Capítulo 10: El Banquete
El Gran Salón de la Fortaleza Roja hervía como una colmena agitada. Antorchas colgaban de los muros, bañando las paredes de piedra y los tapices de dragones en un resplandor rojizo que parecía fuego vivo. Las mesas estaban atestadas de carnes asadas, copas de oro, panes recién horneados y frutas traídas de Essos. El aire era una mezcla densa de vino, música y perfumes.
Mi padre había decidido que la llegada de Daemon merecía algo más que abrazos en el salón del trono. Un banquete esa noche, y luego, torneos durante toda la semana para celebrar la victoria en el Mar Angosto.
Yo me encontraba en la mesa principal, un niño sentado entre titanes. Mis pies colgaban incómodamente del asiento demasiado grande, pero no podía darme el lujo de parecer lo que era: un niño. No, yo debía observar. Recordar. Y aprender.
En la mesa se hallaban las piezas más importantes de este reino:
Rey Viserys I, copa siempre en mano, radiante de orgullo.
Reina Alicent Hightower, con las manos demasiado tensas sobre el regazo.
Princesa Rhaenyra, con el brillo en los ojos puesto en Daemon.
Príncipe Daemon, dueño del salón sin necesidad de hablar demasiado.
Lord Corlys Velaryon, imponente, con su porte de mar embravecido.
Rhaenys Targaryen, la Reina que Nunca Fue, con mirada serena pero acerada.
Otto Hightower, la Mano, sonriendo con frialdad.
Lord Lyonel Strong, prudente y calculador.
Lord Lyman Beesbury, ya ocupado en hablar de cuentas y arcas.
Ser Harrold Westerling, guardián del rey, observando en silencio.
Y yo, Jaehaerys, pequeño dragón sentado entre gigantes.
Mis hermanos pequeños no estaban presentes. Tal vez era mejor así.
Viserys se puso de pie, levantando su copa.
—¡Otro brindis! ¡Por mi hermano! ¡El héroe del Mar Angosto!
La sala estalló en vítores. Todos alzaron las copas, incluso Otto, aunque sus labios se curvaron más por deber que por alegría.
—¡Una hazaña que cantarán los bardos durante siglos, Su Gracia! —dijo Lyman Beesbury, mientras cortaba con torpeza un pedazo de carne. —¡Y un alivio para las cuentas de la Corona!
Lyonel Strong asintió.
—La ley y el orden se imponen con firmeza. Que el reino vea que la Casa Targaryen todavía inspira temor en sus enemigos.
Otto, bebiendo un sorbo de vino, añadió:
—Sin duda. Aunque la lección más duradera es la lealtad. Que un hombre de espíritu tan… indómito… regrese para depositar su corona a los pies de su verdadero rey. Eso es lo que los bardos deberían cantar. —Su sonrisa era cortés, pero sus ojos no.
Daemon, recostado en su asiento, sonrió con desenfado.
—No hice más que mi deber, Lord Mano. El verdadero Rey ya tiene bastante con consejeros que cuentan monedas. Alguien debía ocuparse de los bárbaros.
La sonrisa de Otto se congeló. Rhaenyra reprimió una risita detrás de la copa.
Fue entonces que Corlys intervino, su voz grave resonando por encima de los murmullos:
—Los bárbaros del Mar Angosto no se habrían detenido solo con espadas, príncipe Daemon. Las naves de mi casa, los Velaryon, fueron las que cerraron las rutas y ahogaron su resistencia. El mar es tan cruel como cualquier campo de batalla.
Daemon alzó su copa hacia él.
—Hierro y fuego, madera y velas. Ninguno gana sin el otro.
Corlys asintió, satisfecho con el reconocimiento.
Rhaenys, en cambio, habló con calma, pero con filo en la lengua:
—Un banquete puede celebrarse en una noche, pero mantener un reino requiere más que vino y canciones.
Sus palabras flotaron como una daga en el aire. Otto la miró de reojo; Daemon esbozó una sonrisa torcida, divertido. Yo, en silencio, supe que había verdad en lo que decía.
Alicent intervino, con una sonrisa tensa.
—¡Qué afortunados somos de tener un guerrero tan devoto en la familia! Príncipe Daemon, ¿y cómo se encuentra Lady Rhea? El Nido de Águilas debe ser frío en esta época… ¿no anhela su señora su regreso?
El ambiente se tensó de inmediato.
Daemon no perdió la compostura, pero su sonrisa se volvió más rígida.
—Mi esposa del Valle administra sus tierras, como corresponde. Sabe que el deber del príncipe está aquí.
Un silencio incómodo siguió, roto únicamente por la voz de Viserys, alegre y ebrio:
—¡Bah! ¡Toda la familia reunida, eso es lo que importa! Jaehaerys, hijo, ¿no es magnífico? ¡Mira a tu tío! ¡Un verdadero dragón!
De pronto todos los ojos cayeron sobre mí. Sentí el peso de las miradas.
Respiré hondo.
—Sí, padre. El rugido de Caraxes anunció su regreso. Todos lo oímos.
Daemon arqueó una ceja, curioso.
—¿Y te asustó el rugido, pequeño príncipe? Los dragones no son para mentes débiles.
—No, tío. Me recordó quién soy. O quién debo ser.
El murmullo de la sala se apagó un instante.
—¿Quién debes ser, dices? —preguntó Daemon, divertido.
—Un Targaryen. Y los dragones no olvidan lo que son.
Rhaenyra intervino, sonriendo con suavidad:
—Cannibal es un cuento para asustar niños. Caraxes es un verdadero dragón, sangre de Valyria.
Yo no desvié la mirada de Daemon.
—Cannibal también tiene sangre de Valyria. Solo que más antigua. Y más hambrienta.
Para mi sorpresa, Daemon soltó una carcajada breve y sincera.
—Por los dioses, Viserys. El niño tiene agallas. Y sabe de dragones más que medio consejo. ¿Te gustan los dragones, sobrino?
No podía decir la verdad: que me interesaba el poder, la libertad y la supervivencia.
Así que mantuve la compostura.
—Me interesa todo lo que es poderoso y libre, tío.
Daemon asintió lentamente, con una sonrisa peligrosa.
—Cuidado con lo que deseas, niño. La libertad y el poder suelen costar sangre.
Viserys, alegre y ajeno al subtexto, alzó su copa de nuevo.
—¡Sangre de dragón! ¡Eso somos todos! ¡Otro brindis!
Las copas chocaron. La música volvió a elevarse.
Yo me quedé en silencio, sabiendo que algo había cambiado. Había enfrentado a Daemon y no me había quebrado. Había ganado un destello de su respeto… pero también su atención. Y la atención de Daemon Targaryen era un arma de doble filo.
En las mesas laterales, señores menores murmuraban. Algunos celebraban, otros cuchicheaban en secreto. Pero yo ya entendía lo suficiente: esa noche de banquete era solo el comienzo. Lo que vendría después —las justas, los duelos, los días de vino y acero— pondría a prueba más que el ánimo festivo de la corte.
El fuego del dragón había regresado a Desembarco. Y no se apagaría pronto.