El resto del día transcurrió entre preparativos. El torneo se celebraría al norte de la ciudad, fuera de las murallas, donde un gran coliseo se alzaba con gradas de madera recién levantadas, pabellones de seda y carpas adornadas con los estandartes de las casas que ya comenzaban a llegar. Desde lo alto de la colina, podía distinguir el ondear de los colores: dragones rojos sobre negro, torres verdes, soles dorados, truchas plateadas y lobos huargos grises, todo un mosaico de orgullos y linajes reunidos para la ocasión.
Yo, por mi parte, había decidido caminar por Desembarco del Rey acompañado de Ser Erryk, que me seguía como una sombra silenciosa. La capital, la más grande de todo Poniente, bullía con vida. Medio millón de almas se apiñaban entre sus calles y plazas, y aunque el desorden era propio de la ciudad, no se encontraba aún en la miseria asfixiante que alcanzaría en tiempos de Robert Baratheon. El consejo había dispuesto cuadrillas de hombres para limpiar las vías principales por sugerencia mía al rey, mi padre, y eso daba a la ciudad un aspecto más presentable ante la llegada de tantos forasteros.
Actualmente me encontraba en el Gran Mercado, la plaza principal de la capital, un hervidero de voces, colores y olores. Las tiendas lujosas desplegaban sus mercancías bajo toldos de seda, mientras artesanos y mercaderes ambulantes gritaban sus ofertas con la garganta desgarrada.
El bullicio me envolvía por completo. El aire estaba cargado con el aroma de especias venidas de Essos, mezclado con el salitre de los pescados recién traídos del puerto y el humo de la carne asada sobre braseros de hierro. Mercaderes con túnicas bordadas en oro exhibían orgullosos telas de Myr y Volantis, mientras otros ofrecían figurillas toscas de cobre o madera a quienes solo podían pagar unas pocas monedas.
Un grupo de juglares rasgueaba laúd y flauta, cantando baladas sobre la llegada de Aegon el Conquistador y sus dragones, arrancando sonrisas a los curiosos. Niños descalzos corrían entre los puestos pidiendo dulces, esquivando a las danzarinas que agitaban cintas de colores y se movían al ritmo de tambores, ganándose unas cuantas monedas que la multitud arrojaba a un cuenco de barro.
Ser Erryk se mantenía firme a mi lado, apartando con la mirada a los mendigos que intentaban acercarse demasiado. Sus ojos no dejaban de escudriñar la muchedumbre, atento a cualquier peligro. Yo, en cambio, podía sentir en el aire una vibrante mezcla de expectación y nerviosismo: la ciudad entera no hablaba de otra cosa que del torneo.
—Príncipe, ¿a qué hemos venido aquí? —murmuró Erryk, abriéndome paso con dificultad entre la multitud que se agolpaba gracias a la inminencia de los festejos—. Este lugar es demasiado expuesto para usted.
—Relájate, Ser Erryk —respondí con una media sonrisa, sin detener mi andar—. Si no puedo caminar entre la gente de mi ciudad, ¿qué clase de príncipe sería?
El caballero frunció el ceño, pero no replicó. Su silencio decía más que cualquier palabra: me juzgaba imprudente, pero no podía detenerme.
Avancé entre los puestos abarrotados, observando cómo los comerciantes competían por clientes. Algunos ya organizaban apuestas: gritaban nombres de caballeros famosos, discutiendo quién sería derribado primero en la liza. Escuché a un viejo pescador jurar que Ser Criston Cole volvería a dar una lección a los orgullosos señores del reino, mientras otro replicaba que ningún hombre podía medirse con los Velaryon, maestros de lanza y espada.
En ese momento, un niño se acercó tímidamente y me tendió una pequeña figura tallada en madera: un dragón con las alas abiertas. Sus grandes ojos oscuros me miraban con reverencia. Dudé un instante, pero tomé la figura y dejé caer una moneda de plata en su mano. El pequeño la sostuvo como si fuera un tesoro, sonrió de oreja a oreja y desapareció entre la multitud.
—Ahora más lo reconocerán, alteza —susurró Erryk, reprimiendo un suspiro.
—¿Quién me reconocería? —repliqué, bajando la voz—. Mi capucha cubre mi cabello.
—Su atuendo es demasiado fino y pesado para este calor. Eso llama la atención —contestó Erryk, suspirando resignado.
—No te preocupes, ya estamos llegando.
Había dejado atrás el Gran Mercado y avanzaba ahora por la Calle del Acero, donde el aire cambiaba. El bullicio de los vendedores se mezclaba con el repicar metálico de los martillos golpeando el hierro candente. El calor de las forjas escapaba por las ventanas abiertas, y el olor a carbón y metal fundido impregnaba cada piedra de la calle.
Mi destino era una de las herrerías más reconocidas de la ciudad. Había encargado que me diseñaran un arco a mi medida, pues pensaba participar en el torneo únicamente en las pruebas de tiro. Los duelos y justas estaban reservados para hombres más fuertes, más curtidos, y aunque mi sangre me otorgaba cierta ventaja, mi edad y complexión aún no me permitían competir en igualdad.
