Ryuusei jadeó, su cuerpo temblando de puro dolor. La adrenalina ya no lo protegía, y la realidad cayó sobre él como un peso insoportable. Su espalda era un infierno en llamas, un dolor tan atroz que apenas podía respirar sin sentir que su columna se desgarraba. Trató de levantarse, pero sus piernas…
No se movieron.
Un escalofrío le recorrió la piel. —No… no… no… —susurró, su voz temblando. Trató otra vez, pero solo sintió un latigazo de sufrimiento que lo dejó jadeando en el suelo. Sus piernas estaban allí, visibles, normales, pero no respondían. Era como si ya no fueran suyas, como si estuvieran desconectadas de su mente. El pánico se apoderó de su pecho, un pánico frío y paralizante. Su corazón latía tan rápido que sentía que iba a reventar. Quiso gritar, pero lo único que salió de su garganta fue un sonido ahogado, una mezcla de desesperación y terror. Y entonces, levantó la mirada y vio a sus compañeros.
El grupo se había detenido. No corrían, no lo ayudaban. Simplemente estaban allí, observando. Kenta y Haru se miraron por un segundo, el miedo reflejado en sus ojos, no en los suyos, sino en el de ellos. El Heraldo se había ido y la Bestia se había desvanecido, pero el peligro no había terminado. Ellos lo sabían. Vieron el dolor en el rostro de Ryuusei, y vieron su parálisis. Y no dijeron nada. Solo… se dieron la vuelta y corrieron.
—N-no… ¡No! ¡No se vayan! —intentó gritar, pero su voz sonó rota, débil. El grito se ahogó en su garganta, era fútil.
Daichi, el siempre calculador, el estratega silencioso… se quedó unos segundos más. Sus ojos, antes sombríos pero leales, ahora reflejaban una fría racionalidad. Analizó la situación: Ryuusei, herido de muerte, no podía moverse.
Las posibilidades de sobrevivir juntos eran nulas. La probabilidad de que él mismo muriera era altísima si se quedaba. No hubo palabras de despedida, ni siquiera una mirada de disculpa. Solo una sombra que se alejaba, cada paso alejándolo de la muerte segura.
Ryuusei los vio desaparecer en la distancia. Sus amigos. Sus aliados. Se iban, dejándolo atrás. Los que lo habían llamado líder, los que habían confiado en él, lo habían abandonado. En ese momento, sintió algo peor que el dolor físico.
Era el vacío absoluto. La desesperación lo ahogó como un océano infinito. Su pecho se contrajo, su garganta se cerró. Quiso gritar sus nombres, suplicar, maldecir, pero todo lo que salió fue un sollozo ahogado, una mezcla de dolor y rabia.
—¿P-por qué…? —susurró, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas ardientes, lágrimas que se mezclaban con el sudor y la sangre.
—¡Ryuusei!
La voz de Aiko rompió la bruma de su mente. Ella estaba allí. Ella no se había ido. Aiko cayó de rodillas a su lado, sus manos temblorosas tratando de sostenerlo. Sus ojos reflejaban puro pánico, pero también una lealtad inquebrantable.
—¡Ryuusei, dime algo! ¡No te duermas! ¡Tienes que aguantar! —su voz se quebró, su cuerpo entero temblaba.
Pero Ryuusei apenas podía responder. Su espalda ardía como si lo hubieran partido en dos. Sus piernas… ya no existían en su mente. Su respiración era errática, cada intento de moverse era un tormento inhumano.
—Aiko… —su voz sonó como un susurro roto. —Me dejaron…
Aiko mordió su labio, sus ojos desbordándose de lágrimas. —¡Ellos son unos cobardes! ¡No les importas! ¡Pero a mí sí, Ryuusei! ¡No te atrevas a rendirte!
Pero Ryuusei solo veía el cielo carmesí. Su mente se hundía en la desesperación, la traición era una herida más profunda que cualquier golpe. ¿Era este el fin? ¿Así se sentía ser abandonado? ¿Así se sentía morir? El sonido de los Heraldos Negros acercándose retumbó en la distancia. La sombra de la muerte se cernía sobre ellos. Y Ryuusei, roto en cuerpo y alma, solo pudo soltar una risa ahogada. —Esto… es un infierno…
El silencio tras la carnicería era sepulcral. Solo quedaban 45 jugadores de los miles de almas que habían caído. La mayor masacre se dio cuando la Bestia y el Heraldo aparecieron, sumiendo el campo de batalla en un infierno de destrucción sin precedentes. Entre los escombros y los cuerpos, Ryuusei jadeaba con los puños apretados. Su mente estaba nublada, la traición lo había dejado al borde de la locura.
