El aire seguía cargado de la energía de la Muerte, pero un nuevo tipo de poder fluía a través de Ryuusei. Aiko, todavía arrodillada a su lado, lo miraba con los ojos llenos de preocupación. El dolor en su espalda seguía allí, un tormento constante, pero se atenuó cuando la Máscara del Yin-Yang se aferró a su rostro. La visión se distorsionó por un instante y, de repente, un torrente de información fluyó en su mente, más rápido de lo que podía procesar.
—Qué… ¿qué es esto? —susurró, su voz resonando detrás de la máscara.
Aiko lo miró sin comprender. —Ryuusei, ¿qué pasa? ¿Qué ves?
Un mapa estelar se desplegó en su mente, no de estrellas, sino de habilidades. Vio sus propias habilidades, sus poderes de caos y paz, manifestándose como si fueran inscripciones en una antigua piedra sagrada.
Poderes de Caos (Yin - Oscuridad, Destrucción)
Toque de la Entropía: Sus Martillos de la Guerra podían corroer cualquier cosa que tocaran, descomponiendo estructuras, armas e incluso deteniendo la regeneración de sus enemigos.
Visión del Abismo: Podía ver los miedos más profundos de sus enemigos y hacer que alucinaran con ellos.
Llamas del Ocaso: Un fuego oscuro que no podía ser extinguido hasta la muerte de la víctima o hasta que él lo decidiera.
Distorsión del Destino: Alteraba la probabilidad a su favor por un corto tiempo.
Regeneración Dolorosa: Se curaba, pero con un sufrimiento extremo, como si su cuerpo fuera reconstruido con clavos ardientes.
Poderes de Paz (Yang - Luz, Creación)
Aura de Resistencia: Reducía el impacto del daño recibido.
Curación Ajena: Podía sanar a otros, pero no a sí mismo.
Zona de Equilibrio: Creaba un área donde todas las habilidades se reducían a la mitad.
Eco de la Vida: Veía destellos del pasado y futuro de una persona al tocarla.
—Veo mis habilidades —explicó, su voz llena de asombro. —Pero... también veo las de ellos. Las de Daichi, Kenta, y Haru.
El torrente de información continuó, revelando las habilidades que la Muerte les había concedido. Las Armas Celestiales que los otros tenían por ser de las generaciones superiores, las mismas que su maestra, La Muerte, había forjado.
Daichi - Lanza del Juicio (Kuroyari - 黒槍)
Impacto de la Condena: Cualquier herida causada por la lanza multiplicaba el dolor del enemigo.
Estocada Fantasmal: La lanza podía atravesar obstáculos físicos sin perder filo.
Devoción Inquebrantable: Hacía a Daichi inmune a manipulación mental y al miedo.
Kenta - Guadañas Gemelas del Eclipse (Getsurei - 月霊)
Corte en la Sombra: Podía atacar a distancia usando las sombras.
Danza de la Muerte: Aumentaba exponencialmente su velocidad en combate.
Segador de Almas: Cada muerte aumentaba su resistencia y energía.
Haru - Arco del Vacío Carmesí (Akakū - 赤空)
Flechas Infinitas: No necesitaba carcaj, pues las flechas se formaban con su voluntad.
Disparo del Juicio: Marcaba a un enemigo y su flecha lo perseguía hasta impactar.
Lluvia Carmesí: Disparaba múltiples flechas explosivas simultáneamente.
—¿Qué significa eso? —preguntó Aiko. —¿Es como si te hubiera dado un mapa para luchar contra ellos?
—Tal vez... —murmuró Ryuusei. —O tal vez me dio una herramienta para entenderlos, para entender la verdad del universo.
Con una curiosidad imprudente, Ryuusei intentó ver la información de la Muerte. Sin embargo, lo único que apareció en su visión fue un sinfín de signos de interrogación. Era como si su poder fuera inconmensurable, un misterio que incluso la Máscara del Yin-Yang no podía descifrar.
En lugar de una figura, solo veía un vacío absoluto, un ???. No había nombre, no había forma, no había esencia, como si la Muerte estuviera más allá de lo que su poder podía comprender.
La Muerte se dio cuenta de su atrevimiento. Su voz, antes un murmullo, se volvió un eco glacial que resonó solo en la mente de Ryuusei.
—Interesante… ¿Intentas verme, niño?
En ese instante, Ryuusei sintió un dolor agonizante en su cabeza, como si mil cuchillas perforaran su mente. Un grito desgarrador se ahogó en su garganta. Cayó de rodillas, jadeando, y la Muerte se rio con diversión, un sonido hueco y seco que le heló la sangre.
—No estás listo para mirarme, pero me alegra ver que ya has entendido algo… Aún no eres nada ante mí.
Con un escalofrío, Ryuusei retiró la máscara. El dolor en su espalda volvió a su intensidad máxima, y por un momento, se preguntó si el dolor de cabeza había sido una advertencia o una prueba. Algo en su interior le decía que ciertas cosas no estaban destinadas a ser comprendidas por los mortales.
Mientras tanto, la Muerte se dirigió a Daichi, Kenta y Haru. Con palabras cuidadosamente elegidas, comenzó a sembrar dudas en sus corazones, insinuando que la relación entre Ryuusei y Aiko podía ser más de lo que aparentaba.
—Ese chico… y esa niña —susurró, su voz como una serpiente—. Son diferentes. Uno se aferra a su humanidad, la otra es una plaga. La singularidad de él no le pertenece. Le pertenece a ella. A la que llaman Aiko.
