Capítulo 14: Los Primeros Estandartes
Saliendo por la puerta principal de Desembarco del Rey, nos dirigimos hacia el norte de la ciudad.
El aire allí era distinto. Habíamos dejado atrás las calles abarrotadas y el murmullo constante de la capital, pero el bullicio no se desvanecía: simplemente cambiaba de forma. Frente a nosotros, en los campos despejados más allá de las murallas, se desplegaba un mosaico de colores, blasones y carpas recién levantadas.
Delegaciones de casas se alzaban a la vista, con caballos y caballeros yendo y viniendo como un enjambre inquieto. La organización del torneo había sido repentina, apenas un día de anuncio, pero aun así, la cercanía de la capital garantizaba una afluencia considerable. No era la flor y nata de todo Poniente, pero sí la de la Corona y las Tierras de los Ríos cercanas.
Vi ondear estandartes familiares: la garra de oro de los Celtigar, la luna creciente de los Massey, la torre de los Darklyn, el sol llameante de los Velaryon que habían llegado temprano con toda la pompa de su flota. Había también pendones más humildes, de casas menores que rara vez recibían atención en la corte. Sus señores habían enviado sobrinos, hijos menores y caballeros juramentados, buscando el mismo premio que todos: la oportunidad de destacar, de ser vistos, de hacer resonar su nombre más allá de sus tierras.
Algunos de esos jóvenes de cuna noble tenían la arrogancia pintada en el rostro, luciendo armaduras demasiado limpias y plumas de casco demasiado ostentosas, como si la gloria pudiera comprarse con adornos. Otros, en cambio, tenían la mirada firme y silenciosa, el temple de quienes sabían que la sangre era el precio inevitable de la fama.
Ser Erryk caminaba a mi lado, siempre atento, abriéndose paso entre el tumulto. A cada paso me llegaban retazos de conversación:
—…dicen que el premio sera de 1000 monedas de oro…
—…los jinetes de los Massey no tienen rival…
—…ojalá Ser Criston Cole aparezca, nadie lo iguala en las justas…
El terreno se abría cada vez más, y al final del camino, en el horizonte cercano, se levantaba la silueta colosal del coliseo. Todavía en construcción en algunos tramos, sus gradas de madera y piedra improvisadas parecían una corona gigantesca plantada sobre los campos. A su alrededor, una ciudad de carpas había surgido de la nada: pabellones señoriales, tabernas improvisadas, puestos de vino caliente y hasta altares pequeños donde septones bendecían a los competidores.
El torneo estaba a punto de comenzar.
En el centro de las tiendas se alzaba la más grande y llamativa de todas, un pabellón que dominaba la explanada como si fuese un castillo de tela y madera. Estaba decorado con el emblema de la casa Targaryen: el dragón tricefalo rojo, bordado en negro sobre lonas oscuras que relucían bajo el sol poniente. Las estacas que sostenían la estructura eran tan gruesas como troncos de árbol, y del mástil central ondeaba un estandarte enorme que se movía como si fuese una llama viva cada vez que el viento soplaba desde el mar.
A su alrededor se encontraban las carpas menores de los príncipes y de los consejeros más cercanos al rey, todas bien custodiadas por capas doradas. El olor a cuero recién curtido, a incienso y a carne asada se mezclaba en el aire, y por todas partes se escuchaban cascos golpeando la tierra y el repicar metálico de herraduras siendo ajustadas.
Mientras cruzábamos el campamento, mis ojos se posaron en una escena que destacó entre el bullicio. Allí, no muy lejos de la tienda principal, vi a Rhaenyra caminando junto a Daemon. La princesa vestía un atuendo sencillo pero elegante, un vestido de seda clara que brillaba con tonos perlados, y su cabello dorado-plateado caía en ondas sobre sus hombros. A su lado, Daemon avanzaba con ese porte arrogante que lo distinguía siempre: su capa oscura ondeando a cada paso, la espada al cinto como si fuese una extensión natural de su cuerpo.
Ambos caminaban despacio, observando los pabellones y a los caballeros que se preparaban para la liza. Los murmullos no tardaron en seguirlos, como la sombra inevitable de los Targaryen. Algunos inclinaban la cabeza al verlos, otros se limitaban a observar en silencio, aunque en más de un rostro se adivinaba la mezcla de respeto y recelo que siempre despertaban los dragones.
Daemon se inclinaba de tanto en tanto hacia su sobrina, murmurando palabras que ella escuchaba con una sonrisa apenas contenida. Había entre los dos una complicidad evidente, tan natural que parecía ajena a la multitud que los rodeaba.
Erryk, siempre atento, me susurró:
—Su alteza la princesa y el príncipe Daemon. Parece que también recorren el campamento antes de la gran jornada.
Yo no aparté la vista. Allí estaban, caminando entre estandartes y caballeros, como si fueran dueños de todo aquel espectáculo, como si el mundo entero girase en torno a ellos. Y, en cierto modo, así era.
Yo seguí mi rumbo hacia la tienda de la familia real. El pabellón era amplio y distinguible entre todos: los bordes estaban bordados con hilos dorados y sobre la entrada pendía un estandarte de la casa Hightower junto al dragón tricéfalo, una muestra sutil de la influencia que ejercía la reina consorte en la corte. Guardias con capas verdes y doradas custodiaban el acceso, dejando pasar solo a quienes tenían derecho.