Sus propios aliados lo habían abandonado, lo habían condenado. Ahora, solo Aiko permanecía a su lado, pero ¿por cuánto tiempo? Cada sombra, cada crujido del suelo hacía que su corazón se acelerara. Sus ojos, encendidos por la paranoia, se clavaron en la niña que temblaba a su lado.
¡No podía confiar en nadie! Sus pensamientos se tornaron oscuros, llenos de sospecha. Aiko lo miró con miedo, notando el cambio en su expresión. Su maestro, su protector, ahora lucía como un demonio atrapado en su propia psicosis.
—¡Aiko! —rugió Ryuusei, tomándola bruscamente por los hombros. Sus manos temblaban, su mente estaba al borde del colapso. La niña lo miraba con ojos aterrorizados, sin entender qué estaba ocurriendo.
—T-tenemos que salir de aquí… —balbuceó ella.
Ryuusei sintió un escalofrío recorrer su espalda. Un rugido de ira surgió de su pecho y, sin pensar, su palma surcó el aire y se estampó contra la mejilla de la niña. El golpe no fue fuerte, pero bastó para hacerla tambalear y quedar en shock. Aiko llevó una mano a su mejilla, con los ojos llenos de lágrimas, y por primera vez vio el terror más puro en el rostro de quien se supone era su héroe.
—Cálmate —ordenó Ryuusei, ahora con la mirada fija y severa—. Escúchame bien. Se acabó el tiempo de llorar y de preguntar. Ya no somos un equipo. Ahora somos tú y yo. Y tenemos que hacer exactamente lo que te diga si queremos salir vivos de esto. ¿Entendido?
La niña, aún adolorida y asustada, asintió entre sollozos.
—Primero —continuó Ryuusei, ignorando las lágrimas en sus ojos. —Ve a recuperar la espada del Heraldo. Sigue incrustada en el cráneo de la Bestia. Necesitarás usar todas tus fuerzas para sacarla.
La niña asintió y corrió entre los escombros, esquivando los cadáveres que cubrían el campo de batalla. Ryuusei la observó de cerca, asegurándose de que no fallara.
—¡La tengo! —gritó, su voz un eco débil en la distancia.
—Segundo —continuó cuando Aiko regresó con la espada goteando sangre negra—. Coloca mis dos martillos en mi espalda. No puedo perderlos. —Ryuusei hablaba rápido, sus palabras eran órdenes directas que Aiko debía seguir sin cuestionar.
Aiko hizo lo que le dijo. Con dificultad, colocó los martillos en la espalda de Ryuusei, atándolos con un trozo de tela.
—Tercero… —dijo Ryuusei, sus ojos brillando con una luz febril. —Quiero que tomes mis dagas de teletransportación. Vas a aferrarte a mi cuerpo y vas a usarlas.
—¿Q-Qué? —Aiko lo miró sin comprender. —¿Pero… pero yo no sé cómo usar las!
—No tienes que hacerlo —explicó Ryuusei, su voz llena de una extraña convicción. —Mis dagas son diferentes. Son un catalizador. Yo controlo la teletransportación desde mi mente, pero tú serás la que las active. Tienes que aferrarte a mí y lanzar las dagas. Y yo… yo haré el resto. Pero si no lo haces bien… morimos.
Aiko tragó saliva y obedeció. Cada movimiento la hacía desaparecer en un destello de luz antes de reaparecer unos metros adelante, repitiendo el proceso sin descanso. Ryuusei la siguió con la mirada, asegurándose de que dominara la técnica mientras el terreno se desmoronaba a su alrededor.
—Es como si las dagas estuvieran vivas —dijo Aiko, su voz temblando por el esfuerzo—. Se mueven solas.
—Son Armas Celestiales —dijo Ryuusei. —No tienen voluntad propia, pero se activan cuando el portador lo necesita. En este caso… tú. Ahora, concéntrate. No podemos fallar. No hay margen de error.
Una vez dominado el proceso, Aiko fue corriendo donde estaba Ryuusei, se agarró a su cuerpo y empezó a lanzar las dagas una a una, recogiéndolas en el proceso.
—Vamos.
