Capítulo 8: La Sombra del Mar Angosto
El día comenzó como tantos otros en la Fortaleza Roja, aunque desde el amanecer se respiraba una agitación distinta. Bastaba con atender al sonido de los pasos apresurados de los sirvientes en los corredores, al murmullo de las doncellas que pensaban que un niño no podía escuchar, o al modo en que los guardias se detenían a medio hablar cuando yo pasaba cerca.
Los rumores se propagaban como un incendio en campo seco. Nadie necesitaba venir a contármelo directamente; las propias paredes parecían susurrarlo.
Daemon Targaryen, mi tío, había derrotado al Alimenta Cangrejos.
Me quedé inmóvil en un corredor, escondido en la sombra de un tapiz, escuchando cómo dos criados se detenían tras doblar la esquina, sin sospechar que yo estaba más cerca de lo que creían.
—Dicen que lo atravesó con su propia espada, que lo arrastró fuera de la cueva como a un perro muerto —murmuró uno, con la voz encendida por la emoción.
—Bah, cuentos de marineros… pero todos juran que lo vieron. Que cabalgó hacia el enemigo con un ejército entero detrás, y ni una flecha lo alcanzó —respondió el otro, con incredulidad teñida de respeto.
—Y ahora lo llaman… —hubo una pausa— el Rey del Mar Angosto.
Ese título quedó flotando en el aire como un presagio. Sentí un escalofrío, aunque no supe si era de orgullo o de miedo.
Seguí caminando con indiferencia, como debía hacerlo un príncipe. Pero mi mente no dejaba de dar vueltas a lo que había escuchado. No era lo mismo decir que Daemon había ganado una batalla que oír al pueblo proclamarlo rey.
En los patios, los pregoneros repetían la noticia con voces potentes:
—¡El príncipe Daemon, montado en Caraxes, ha vencido al ejército del Alimenta Cangrejos! ¡Los hombres lo aclaman como Rey del Mar Angosto!
Algunos guardias sonreían con orgullo; otros permanecían serios, tensos, como si no supieran si aquello era júbilo o amenaza.
Me acerqué al balcón que daba a la ciudad y vi cómo, más allá de los muros, las calles se llenaban de rumores. "Rey del Mar Angosto". Un título nacido en la boca de marineros y soldados, pero que ya corría por Desembarco como un eco imposible de detener.
Y yo, apenas un niño de seis años, aunque con la mente despierta de un adolescente, observaba todo aquello con una sensación extraña. Sabía lo suficiente para comprender que las coronas, incluso las improvisadas, pesan más de lo que parecen.
Daemon… Mi tío. El hombre al que había visto solo unas cuantas veces, siempre envuelto en un aura de fuego y acero. No lo conocía de verdad, y quizás por eso mismo era cuidadoso al pensar en él.
Esa mañana, mientras aún resonaban los ecos del nuevo título, Ser Erryk me condujo hacia la sala del Consejo. No porque me correspondiera asistir, sino porque mi padre deseaba tenerme cerca. O eso decía. A veces pensaba que solo quería saber qué oía yo, qué aprendía y qué no.
No ocupé un lugar en la mesa, claro. Tenía mi rincón, una silla discreta desde la que apenas me notaban, aunque yo lo veía y escuchaba todo.
—Se hace llamar Rey del Mar Angosto —dijo Otto Hightower, la voz afilada pese a su tono sereno—. Y el pueblo lo aclama. Eso es un desafío a la autoridad de la Corona.
Mi padre, en la cabecera, acariciaba distraído la copa de vino, sin beber aún.
—Daemon no se ha proclamado rey —respondió con cansancio, aunque había un brillo en sus ojos—. Es la gente quien lo celebra así.
—La gente… —repitió Otto, con desdén—. Pero los títulos no son humo, Su Gracia. Una corona en la cabeza de un príncipe es semilla de rebelión, aunque él mismo no la reclame.
El maestre Mellos carraspeó.
—De momento no es más que un gesto simbólico. Un héroe recibe aclamaciones, es natural.
—Un gesto simbólico —lo interrumpió Otto, con la mirada fija en el rey— que pone en duda quién gobierna en Poniente. Y recordemos que Daemon no es solo un príncipe: es su hermano.
Yo miraba a mi padre. Había orgullo en su expresión —orgullo por la victoria—, pero también herida. Porque el título era un recordatorio cruel: había un "rey" que no era él.
Viserys apretó los labios.
—Daemon siempre ha sido así… —suspiró—. Un hombre imposible de atar con cadenas.
—Un hombre imposible de atar —respondió Otto, inclinando apenas la cabeza— es, por definición, un hombre peligroso.
Sentí un nudo en la garganta. Mi tío era como un dragón invisible: su sombra se extendía por toda la sala, aunque no estuviera presente.
Mi padre golpeó la mesa suavemente, más en súplica que en ira.
—Daemon es mi hermano. Peleó por el reino. Venció donde muchos cayeron. No lo recibiré como enemigo.
Otto bajó la mirada con fingida humildad, pero sus palabras quedaron en el aire como veneno:
—El reino no perdona la debilidad, Su Gracia. Y los hombres no olvidan quién lleva corona, aunque no sea de hierro.
Me estremecí. Aquello no era consejo, sino advertencia. Otto hablaba del reino, pero en realidad hablaba de sí mismo y de quienes veían en mi tío un peligro… o una oportunidad.
De regreso a los pasillos, la Fortaleza hervía de voces. Ser Erryk caminaba a mi lado, intentando ignorarlas.
—Dicen que se lanzó contra el enemigo como un dragón en forma de hombre —susurraba una doncella a otra.
—O como un loco —repuso la otra, aunque en su voz se oía tanta admiración como temor—. Pero ganó. Y ahora lo llaman rey.
En el patio, dos guardias murmuraban con cautela:
—Si regresa con esa corona, muchos lo seguirán.
—Cuidado con lo que dices —replicó el otro, mirando alrededor—. El rey tiene buen corazón… pero hay quienes creen que Daemon es el fuego que falta.
—Silencio. Ni las piedras perdonan palabras así.
El eco de esas frases me acompañó hasta la galería.
Allí encontré a Rhaenyra. Estaba apoyada en un balcón, la mirada fija en el horizonte rojo del atardecer. No necesitaba preguntarle para saber en quién pensaba.
—Es increíble, ¿verdad? —dijo sin mirarme—. Daemon siempre encuentra la forma de que hablen de él, para bien o para mal.
Guardé silencio. Con Rhaenyra, a veces era más prudente escuchar que hablar.
Ella giró apenas, y en sus ojos había orgullo, pero también recelo.
—Ten cuidado, Jaehaerys. Algunos dragones iluminan el cielo, pero otros… lo incendian.
No respondí. Solo incliné la cabeza y seguí mi camino. Pero sus palabras quedaron clavadas en mí, como un presagio. Llegaría el día en que la gente me amara… o me temiera.
Esa noche, cuando las sombras llenaron el castillo y los pregoneros aún gritaban en la ciudad, comprendí una verdad simple y aterradora: Daemon no estaba en Desembarco, y aun así dominaba cada rincón de ella.
Y su regreso, inevitable, sería la tormenta que pondría a prueba a todos.