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Chapter 3 - capitulo 2

Capítulo 2: Cenizas y Legados

El Septo de Desembarco del Rey - 105 DC

La luz de los cirios bailaba sobre las caras pálidas de la corte. Una tristeza densa y silenciosa llenaba el septo, rota solo por los sollozos contenidos de las damas y el leve crepitar de las llamas. Sobre la pira, envuelta en los colores blanco y azul de la Casa Arryn, yacía Aemma. Parecía una figura de cera, lejana y serena.

En primera fila, el Rey Viserys se mantenía de pie, pero parecía a punto de desmoronarse. En sus brazos, el pequeño Jaehaerys lloriqueaba suavemente, sus ojos azules —los ojos de su madre— brillando con lágrimas. Cada gemido del niño era un recordatorio punzante para Viserys de la elección que había hecho.

A su lado, Rhaenyra, de apenas diez años, estaba rígida como una estatuilla de hielo. Vestida de negro, su rostro infantil estaba descompuesto por una confusión dolorosa que no alcanzaba a entender. Apretaba la mano de su padre con una fuerza desesperada, como si él fuera a desvanecerse también.

Y luego estaba Daemon.

El Príncipe de la Ciudad no sonreía. Se encontraba ligeramente apartado, con los brazos cruzados y la mandíbula apretada. Su mirada, fría como el acero valyrio, no se posaba en el cuerpo de su buena cuñada, sino en el bebé que su hermano sostenía. Aquel niño, frágil y quejumbroso, era el nuevo muro entre él y el Trono de Hierro. Durante años, había sido el heredero presunto. La sangre de dragón pura, el guerrero, el que merecía gobernar por derecho y fuerza. Ahora, ese derecho se esfumaba en el aire, reemplazado por el llanto de un recién nacido. Su expresión era de amargura profunda, un veneno que le helaba la sangre por dentro.

El Gran Maestre Mellos dio por terminados los rezos. La quietud que siguió fue opresiva. Viserys inspiró hondo, preparándose para la última orden, pero una tirantez en su mano lo detuvo.

Rhaenyra había soltado su agarre. Con una determinación que helaba la sangre, la niña dio un paso al frente. Su mirada, cargada de un dolor demasiado grande para sus años, se clavó en la pira.

—Yo —dijo su vocecita, clara y temblorosa, pero firme—. Yo lo haré por mi madre.

Antes de que Viserys o nadie pudiera reaccionar, Rhaenyra salió corriendo del septo hacia el patio exterior. La llovizna mojó su pelo plateado al instante. Alzó su rostro hacia la Colina de Rhaenys y silbó, un sonido agudo y desafiante que cortó el luto como un cuchillo.

La respuesta fue inmediata. Un rugido, más joven que el de Canibal pero lleno de fiereza, respondió desde el cielo. Syrax, una espléndida bestia dorada de tamaño aún manejable, descendió y se posó cerca de su joven jinete. La corte murmuró, entre asustada e impresionada por el instinto dragón de la princesa.

Rhaenyra señaló hacia el interior del septo, hacia la pira funeraria.

—Dracarys! —gritó, y su voz no fue un grito de furia, sino una orden cargada de un dolor inmenso.

Syrax inclinó la cabeza y lanzó un chorro de llamas doradas. No fue una explosión de ira, sino un torrente controlado y respetuoso que envolvió la pira de Aemma. Las llamas crepitaron, elevándose hacia el techo en un calor que secó las lágrimas de todos los presentes.

Rhaenyra dio media vuelta. Estaba empapada y tiritando, pero su espalda estaba recta. Caminó de regreso hasta su padre y se detuvo frente a él. Las llamas reflejaban destellos anaranjados en sus ojos violeta, ahora secos.

Miró al pequeño Jaehaerys que lloraba en sus brazos, luego alzó la vista hacia su padre. Su voz era un susurro que solo él pudo oír, un susurro cargado de la confusión y el reproche de una niña a quien le han arrancado el mundo.

—Esto es lo que tanto querías, ¿verdad, padre? —dijo, y cada palabra era una pequeña puñalada—. Tu heredero varón.

Viserys sintió que el mundo se le venía encima. Quiso abrazarla, explicarle, pero solo pudo mirar cómo su hija, la niña que había perdido a su madre por su decisión, daba media vuelta y se alejaba, dejándolo solo con el llanto de su nuevo heredero y el crepitar de las llamas que consumían a su reina.

Daemon, desde su rincón, observó la escena. No hubo alegría en su rostro, solo un frío cálculo. La línea sucesoria había cambiado, pero el juego, para él, apenas comenzaba. El reproche de una niña podía ser tan peligroso como la ambición de un príncipe.

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