seguro—. Y no planeo cambiar eso. Primero necesito aprender a vivir entre ustedes… y luego… ya veremos.

Guillermo asintió, con esa sonrisa tranquila que siempre me daba confianza. Mis padres intercambiaron miradas rápidas, como si procesaran que, aunque mi historia era un invento parcial, mi determinación y honestidad sobre lo que sí podía darles era real.

Cristina, todavía curiosa, inclinó un poco la cabeza y dijo:

—Me gusta cómo hablas… suenas… diferente. Pero bien.

Eso me hizo sonreír un poco más.

Note que Cristina me miraba con curiosidad, inclinando la cabeza un poco hacia mi mano enguantada.

—¿Por qué tienes el guante puesto todavía? —preguntó, señalando mi mano.

Suspiré, relajando un poco los hombros.

—Por comodidad —dije—. Estoy acostumbrado a tenerla siempre puesta. Además… oculta una herida.

Ella abrió los ojos con curiosidad, y, con un leve gesto, me quité el guante, dejando ver una cicatriz que atravesaba la palma hasta el dorso de la mano.

Mi madre, con los ojos grandes y llenos de preocupación, inclinó el torso hacia adelante.

—Réen… ¿qué te pasó? —preguntó, con la voz temblorosa.

—Estaba componiendo una máquina en el pueblo —respondí, bajando un poco la mirada—. Metí la mano donde no debía y me lastimé. Pero está bien… no perdí movilidad ni nada.

Mi madre frunció un poco el ceño, como dudando de lo que decía, pero decidió dejarlo pasar. No podía darles todos los detalles, no ahora.

—Deberíamos conseguir una cita médica —dijo papá, inclinándose hacia mí—. Para hacerte un chequeo completo… asegurarnos de que no tienes algo mal.

Asentí, levantando la mirada hacia él:

—Está bien… —dije con calma, encogiéndome de hombros—. Solo… no esperen muchas cosas sanas. Me la he pasado al límite durante mucho tiempo. Tengo varias fracturas por curar, y otras cosas…

Mamá me miró con los ojos entrecerrados, intentando imaginar lo que quería decir.

—No… no digas más —dijo papá, con un hilo de voz serio—. Solo déjalo que se revise y punto.

Suspiré, dejando que el tema cayera. Lo que no podía decir era la verdad: no era solo la fractura de la palma o las heridas de "jugar con una máquina". Tenía cortes profundos, marcas de metralla, cicatrices de entrenamiento y de misiones que prefería olvidar… y ni hablar de algunas marcas de tortura de los primeros años de entrenamiento.

Pero no ahora. No delante de ellos.

—Está bien —dije finalmente—. Me haré revisar. Pero no esperen milagros.

Guillermo me lanzó una mirada rápida desde el costado, como diciendo: "Bien hecho, no digas más de lo necesario". Y asentí, sabiendo que por ahora, mantener esa historia era lo mejor para todos.

Cristina inclinó la cabeza de nuevo, curiosa pero sin insistir. Su atención parecía haberse desplazado hacia las figuras de madera y los dulces, y yo aproveché para dejar que el momento se suavizara un poco.

De repente, noté que mi madre se tapaba la cara con ambas manos. Sus hombros se movían con pequeños sollozos, como si el peso de los años se viniera encima de ella de golpe.

Alan y papá se acercaron a ella con cautela, tratando de sostenerla, de darle algún tipo de apoyo.

—Lo siento… —dijo mi madre entre lágrimas, su voz quebrada—. Es simplemente… abrumador. Por tantos años creímos que no podríamos verte de nuevo… pasaron tantos años que muchos perdieron la fe, incluso llegué a perderla.

Se secó un poco la cara con la manga, pero seguía temblando, sus ojos brillando con lágrimas que no dejaban de brotar.

—Pero ahora… estás aquí. Y estás vivo —agregó, su voz temblando—. Y… aún no puedo asimilarlo.

