Capítulo 7
El pasillo se extendía silencioso, apenas roto por el repicar metálico de la armadura de Ser Erryk Cargyll. Yo caminaba a su lado, todavía con el eco del desayuno resonando en mi cabeza: las miradas, las palabras afiladas como cuchillos, el aire espeso de veneno oculto. Allí dentro, cada gesto parecía un movimiento en un tablero que yo apenas entendía. Aquí, en cambio, el silencio era distinto, más limpio, casi como una promesa.
—Es hora de entrenar, mi príncipe —dijo Erryk con su voz grave, siempre firme, como si estuviera pronunciando un juramento.
Asentí, sin necesidad de responder. Era una rutina ya conocida, un ritual que se repetía cada día desde hacía meses. No era mi primera sesión; lo básico ya lo dominaba: el peso de la espada, el equilibrio de los pies, la respiración que acompaña cada movimiento. Pero sabía que con Erryk no había indulgencia ni concesiones: cada jornada era más exigente que la anterior.
Atravesamos un arco que se abría al patio de armas. El aire era fresco, cargado con el olor del hierro y de la tierra removida. Los ecos de otros entrenamientos resonaban en el fondo, aunque el espacio que Erryk me había reservado estaba despejado. Dos espadas de práctica descansaban sobre un banco: de madera dura, pero tan pesadas como para obligar a los brazos a respetarlas.
Erryk me ofreció una con gesto solemne.
—Recuerda lo primero que te enseñé. La espada no es un martillo ni un palo. Es una extensión de ti. Si no la controlas, ella te controlará a ti.
Tomé el arma, sintiendo cómo el peso tiraba de mi brazo. Mis dedos ya estaban acostumbrados a la textura áspera del mango. Apreté los labios y asentí.
—Muéstrame la guardia básica.
Me coloqué en posición: pies firmes, rodillas flexionadas, la espada levantada con las dos manos. Erryk me observó un instante, como un escultor que evalúa su obra.
—Bien. Ya tienes menos rigidez en los hombros. Eso es progreso. Pero recuerda: la espada viaja con la respiración. Inhala al prepararte, exhala al atacar. Vamos.
Obedecí. Moví la espada en arcos precisos, de izquierda a derecha, de arriba abajo. El sonido cortaba el aire como un silbido grave. Erryk corregía apenas con un toque en mi codo o una palabra seca:
—Más bajo el centro de gravedad.
—No levantes tanto los talones.
—Los ojos, siempre al enemigo, nunca a tu arma.
El sudor empezó a resbalar por mi frente. El sol ascendía poco a poco, dorando el patio con una luz que me cegaba a ratos. Respiraba con fuerza, marcando el ritmo de cada estocada.
Erryk levantó su propia espada de madera.
—Bien. Ya no eres un principiante. Ahora aprenderás lo que significa medir a tu enemigo. Atácame.
Lo miré con un instante de duda. Él no era cualquier guerrero: era un Capa Blanca, un miembro de la Guardia Real. Uno de esos hombres que juraban su vida al rey y que, en los relatos, parecían invencibles. Mi estómago se encogió, pero avancé.
La primera estocada fue rechazada con facilidad. Erryk apenas giró la muñeca y mi espada rebotó contra la suya como si hubiera chocado con una muralla. Me lancé de nuevo, buscando un ángulo distinto, pero su defensa fue igual de impenetrable.
—Demasiada prisa, mi príncipe. —Su voz era tranquila, casi pedagógica—. El acero no respeta la impaciencia.
Apreté los dientes. Respiré hondo, como me había dicho. Avancé de nuevo, esta vez midiendo la distancia, girando los pies con más cuidado. Nuestras espadas chocaron con un golpe seco. Sentí la vibración recorrer mis brazos hasta los hombros.
Erryk asintió, aunque sus movimientos seguían siendo de una facilidad insultante.
—Mejor. Has aprendido a escuchar a tu cuerpo. Pero ahora escucha también al silencio. Un enemigo no siempre ataca con ruido.
El intercambio se volvió más rápido. Erryk apenas se movía: un giro de muñeca, un paso atrás, un bloqueo firme. Yo, en cambio, sentía cómo cada músculo se tensaba al límite. El sudor empapaba mi camisa, y mi respiración se volvía más áspera.
En un momento, intenté una finta: amagué hacia su flanco derecho y cambié el golpe a la izquierda. Erryk sonrió apenas y detuvo la estocada con la misma calma de siempre.
—Astuto. Pero demasiado evidente aún.
Retrocedí, con el pecho ardiendo. Me di cuenta de lo que significaba estar frente a él: no solo era la fuerza, ni la técnica. Era la serenidad absoluta, la convicción inquebrantable de un hombre que había dedicado su vida a un solo propósito.
"Así se siente enfrentarse a un Capa Blanca", pensé. "No es solo un combate. Es luchar contra la montaña misma".
Pero había algo más. En cada choque, en cada intento fallido, sentía una chispa dentro de mí. Como si mi cuerpo respondiera más rápido de lo que debería, como si cada error me enseñara de inmediato la corrección. Erryk lo notaba. Sus ojos, habitualmente imperturbables, brillaban con un destello extraño.
—Tienes un don, mi príncipe. No lo desperdicies con arrogancia. La espada es celosa: se entrega solo a quienes la respetan.
Seguí atacando, una y otra vez. Los minutos se estiraron hasta volverse eternos. Mis brazos ardían, mi respiración era un fuego en los pulmones, pero no me detenía. Cada bloqueo de Erryk era una lección, cada derrota un paso hacia adelante.
Finalmente, en un descuido calculado de su parte, logré rozar su hombro con la punta de mi espada de madera. No fue un golpe fuerte, ni mucho menos decisivo, pero fue suficiente para que yo sintiera la chispa de la victoria.
Erryk retrocedió un paso, asintiendo con solemnidad.
—Eso ha sido un acierto. No lo olvides: incluso los mejores pueden ser alcanzados si se mantiene la calma y la perseverancia.
Me dejé caer sobre una rodilla, jadeando. El suelo estaba caliente bajo mis manos. Cerré los ojos un instante y sonreí para mí mismo. Aquí, en el patio, todo era claro: esfuerzo, movimiento, aprendizaje. Nada de susurros, nada de sonrisas falsas, nada de coronas invisibles. Solo yo, la espada y el peso de mi respiración.
Erryk me ofreció la mano para levantarme.
—Basta por hoy. Has avanzado más de lo que muchos logran en meses.
Acepté su mano y me puse en pie. Mis músculos temblaban, pero había una satisfacción nueva en mi pecho.
—Gracias, ser —murmuré, mirándolo a los ojos.
Él inclinó la cabeza con respeto.
—Recuerda siempre, mi príncipe: la espada no hace a un rey, pero un rey que sabe blandirla nunca será esclavo de otro hombre.
Salimos del patio. El sol ya estaba alto, y el aire cargado de polvo brillaba como si ardiera. Mientras caminaba junto a Erryk, sentí que, aunque en los salones yo era apenas una pieza más en un juego extraño, aquí tenía algo que nadie podía arrebatarme: mi propia fuerza, mi propio don.
Y supe, en lo más profundo, que aquel sería solo el inicio de una larga batalla.