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Chapter 2 - capitulo1

Capítulo 1: La Elección del Rey

La Fortaleza Roja, Desembarco del Rey - 105 DC

El rugido de la multitud en el patio de torneos era un muro de sonido que chocaba contra los muros de la Fortaleza Roja. Viserys Targaryen, Primero de su Nombre, sonreía desde su palco, pero sus ojos, vidriosos, no veían el espectáculo. Veían la ventana cerrada de las habitaciones de la reina, en lo alto. Cada choque de lanzas, cada grito de entusiasmo, era un latigazo a sus nervios raw. El torneo más grandioso en una generación, todo para celebrar un heredero que quizá nunca llegara a respirar.

—¡Una justa magnífica, Su Gracia! —exclamó Lord Lyman Beesbury, su voz un cascabel anciano—. ¡El reino entero celebra al príncipe!

—Sí, celebra —murmuró Viserys, ahogando su angustia en el vino—. Celebra.

Un silencio repentino y pesado cayó sobre el palco. Otto Hightower, la Mano del Rey, se inclinó, su voz un hilode seda envenenada.

—Mi señor, el Gran Maestre Mellos solicita su presencia. Es… el momento.

El corazón de Viserys se convirtió en un puño de hielo. Asintió, mecánicamente, y se levantó, abandonando el fragor de la fiesta por el silencio ominoso de la escalera de caracol. Cada paso era un martillazo en su alma.

En el rellano, fuera de la cámara nupcial, el aire olía a sangre y humo de hierbas amargas. Mellos lo esperaba, sus ropas blancas inmaculadas, un cruel contraste con la tragedia que transpiraba por la puerta.

—Su Gracia —dijo el maestre, sin preámbulos—. La situación es crítica. Hemos llegado al punto de la elección. La criatura está en una posición… imposible. No podemos salvar a ambos.

Viserys palideció. —¿Qué… qué significa eso?

—Significa —la voz de Mellos era fría, clínica— que debemos elegir. Podemos intentar un procedimiento para extraer al niño. Sería el fin de la reina Aemma, pero el bebé… el bebé podría sobrevivir. O podemos priorizar la vida de la reina, lo que casi con certeza costaría la del niño por… medios naturales. —Hizo una pausa, dejando que el horror se asentara—. La decisión, mi señor, es suya. Usted es el rey.

Viserys se apoyó contra la pared fría de piedra. El mundo se redujo a ese corredor, a esas palabras monstruosas. Elegir. No era un rey decidiendo una política. Era un hombre eligiendo quién vivía y quién moría. Su amada Aemma, su dulce compañera desde la infancia, o el hijo, el heredero varón que había anhelado durante toda su vida, el sueño de un reino unido.

—No puedo… —jadeó.

—Debe hacerlo, Su Gracia —insistió Otto Hightower, que había aparecido a su lado como un espectro—. Piense en el reino. Un heredero varón consolida su legado, asegura la dinastía, evita… disputas. —La mirada de Otto fue significativa, una clara referencia a Daemon y sus ambiciones—. El reino necesita un príncipe. Es su deber.

El deber. La palabra resonó en el cráneo de Viserys como un badajo. El deber por encima del amor. El hierro por encima de la carne. Vio el fantasma de su abuelo, Jaehaerys el Conciliador, observándolo, esperando la elección correcta.

Con un sollozo que le desgarró el pecho, Viserys Targaryen pronunció las palabras que lo perseguirían hasta su tumba.

—Sálvenlo —susurró, roto—. Sálvenle la vida. Al niño.

Mellos asintió, sin una pizca de emoción, y se volvió hacia la cámara. Viserys escuchó el débil, desgarrador grito de Aemma desde dentro, seguido de un silencio repentino y absoluto que fue mil veces peor. Se desplomó de rodillas, vencido por el peso de su corona de horror.

Minutos, o siglos después, la puerta se abrió. Mellos emergió, y en sus brazos llevaba un fardo de telas.

—Su heredero, Su Gracia. Un príncipe.

Viserys alzó la vista, sus ojos nublados por las lágrimas. La partera le acercó al niño. Era pequeño, envuelto en mantas, con un rostro enrojecido. Y cuando abrió los ojos, Viserys contuvo el aliento.

No eran los ojos lilas de los Targaryen. Eran de un azul profundo y claro, como el cielo de un día de verano sobre el Nido de Águilas. Eran los ojos de Aemma. El último y desgarrador regalo de su madre.

—Jaehaerys —logró decir Viserys, su voz quebrada por el dolor—. Se llamará Jaehaerys.

En ese preciso instante, un rugido descomunal atravesó los muros de la fortaleza. No era el sonido domesticado de los dragones de la fosa. Era primitivo, lleno de una furia y una pena ancestrales que hicieron temblar los cimientos.

Todos en el corredor corrieron a la ventana más cercana.

Sobre la Bahía del Aguasnegras, contra el sol poniente, una silueta colosal surcaba los cielos. Negra como la pez, con alas que eclipsaban la luz.

—Caníbal —murmuró la voz de Rhaenys, que se había unido a ellos, llena de un temor reverencial—. El de Piedra Dragón. Nunca abandona su isla.

La bestia rugió una vez más, un sonido que era un canto fúnebre, un reproche desde las profundidades del mundo. Dio una vuelta lenta y ominosa sobre la ciudad, como si marcara el lugar, y luego se lanzó hacia el este, de regreso a su exilio solitario.

El torneo había enmudecido. La celebración había muerto.

Viserys miró a su hijo. Los ojos azules de Jaehaerys, los ojos de su madre sacrificada, parecían reflejar el cielo por el que había volado el dragón negro. No lloraba. Solo observaba con una calma preternatural.

El rey sintió un escalofrío que le heló la sangre. Había elegido el futuro del reino sobre el amor de su vida, y el universo le respondía con el rugido de la bestia más salvaje y libre. No era una bendición.

Era un presagio. Un juicio.

Y su juez, pequeño y silencioso con ojos de cielo, ya estaba en sus brazos.

Forjado de Fuego y sangre.

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