Aiko lanzó la primera daga con un nudo en la garganta. Apenas apareció en su nueva posición, sintió cómo su cuerpo se tambaleaba por la velocidad. Cada vez que se teletransportaba, el suelo desaparecía detrás de ella. No había margen de error. El suelo bajo ellos se desmoronaba más rápido de lo que habían previsto. Ryuusei siguió recogiendo las dagas para pasárselas a Aiko, asegurándose en el proceso de mantener el ciclo de teletransportación.
Mientras avanzaban, los números de jugadores vivos descendían drásticamente. De los 45 jugadores, ahora solo quedaban 15. Ryuusei vio una pantalla donde ya había 3 personas calificadas. Daichi. Kenta. Y Haru. Su cuerpo se llenó de odio al ver esos nombres, una rabia ardiente que hacía que el dolor en su espalda fuera insignificante. Solo quedaban dos cupos para pasar.
La mayor masacre había ocurrido cuando la Bestia y el Heraldo aparecieron. La destrucción que dejaron a su paso fue incalculable. Un solo enfrentamiento entre esas entidades había erradicado a cientos en cuestión de segundos. Nadie estaba preparado para semejante horror. Pero ellos dos aún seguían en pie.
—¡Ryuusei, el suelo se acaba! —Aiko gritó, lanzando su última daga.
Ryuusei observó el borde del abismo. La desesperación lo golpeó por un instante, pero luego reaccionó.
—¡Aguanta un poco más! —Lanzó la última daga hacia un pilar flotante en la distancia y ambos desaparecieron en un destello.
Aterrizaron jadeando, cubiertos de sudor y sangre. Detrás de ellos, el coliseo se hundía en la nada. Aiko, la niña a la que acababa de abofetear, lo había salvado.
—Aiko, repite la estrategia que te dije, además tengo un plan un poco sucio. —dijo Ryuusei.
Aiko obedeció, mientras ella se teletransportaba con el cuerpo de Ryuusei, este aprovechaba con sus martillos, romperles las piernas a todos los jugadores que iban adelante suyo, así salpicando un montón de sangre, ya estaban por llegar.
Aiko tiró la última daga, llegando así a la línea de meta. Detrás de ellos, el suelo se partía en pedazos, devorando los gritos de los jugadores que se habían quedado atrás. La adrenalina aún corría por sus venas, pero Ryuusei, en los brazos de Aiko, solo sentía el dolor atroz y un vacío frío en su pecho.
Los gritos de los que caían eran lo último en desaparecer antes de que el abismo los devorara. Manos desesperadas se aferraban a escombros flotantes, solo para resbalar segundos después. Uno a uno cayó, sus rostros congelados en terror absoluto. Y Ryuusei solo observaba. Un escalofrío recorrió su espalda cuando se dio cuenta de que no sentía nada.
Él y Aiko estaban a salvo. Habían pasado por el infierno mismo. Se ahogó en un llanto de felicidad por llegar a la meta con Aiko y por haber sobrevivido a un infierno que solo era el limbo.
Pero entonces, algo comenzó a caer del cielo. Gotas espesas y oscuras, tan rojas como la sangre, que caían sobre su rostro. No era lluvia. Era sangre. Una lluvia de sangre que caía sobre la tierra, un lamento del cielo.
Las gotas se mezclaron con sus lágrimas. Ryuusei ya no lloraba de felicidad, sino de una tristeza profunda y amarga. Su cuerpo temblaba con un dolor que no era físico. Llevó sus manos a la cara y las gotas oscuras mancharon sus dedos.
Las había matado. Había matado a personas. Había roto sus piernas. Había usado su martillo para destrozar sus huesos y dejarlos a la merced de La Muerte. Los había condenado.
Nunca antes había matado a alguien. Nunca había sentido el peso de una vida que él mismo había quitado. Y se sentía vacío.
Levantó la mirada al cielo carmesí, empapado en la sangre de los caídos.
—Lo siento —murmuró, su voz rota, sus palabras apenas audibles sobre el sonido de la lluvia de sangre. —Lo siento…
Aiko, sin entender por qué lloraba, lo abrazó con fuerza.
Cuando Ryuusei levantó su mirada, sus ojos se encontraron con los de Daichi, Kenta y Haru. Ellos estaban al lado de la meta. Sonreían. Habían ganado. Habían sobrevivido. Su visión se volvió roja. Sus puños se cerraron con tanta fuerza que sus nudillos crujieron.
No podía permitirse perder. No contra ellos. El arrepentimiento y la tristeza se transformaron en una furia fría y controlada. Aún no era un monstruo. Pero estaba a punto de convertirse en uno.
Continuara…