Capítulo 11:
En lo alto de la Fortaleza Roja, en una habitación bañada por la luz matinal, el sol se filtraba por una ventana, iluminando todo a su alrededor sin perturbar el sueño de la pequeña figura que descansaba entre almohadas.
La puerta se abrió suavemente, y de ella ingresó una doncella de cabello castaño, que aparentaba poco más de treinta años. Vestía con sencillez, aunque llevaba en brazos unas túnicas de telas costosas.
—Mi príncipe, es hora de levantarse. Los invitados y caballeros están llegando a la capital desde todas las partes del reino —dijo con voz firme, pero cordial.
—Un rato más, Maysie… —murmuré enterrándome en las almohadas, negándome a abandonar mi descanso.
—El día ya comenzó, mi príncipe. Los gallos han cantado y la ciudad despierta. No querrá perderse un espectáculo que pocas veces se repite en el reino.
Maysie suspiró, resignada, y alzó la voz hacia la puerta:
—Ser Erryk, ¿podría ayudarme a llevar al príncipe a la bañera, por favor?
La puerta se abrió de nuevo, revelando a una figura alta, vestida con una armadura reluciente y una capa blanca que rozaba el suelo con cada paso. Erryk Cargyll, mi guardia y maestro de armas, me observó con una sonrisa contenida.
Salté de la cama de inmediato.
—¡No es necesario, Maysie! Puedo bañarme yo solo —dije apresuradamente mientras corría hacia el baño.
Erryk soltó una leve risa y volvió a su puesto en la entrada.
—Maysie, por favor tráeme mi ropa —pedí, con el rostro aún sonrojado por la vergüenza.
Ella, distraída por un instante al mirar al caballero retirarse, se recompuso de inmediato y se dirigió al baúl para llevar mis túnicas al baño.
(Treinta minutos después)
—Bostezo…
Salí de mi habitación ya vestido, aunque todavía con sueño. Me esperaba el desayuno con mi familia… mi disfuncional familia.
—Nos vemos, Maysie —me despedí de mi doncella, que me había cuidado desde que tenía memoria.
—Nos vemos, mi príncipe —respondió con dulzura mientras ordenaba mi cama.
—Vamos, Erryk. El deber llama —dije con una mueca, recordando las tensiones constantes que reinaban en nuestra mesa.
El caballero solo negó con suavidad y me siguió en silencio.
Los pasillos de la Fortaleza Roja estaban vivos. Soldados y criadas se detenían para inclinar la cabeza a mi paso.
—Buen día, mi príncipe.
Yo apenas respondía con un asentimiento. Aún me costaba acostumbrarme a la realidad de haber renacido en un príncipe de una serie ficticia de mi antiguo mundo.
En las paredes colgaban pinturas y tapices: los reyes y príncipes Targaryen, dragones en pleno vuelo, escenas de la Conquista. Siempre me detenía ante una en particular: Balerion alzando el vuelo, sus alas desplegadas sobre un mar de fuego.
—Me gustaría haberlo visto en persona, ser Erryk —dije con cierta nostalgia.
—Era el dragón más grande que jamás existió, mi príncipe. Por desgracia, yo tampoco tuve la gracia de contemplarlo con mis propios ojos —respondió con voz grave.
Balerion, la Sombra Alada, el último vínculo con la mítica Valyria. El único ser vivo que había visto Valyria antes de la catástrofe. La fascinación que despertaba en mí era tan grande como el temor que inspiraba.
Seguimos caminando. No quería retrasarme más: lo último que necesitaba era un regaño de mi padre en público. Además, mi tío estaría presente. Y con Daemon Targaryen había que medir cada palabra: verlo en televisión no era lo mismo que sentirlo, vivo, imponente y peligroso.
Rhaenyra, por su parte, parecía vivir en un cuento de hadas, soñando con un trono que no conocía sus espinas. Su relación conmigo era complicada, marcada por viejas heridas y resentimientos.
Al llegar al salón, saludé a los guardias apostados en la entrada.
—Ser Harrold. Buenos días —dije cortesmente al Lord Comandante de la Guardia Real.
Erryk se quedó conversando con él mientras yo entraba.
El desayuno en familia
El salón estaba colmado de aromas a pan recién horneado, tocino frito y frutas dulces traídas desde Dorne. En la mesa principal me esperaban mi padre, el rey Viserys, con rostro ya cansado pese a la temprana hora; mi hermana Rhaenyra, siempre observadora; y, sentado con aire de conquista silenciosa, mi tío Daemon.
A su lado, sorprendiendo a muchos, estaban Corlys Velaryon y la princesa Rhaenys, recién llegados de Driftmark. La presencia de ambos recordaba a todos que el poder del mar se unía, por conveniencia, al fuego de los dragones.
—Ah, Jaehaerys, al fin despiertas —dijo mi padre con una sonrisa que intentaba disimular su cansancio.
—Buenos días, padre. Buenos días, hermana. Tío. Lord Corlys. Princesa Rhaenys —saludé inclinando la cabeza con la cortesía que se esperaba de mí.
Daemon me miró fijamente, como si intentara descifrarme. Su semblante era sereno, pero sus ojos ardían como brasas encendidas.
—Has crecido, sobrino. Casi pareces un hombrecito —dijo con sorna, aunque sin verdadera hostilidad.
—Con el tiempo, espero llegar a serlo de verdad —respondí con calma, lo que pareció arrancarle una ligera sonrisa.
Durante el desayuno, el tema central fue el torneo. Los caballeros de las Tierras del Oeste ya habían llegado, y se esperaba una nutrida participación de los dornienses. Los Velaryon, por supuesto, hablaban con orgullo de los campeones que traían desde sus dominios marítimos.
—Será un torneo como pocos —dijo Corlys, su voz grave resonando con autoridad—. El reino necesita estos momentos de esplendor.
Rhaenys, en cambio, observaba en silencio, con esa mirada suya que parecía ver más de lo que decía.
—Hermano —dijo mi padre, volviéndose hacia Daemon—, espero que disfrutes de estos días. Es tiempo de celebración, no de disputas.
—Lo disfrutaré —respondió Daemon, aunque su tono sugería que las celebraciones no eran su prioridad.
Aproveché un momento de silencio para hacer la pregunta que rondaba en mi mente.
—Tío, siempre he tenido curiosidad… ¿cómo son las Ciudades Libres?
Daemon arqueó una ceja, sorprendido por mi interés.
—Caóticas. Ricas, pero inestables. Cada ciudad tiene su carácter: Lys se pinta de placer y belleza, Braavos respira libertad y acero, Pentos se vende al mejor postor. En Essos todo se compra, todo se traiciona, y todo se gana con oro o con sangre.
Sus palabras me calaron hondo. No era la visión romántica que los libros de mi antiguo mundo ofrecían, sino la experiencia de un hombre que había vivido en esas tierras.
—¿Y son tan diferentes de nosotros? —pregunté.
Daemon sonrió con ironía.
—No, sobrino. Solo son más honestos en sus vicios.
El desayuno continuó entre comentarios sobre justas, apuestas y pronósticos de los vencedores. Mi padre, con ánimo renovado, hablaba de organizar más celebraciones durante toda la semana. Rhaenyra escuchaba atenta, imaginando sin duda los halagos y honores que recibiría.
Yo, en cambio, guardaba silencio. Mientras probaba un trozo de pan con miel, comprendía cada vez más que todo aquello —torneos, banquetes, dragones y alianzas— no eran más que piezas en un juego mayor. Y yo, transmigrado en medio de ellos, debía aprender a moverme con cuidado.