Al cruzar el umbral, el aire cambió de inmediato: dentro reinaba una calma tenue, quebrada apenas por el suave murmullo de voces y el crujir de la madera bajo los pasos. Aromas de hierbas y flores frescas perfumaban el ambiente, seguramente traídas de Antigua para complacer a la reina.
Mis ojos se posaron en la figura de Alicent Hightower, que estaba sentada en un amplio sillón tapizado. Sostenía en brazos al pequeño Aemond, apenas de un año de vida, envuelto en un manto blanco con bordes verdes. El bebé dormía con el rostro apacible, ajeno al peso de su linaje y al murmullo constante del poder.
Más cerca del suelo, apartado en un rincón, Aegon jugaba con unos caballitos y soldados de madera, riendo por momentos mientras golpeaba una pieza contra otra con desordenada energía. Sus cabellos rubios revueltos brillaban bajo la luz de las lámparas, y por un instante parecía un niño cualquiera, sin corona ni destino.
No muy lejos, en silencio, estaba Helaena. La pequeña hablaba consigo misma en un susurro apenas audible, acariciando con devoción la muñeca que llevaba en brazos. Sus grandes ojos violetas no se apartaban de su juguete, como si el resto del mundo no existiera para ella.
Avancé un par de pasos y me incliné levemente.
—Madre —dije, saludando a Alicent más por respeto que por otra cosa.
Ella levantó la vista hacia mí. Sus labios se curvaron en una sonrisa correcta, cortés, más cercana al deber que al afecto genuino. Era evidente que había cuidado de mí todos esos años, aunque siempre dentro de los límites de lo que exigía su papel, como quien cumple una obligación más dentro del pesado engranaje de la corte.
—¿Sabes dónde está mi padre? —pregunté, manteniendo la voz baja, aunque con la curiosidad evidente en el tono.
Alicent acomodó con suavidad la manta que cubría a Aemond antes de responder. Sus dedos acariciaron la mejilla del niño, como si necesitara ganar unos segundos antes de contestar. Luego levantó la vista hacia mí, con esa serenidad ensayada que tan bien dominaba.
—Viserys se encuentra en el coliseo —dijo con voz suave, sin dejar de observarme—. Ya está en el palco, esperándonos.
La mención del rey llenó el ambiente de un matiz distinto. Podía imaginarlo allí, rodeado de consejeros, intentando aparentar fortaleza pese a los achaques que comenzaban a marcar su cuerpo. La expectación del torneo lo sostenía tanto como el vino que siempre tenía cerca.
Las palabras de Alicent sonaron medidas, casi ceremoniales, pero en sus ojos pude notar un leve destello: una mezcla de impaciencia y preocupación, como si deseara que nada empañara el espectáculo que tanto se había apresurado a organizar la corte.
Quise abrir la boca para hablar, pero me contuve. En mi mente había formado ya la pregunta, casi la súplica: pedirle a mi padre que me permitiera participar en la prueba de tiro con arco. No en las justas ni en los duelos, donde la sangre corría con demasiada facilidad, sino en el único terreno donde estaba seguro de mi destreza.
Pero al escuchar a la reina decir que el rey ya estaba en el coliseo, aguardando en su palco rodeado de lores y consejeros, comprendí que la ocasión se me había escapado. No habría momento íntimo para un ruego personal, ni palabras que no quedaran ahogadas por la formalidad del espectáculo.
Mis dedos se cerraron en un puño, oculto bajo la manga de mi túnica. Un pequeño gesto para contener la frustración que se agitaba dentro de mí. Había deseado tanto esa oportunidad; mostrar al reino, aunque fuese en algo tan simple como un arco, que yo no era solo un príncipe más escondido en la sombra de los demás.
—Entiendo… —murmuré al final, con un hilo de voz casi imperceptible.
Alicent me observó con su calma impenetrable, como si pudiera leer la impaciencia que intentaba ocultar, pero no dijo nada.
La idea golpeó mi mente como una flecha en el blanco. Si mi padre ya estaba en el palco y la oportunidad de pedirle permiso se había desvanecido, entonces encontraría otro camino. El torneo estaba lleno de caballeros y escuderos, nobles y plebeyos que buscaban gloria. Entre tantos rostros, ¿qué impedía que uno más se mezclara con ellos?
No necesitaba un anuncio ni un nombre proclamado con trompetas. Solo un arco en mis manos y un blanco frente a mí. Si acertaba, si demostraba lo que podía hacer, entonces ya no habría necesidad de pedir permiso: las dianas hablarían por mí.
Me descubrí sonriendo, una sonrisa ladeada que intenté ocultar. Erryk, siempre atento, no dejó pasar el gesto.
—Mi príncipe… ¿qué maquina su cabeza ahora? —preguntó, con esa sospecha que le nacía cada vez que yo callaba demasiado.
—Nada —respondí con fingida inocencia, aunque mis ojos brillaban con un destello que lo hizo fruncir el ceño aún más.
Mientras Alicent acomodaba a Aemond en su cuna portátil y los sirvientes recogían las últimas pertenencias, yo ya estaba urdiendo mi plan. Bastaría con una capa sencilla, un lugar entre los arqueros y el momento justo para soltar la cuerda.
En mi interior, la decisión estaba tomada: si no me dejaban competir como príncipe, lo haría como un desconocido.