Sentí un nudo en la garganta. Quise acercarme, tomar su mano del otro lado de la mesa, hacer algo para consolarla… pero no sabía cómo. Ni qué decir.

—Lo siento —dije apenas, con voz baja, intentando ser sincero sin excederme—. Lo siento por volver tan tarde… por no recordar nada…

Mi madre soltó un suspiro tembloroso, inclinándose un poco hacia adelante, y Alan puso una mano firme sobre su hombro, intentando transmitir calma.

No me moví, no dije más. Solo miraba, con el corazón latiendo fuerte, sintiendo la culpa y la confusión mezcladas con algo que podría llamarse alivio. Estaba vivo, frente a ellos, y aun así, no podía simplemente abrazarlos como quería.

—Está bien… —dijo papá, con una voz tranquila y firme—. Solo está bien que estés aquí. No importa el resto.

La frase simple caló un poco en mí. Aún no podía acercarme demasiado, pero por primera vez en trece años, sentí que un pequeño hilo de algo parecido a paz empezaba a entrelazarse entre nosotros, aunque fuera solo un hilo delgado y frágil.

De repente, escuchamos la puerta abrirse y todos volteamos hacia ella. Una mujer entró, cargando en sus brazos a una bebé, probablemente de un año o menos. Se detuvo abruptamente al verme, sus ojos abiertos de par en par.

Alan se levantó rápidamente y caminó hacia ella.

—Lo siento… —dijo—, pero no es un buen momento.

La mujer frunció el ceño, confundida.

—¿Y quién es él? —preguntó, señalándome con la cabeza.

Alan la miró con firmeza y le respondió:

—Él es Réen… mi hermano. El que desapareció.

Los ojos de la mujer se abrieron más, llenos de sorpresa.

—Entonces… eres tú —dijo, con un hilo de incredulidad en la voz.

Sin más, me pasó a la bebé en brazos de Alan y se acercó hacia mí.

—Hola —dijo, con una sonrisa—. Soy Violet, la esposa de Alan.

Alan se inclinó ligeramente hacia ella, murmurando algo que no alcancé a escuchar, y Violet se encogió de hombros, disculpándose:

—Oh… lo siento por llegar así de repente.

Me levanté de inmediato, consciente de que debía ser cortés.

—Mucho gusto —dije, extendiéndole la mano—. Cómo ya sabes mi nombre y quién soy, así que no tengo mucho con qué presentarme.

Ella tomó mi mano y sonrió cálidamente. Mientras tanto, Cristina y Gabriela se acercaron a Alan y a la bebé, tomando a la pequeña en brazos. Gabriela murmuró algo sobre lo linda que era, mientras Cristina le daba un pequeño juguete que traía en la mano.

Alan me miró, sonriendo con un brillo de complicidad en los ojos:

—Estaba esperando el momento de contarte sobre Violet. Llevamos cuatro años juntos… y uno de casados. La bebé es Beily. Hace un par de semanas cumplió un año. Y bueno, es tu sobrina.

Me quedé quieto por un momento, procesando la información. Una sobrina… y yo recién volviendo a esta familia después de trece años. La sensación era extraña, confusa… pero de alguna manera, verlos a todos juntos, felices y en calma, me dio un leve alivio.

—Beily —dije suavemente, mirando a la pequeña—. Mucho gusto…cuñada y sobrina, supongo.

Violet rió, mientras Alan asentía con orgullo. Las niñas, Gabriela y Cristina, ya jugaban suavemente con la bebé, y por un instante, el ambiente se sintió… casi normal.

Guillermo me lanzó una mirada desde un costado, como diciendo: "Ves… todo está bien, aunque parezca mucho para procesar".

Suspiré, dejando que todo el momento me envolviera. La familia que creía encontrar había cambiado con los años… y aun así, estaba allí, vivo y con nuevas piezas que ahora debía aprender a encajar.

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