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Chapter 14 - capitulo 13

Capítulo 13: El Silbido de la Cuerda

Al llegar al patio había varios maniquíes de paja, colocados en fila como si fueran soldados esperando órdenes. Algunos estaban casi deshechos, atravesados por flechas rotas, mientras otros conservaban todavía la forma de un hombre en armas. El suelo estaba cubierto de heno y madera astillada, y en una esquina descansaban blancos redondos pintados con círculos rojos y negros.

El calor de la forja no llegaba con tanta intensidad al patio, aunque el olor a hierro y carbón seguía presente, mezclado con el aroma seco del heno. El herrero, con su andar nervioso, me tendió un carcaj lleno de flechas recién hechas.

—Aquí tienes, pequeño dragón. Plumas de halcón, puntas de hierro templado. Cuestan más que un par de botas de un caballero, así que no me las desperdicies —dijo, aunque con una sonrisa torcida que delataba que no hablaba en serio.

Tomé el arco con calma, sentí la tensión de la cuerda bajo mis dedos. Al tensarla, la madera emitió un crujido suave, como si respirara conmigo. El herrero me observaba con los ojos brillantes, y Ser Erryk, de brazos cruzados, parecía debatirse entre la desconfianza y el orgullo silencioso.

Apunté al primer maniquí de paja. Inhalé, tensé la cuerda, y solté.

La flecha silbó en el aire antes de clavarse en el pecho del muñeco con un golpe seco. Erryk arqueó una ceja; el herrero estalló en carcajadas.

—¡Ja! ¡Lo sabía! ¡Las manos no mienten! —gritó, dando una palmada que levantó polvo del heno—. Eres un niño, pero la cuerda ya te obedece.

No respondí. Ya estaba preparando la segunda flecha. Esta vez apunté a uno de los círculos pintados, más pequeño y lejano. Solté. La flecha se incrustó apenas un par de dedos por fuera del centro.

—Nada mal, nada mal... —masculló Erryk, con voz grave, aunque en sus ojos había un brillo de sorpresa contenida.

Continué disparando una tras otra, perdiendo la noción del tiempo. Cada flecha era un latido, cada silbido un susurro que parecía responderme. Algunas daban en el blanco, otras quedaban desviadas, pero todas transmitían una sensación extraña: como si el arco no fuese solo madera y tendón, sino una extensión natural de mí.

Cuando el carcaj estuvo vacío, solté el aire y bajé el arco. Mis dedos estaban adoloridos, pero una sonrisa involuntaria se dibujaba en mis labios.

El herrero se rascó la barba chamuscada y asintió, satisfecho.

—Tienes talento, príncipe. No es normal, no. Los demás aprenden a pelear con sudor y lágrimas. Tú... —se inclinó hacia mí, como si compartiera un secreto—. Tú pareces haber nacido con ello.

—O con un destino —añadió Erryk en voz baja, aunque no estaba claro si era admiración o preocupación.

El sol comenzaba a caer, tiñendo el patio de tonos dorados. Yo acaricié el arco con la mano, sabiendo que aquel sería mi compañero en los días por venir.

El torneo ya se asomaba, y con él, la oportunidad de mostrar al mundo lo que podía hacer.

—Le agradezco por la fabricación del arco. Tome, aquí está su pago —dije, entregándole una pequeña bolsa con diez monedas de oro.

El herrero la recibió con un gesto exagerado, como si sostuviera un tesoro legendario. La pesó en su mano, la agitó un poco para escuchar el tintineo metálico y luego la guardó bajo el delantal ennegrecido.

—Diez dragones de oro... ah, cómo cantan, cómo brillan. —Alzó la mirada hacia mí con una sonrisa torcida—. Algunos nobles me regatean por unas pocas monedas de plata. Usted paga con oro y ni siquiera pestañea. Tal vez los dragones no solo vuelan en el cielo, ¿eh, príncipe?

Erryk lo miró con desdén, pero yo solo respondí con un leve asentimiento. El excéntrico artesano me había caído en gracia, aunque sus palabras eran siempre un poco más afiladas de lo que debía.

—Ese arco fue hecho para ti, no lo olvides —añadió, señalando con un dedo tiznado de hollín—. Cuídalo, y él cuidará de ti.

Nos despedimos poco después. Erryk abrió la puerta del patio y volvimos a la calle, donde el bullicio de Desembarco del Rey había crecido aún más. La ciudad hervía de movimiento: delegaciones de casas menores llegaban con sus estandartes ondeando, caballeros de armaduras brillantes paseaban montados en corceles imponentes, y vendedores ambulantes ofrecían cintas y amuletos "para la buena suerte en las justas".

—No me gusta ese hombre —dijo Erryk con seriedad mientras avanzábamos entre la multitud—. Tiene la lengua demasiado suelta.

—Y las manos demasiado firmes para ser un simple herrero —respondí, acariciando el arco que llevaba envuelto en tela.

El sol comenzaba a descender hacia el horizonte, tiñendo los tejados con un resplandor dorado. El torneo estaba a punto de comenzar, y el aire mismo parecía cargado de expectación.

En mi interior algo se agitaba. No era solo nerviosismo: era una certeza. La convicción de que aquel evento no sería simplemente un pasatiempo de nobles, un juego de lanzas, espadas y flechas para divertir a la multitud. No… era mucho más que eso. Lo sentía en la médula de mis huesos. El torneo era una oportunidad, un escenario donde las máscaras caerían y los verdaderos rostros del reino se mostrarían. Tal vez aquello se quedara en un simple avivamiento de llamas, un resplandor pasajero que pronto se apagaría... o tal vez, solo tal vez, terminaría convirtiéndose en un incendio forestal, un fuego imparable que consumiría todo a su paso.

—Vamos de camino al norte de la muralla, mi príncipe —dijo Erryk con su voz grave, apartando con firmeza a dos comerciantes que discutían en medio de la calle—. El rey quedó en reunirse con usted en dos horas, en el coliseo. Los lores de las casas de los alrededores ya habrán llegado.

Al escuchar esas palabras, levanté la vista. El cielo comenzaba a teñirse de tonos ámbar y púrpura con la caída de la tarde, y sobre los techos de tejas ennegrecidas por el humo podía verse el vuelo de las primeras bandadas de cuervos que se dirigían a sus nidos. El bullicio de la ciudad era ensordecedor: campanas repicaban en los templos, heraldos voceaban las competiciones del día siguiente, y la muchedumbre avanzaba como un río humano hacia el norte, donde el terreno se abría más allá de las murallas.

A cada paso que dábamos, se sentía con más fuerza la magnitud del acontecimiento. Caravanas de casas menores entraban aún por las puertas de la ciudad, sus estandartes ondeando con orgullo al viento: ciervos, peces, soles y dragones bordados con oro y plata. Los caballos relinchaban, inquietos ante tanta aglomeración, mientras los escuderos forcejeaban para abrir paso a sus señores.

El aire olía a expectación: a vino recién abierto, a carne asada, a sudor y hierro. El murmullo de la multitud estaba cargado de apuestas, rumores y chismes. Hablaban de caballeros que habían recorrido medio Poniente para medirse en la liza; de doncellas que esperaban ver a sus campeones coronados con guirnaldas; de dragones que, decían algunos, podrían sobrevolar el coliseo para bendecir el torneo con fuego y sombra.

Yo caminaba en silencio, rodeado por ese torbellino de voces y colores, con la capucha aún sobre mi cabeza. Y sin embargo, pese al anonimato que buscaba, no podía escapar a la sensación de que el destino me empujaba con cada paso hacia adelante.

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