No obstante, había algo en mí que ni mi padre ni mis maestros podían explicar. No sabía si era un don o un capricho del destino, pero mi habilidad con las armas era excepcional, como si mi cuerpo recordara movimientos que nunca me habían enseñado.
—Al menos nací con talento —murmuré para mí mismo, agradeciendo en silencio a la extraña existencia que me había arrojado a este mundo caótico.
Al fondo, el sonido de un martillo resonó con fuerza, y la luz anaranjada del fuego iluminó la entrada de la herrería. Ya casi estaba allí.
La herrería se alzaba en la mitad de la Calle del Acero, robusta y ennegrecida por años de hollín acumulado en sus paredes. La entrada era un arco de piedra simple, pero del interior se escapaban resplandores naranjas y rojos, acompañados del inconfundible golpeteo metálico que marcaba el compás de la forja. El aire allí era más denso, cargado de humo, sudor y chispas que danzaban como luciérnagas furiosas cada vez que el martillo descendía sobre el yunque.
Al cruzar el umbral, sentí el calor abrazador de las brasas, casi sofocante en comparación con el bullicio del mercado. El espacio era amplio, aunque abarrotado: armas recién forjadas colgaban de los muros —espadas cortas, lanzas, mazas— y en un rincón varias armaduras incompletas aguardaban ser terminadas. Había también moldes, herramientas esparcidas y cubos de agua hirviendo donde el metal chisporroteaba al ser sumergido.
El herrero apareció entre el humo como si fuese una figura sacada de una historia de brujas. Era un hombre de edad indefinida: su cabello desordenado parecía una melena chamuscada, y llevaba la cara tiznada de hollín excepto por dos círculos limpios alrededor de los ojos, donde había usado unos lentes de cristal oscuro para protegerse de las chispas. Vestía una camisa sin mangas, desgarrada por el uso, y un delantal de cuero que había visto mejores días.
—¡Ah! —exclamó al verme, alzando los brazos como si saludara a un viejo amigo—. ¡El pequeño dragón ha venido a reclamar su arco!
Me detuve un instante, sorprendido por su tono. Ser Erryk dio un paso adelante, su mano instintivamente rozando la empuñadura de su espada.
—Modera tus palabras, herrero —gruñó Erryk—. Estás ante el príncipe.
—¡Oh, príncipe, príncipe! —repitió el hombre con una risotada, como si la palabra le resultara cómica—. Para mí todos son iguales: nobles, mendigos, caballeros, rameras. Cuando entra en mi fragua, cualquiera se vuelve hijo del fuego. ¿Verdad que sí? —dijo señalando al horno, donde el metal candente brillaba como un sol atrapado.
Me limité a sonreír, intrigado por aquel personaje. No era un hombre común; se movía con energía nerviosa, como si la chispa de su forja le recorriera la sangre.
—¿Tienes listo lo que pedí? —pregunté, apartando la capucha de mi cabeza.
El herrero abrió mucho los ojos al ver mis cabellos plateados, pero no hizo reverencias ni se arrodilló como otros. En lugar de eso, chasqueó la lengua con un gesto casi teatral.
—Claro que sí, claro que sí. ¡Un arco para un dragón! No cualquier arco, no... el tuyo será como un ala de fuego. Ligero, rápido, preciso. —Se giró hacia una mesa desordenada y, tras apartar un montón de clavos y hierros retorcidos, levantó un objeto envuelto en tela.
Lo desenvolvió con cuidado y me mostró un arco elegante, de madera oscura reforzada con hueso en los extremos. El pulido brillaba bajo la luz del fuego, y en el centro se apreciaba un grabado simple pero firme: la silueta de un dragón estilizado.
—Hecho con tejo del bosque real, enroscado con tendones de ciervo. Aguanta más tensión de la que parecen soportar tus brazos, pero crecerás... y este arco crecerá contigo.
Tomé el arco en mis manos. Era ligero, equilibrado, como si encajara a la perfección conmigo. Sentí un cosquilleo recorrerme los dedos.
—Magnífico —murmuré.
El herrero sonrió de oreja a oreja, con una expresión entre orgullo y locura.
—Te lo advertí, pequeño dragón. El fuego me habla, ¿sabes? —dijo, inclinándose hacia mí en confidencia, sus ojos brillando como ascuas—. Me dice qué forma debe tener el metal... y ahora también la madera. Los otros herreros solo ven hierro; yo veo destino.
Erryk lo miraba con creciente desconfianza, como si aquel hombre estuviera más cerca de un bufón que de un artesano.
—No le prestes atención, alteza. Habla demasiado.
—Sí, hablo demasiado, pero mis obras hablan más que yo —replicó el herrero, riéndose de nuevo—. Ahora bien, príncipe, ¿quieres probarlo? La parte trasera da a un pequeño patio. Ahí guardo paja para entrenar.
Mis labios se curvaron en una sonrisa.
—Por supuesto.
Y mientras lo seguía hacia la parte trasera, no podía evitar pensar que aquel herrero, tan excéntrico y extraño, era quizá más sabio de lo que parecía.