Al principio, dudaron, pero poco a poco, la influencia de la Muerte se hizo más fuerte. Daichi, en particular, sintió una creciente admiración por el ente, su lealtad comenzando a inclinarse más hacia la Muerte que hacia sus propios compañeros. Se había convencido de que su única forma de sobrevivir era aceptar su destino como un heraldo, y la Muerte, en su sabiduría, era un maestro digno de su lealtad.
Al salir de la sala de la Muerte, la atmósfera estaba cargada de hostilidad. El cielo había regresado a su estado normal. Las ruinas del campo de batalla se alzaban a su alrededor. Pero en lugar de cuerpos, había heraldos comunes que los veían con odio. Frente a ellos, Daichi, Kenta y Haru, a quienes la Muerte señaló con un gesto lento y deliberado.
—Ustedes tres… serán los Heraldos Supremos.
El título pesaba en el aire. Los otros heraldos comunes murmuraban entre sí, algunos con envidia, otros con alivio.
—Los Heraldos Supremos son mi voluntad hecha carne. Portan armas forjadas con el mismo material que nutre mi esencia y representan la ley del Inframundo. Son mi orden, mi juicio, mi ejecución.
Los tres se arrodillan ante su maestro, sintiendo la energía oscura fluir por sus cuerpos.
—¿Y qué hay de ellos? —pregunta uno de los heraldos comunes, señalando a Ryuusei y Aiko, que estaban juntos.
La Muerte guardó silencio por un momento antes de soltar una carcajada gutural.
—Ellos… no son parte de mi orden. No siguen mis reglas. No obedecen mis designios.
Los ojos de Daichi, Kenta y Haru se fijan en los dos.
—Los Heraldos Bastardos... —pronunció con una voz gélida—. Dos anomalías que no deberían existir. Pero, aun así, siguen bajo mi dominio.
El título cae como un juicio.
—Uno lleva una máscara del Yin-Yang que no le pertenece, robando los secretos del universo. La otra, una niña, fue bendecida con un arma sin recibir mi gracia. Y sin embargo… aún los dejo existir.
Daichi frunce el ceño.
—¿Por qué?
—Porque su destino no ha sido escrito. Y quiero ver hasta dónde llegarán antes de que los borre de la existencia.
La Muerte se gira, dejando que las palabras se graben en la mente de todos. Desde ese día, los Heraldos Supremos serán vistos como los verdaderos campeones de la Muerte, mientras que Ryuusei y Aiko cargarán con el desprecio y la sospecha de quienes los rodean.
Ryuusei y Aiko sintieron un escalofrío recorrer sus cuerpos. Aunque su estatus era inferior al de los Supremos, seguían siendo parte de la estructura de la Muerte. Se les otorgarían los mismos beneficios: riquezas, recursos, e incluso cierta autoridad sobre los heraldos menores. Sin embargo, todo esto venía acompañado de un odio implacable.
—No crean que esto es un favor —continuó La Muerte, su tono afilado como una daga—. Están obligados a servirme. Con cada fibra de su ser, con cada gota de su sangre. Mi voluntad es absoluta.
Los murmullos de los heraldos se intensificaron. Para ellos, Ryuusei y Aiko no eran más que errores que se negaban a desaparecer. La tensión era sofocante, pero Ryuusei, sin pronunciar palabra, se limitó a ajustar su máscara, su expresión oculta tras ella.
Más tarde, cuando todo se calmó y se encontraban lejos de las miradas ajenas, Aiko se acercó a Ryuusei con una determinación inusual para su edad. Se arrodilló profundamente, inclinándose en un saikeirei (la reverencia más formal y sumisa en la cultura japonesa).
—Ryuusei-sama —dijo con voz firme, su cabeza inclinada.
Ryuusei la miró, sorprendido. —¿Aiko? ¿Qué haces?
—Desde hoy, le soy leal a Ryuusei-sama —declaró con firmeza, su voz resonando en el silencio—. Me convertiré en tu sirvienta leal. Te serviré, te protegeré, y no me iré de tu lado, no importa lo que pase.
Ryuusei la miró en completo shock. Una niña de nueve años, con un sentido del deber tan arraigado que estaba dispuesta a inclinarse ante él, reconociéndolo como su maestro.
—¿Estás segura? —preguntó, incapaz de ocultar su sorpresa.
Aiko levantó la mirada, con determinación ardiente en sus ojos.
—Sí. La Muerte nos odia. Los Supremos nos desprecian. No hay lugar para mí aquí... salvo a tu lado. No confío en nadie más, y creo en ti.
Ryuusei exhaló pesadamente, dándose cuenta de que la niña entendía mucho más de lo que aparentaba. Ella había visto su dolor, su locura, su debilidad, y aun así, no lo había abandonado. Había visto a sus amigos huir por miedo, y su lealtad se había afianzado. No tenía sentido rechazarla. Su corazón, que se había endurecido por la traición, sintió una punzada de emoción, la primera en mucho tiempo.
—Entonces… acepto —dijo, la Máscara del Yin-Yang ocultando la emoción en sus ojos. —Pero no eres mi sirvienta. Eres mi familia. Mi única familia.
Y el pacto entre ellos se selló, no con palabras, sino con una lealtad que no se podía romper. Estaban solos contra el mundo. Pero estaban juntos.