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Chapter 29 - El regreso de Dumbledore

Los tres profesores irrumpieron en la sala con las varitas en alto, preparados para enfrentarse a cualquier amenaza. Sin embargo, no había ningún enemigo a la vista.

—¡Miren allí! —gritó la profesora Sprout, señalando con el brazo extendido.

Sus ojos se fijaron en dos figuras tendidas en el suelo: Weasley y Wool.

Los tres se lanzaron hacia ellos. La profesora McGonagall se arrodilló junto a Ginny, mientras que la profesora Sprout se inclinó sobre León.

McGonagall palpó el pulso de la joven pelirroja, y un suspiro de alivio escapó de sus labios.

—Solo está inconsciente —informó con voz firme.

En cambio, el rostro de Sprout se tensó al examinar a Wool.

—Tiene muchos cortes… está perdiendo demasiada sangre —dijo, su tono cargado de preocupación—. Debemos llevarlos con Poppy de inmediato.

Se dispuso a levantarlo, pero la voz grave de Severus Snape la detuvo.

—No. Si lo movemos ahora sin cerrar sus heridas, se desangrará antes de llegar a la enfermería… y no creo que tengamos mucho tiempo.

Las dos profesoras intercambiaron miradas y asintieron. El piso, cubierto de charcos oscuros, hablaba por sí solo: cada segundo contaba.

Snape se arrodilló junto a Wool, moviendo con brusquedad el borde de su túnica para tener acceso a las heridas.

—Aparte sus manos, Sprout —ordenó con frialdad.

Sacó un frasco de cristal oscuro de su túnica y lo destapó con un giro seco. Un olor fuerte a hierbas amargas y metal se esparció por el aire.

—Esto no será agradable —murmuró, más para sí que para los demás.

Vertió el líquido espeso sobre los cortes. León se estremeció incluso inconsciente, y una fina capa de vapor se elevó cuando la sustancia entró en contacto con la piel. La sangre dejó de fluir de inmediato, y las heridas comenzaron a cerrarse, dejando líneas rosadas como cicatrices recientes.

 

—Esto solo es un parche —dijo Snape, guardando el frasco—. Si no recibe atención de Pomfrey en los próximos minutos, podría… —calló, lanzando una mirada que no necesitaba más explicación.

McGonagall conjuró una camilla mágica bajo Ginny, mientras Sprout y Snape hacían lo mismo con León.

—Vamos —dijo la subdirectora con voz firme—.

Las camillas flotaron hacia la salida, moviéndose con rapidez por los pasillos desiertos del castillo. El sonido hueco de las botas de los profesores resonaba como un reloj marcando los segundos que les quedaban.

La puerta de la enfermería se abrió de golpe, y la enfermera Poppy Pomfrey salió corriendo hacia ellos.

—¡Entren rápido!

Poppy Pomfrey se inclinó sobre León, su varita describiendo círculos rápidos en el aire mientras murmuraba una serie de hechizos diagnósticos. Un suave resplandor verde recorrió el cuerpo del muchacho, revelando los daños ocultos.

Los tres profesores permanecieron en silencio, observando con atención. El rostro de la enfermera se endureció al ver los resultados.

—Agotamiento mágico severo… múltiples cortes profundos… y una pérdida de sangre considerable —dictaminó con voz grave.

Snape dio un paso adelante.

—¿Qué necesitas?

—Analgésicos, poción Evanescente para cerrar las heridas y dos frascos de poción reponedora de sangre —respondió Poppy, sin dejar de trabajar.

Snape giró sobre sus talones, cruzó la enfermería y abrió el armario de pociones con un golpe de varita. Sacó tres frascos de vidrio, cada uno etiquetado con pulcritud, y los entregó sin una palabra.

Pomfrey comenzó a administrarlas con rapidez: primero la poción para el dolor, luego el líquido plateado de la Evanescente, que selló las heridas como si nunca hubieran existido. Por último, la poción roja, que devolvió algo de color al rostro pálido de León.

En ese momento, un retrato en la pared —el del antiguo director Dylis Derwent— habló con voz clara:

—Dumbledore ha regresado. Se encuentra en su oficina.

Snape se enderezó de inmediato, dispuesto a marcharse, pero McGonagall le bloqueó el paso con un gesto.

—Quédate, Severus. Es tu estudiante. Yo hablaré con Albus y le explicaré todo.

La subdirectora tomó el diario encontrado en la Cámara Secreta, lo guardó bajo el brazo y salió de la enfermería sin decir más.

La profesora Sprout se levantó también.

—Debo regresar. Las mandrágoras están listas para cosechar.

Snape asintió sin mirarla.

—Después pasaré a recogerlas.

Sprout se retiró, dejando la estancia en un silencio pesado, roto únicamente por el suave murmullo de Pomfrey mientras revisaba las constantes de León. Snape se quedó de pie, observando al joven inconsciente con un brillo indescifrable en los ojos.

De pronto, el cuerpo de León se arqueó violentamente.

—¡Está convulsionando! —exclamó Poppy, lanzándose a su lado.

Su varita trazó varios hechizos diagnósticos sobre el muchacho. La luz verde titiló de forma irregular y el ceño de la enfermera se frunció con alarma.

—Severus… la poción reponedora de sangre no está haciendo efecto.

Snape, que hasta entonces se mantenía inmóvil, giró la cabeza bruscamente hacia ella.

—Eso es imposible… a menos que no tenga suficiente sangre para que la poción funcione.

El silencio cayó como un peso de plomo. Poppy comprendió lo que eso significaba: sin intervención inmediata, el chico moriría.

—Hagamos una transfusión de sangre —dijo Snape con frialdad.

—Pero no sabemos su tipo… y tendríamos que con… —Poppy no alcanzó a terminar.

Snape ya había conjurado un hechizo sobre el pecho de León; un halo dorado apareció, mostrando el tipo de sangre en letras flotantes. Sin perder tiempo, se remangó la túnica y sostuvo el brazo con firmeza.

—yo le donare sangre.

Poppy se sobresaltó.

—¿tu…?

—No hay tiempo para buscar a nadie más —replicó Snape, con un tono que no admitía discusión.

La enfermera, recuperada del impacto, corrió a preparar el equipo para la transfusión. Minutos después, la magia y la medicina trabajaban juntas: el color volvía lentamente al rostro de León, y su respiración se hacía más estable.

—Está fuera de peligro —dijo Poppy, dejando escapar el aire que no sabía que contenía.

Mientras tanto, en la oficina del director, Minerva McGonagall narraba lo ocurrido: cómo habían descubierto al heredero de Slytherin, lo que hallaron en la Cámara Secreta y el estado en el que encontraron a Ginny Weasley y León Wool.

Albus Dumbledore escuchaba en silencio, pero su mirada estaba fija en el libro que Minerva sostenía: un tomo negro, desgastado, que parecía absorber la luz de la sala. El director podía sentirlo… había rastros de magia oscura en sus páginas.

Antes de que pudiera hablar, la voz grave de un retrato antiguo rompió el momento. Armando Dippet, exdirector de Hogwarts, se inclinó hacia delante en su marco.

—Albus, afuera esperan dos estudiantes de Gryffindor. Quieren hablar contigo.

Otro cuadro, el de un anciano de barba corta y mirada pícara, intervino:

—Parece que un chismoso corrió la voz de tu regreso.

Dumbledore suspiró y dejó el libro sobre el escritorio.

—Que pasen.

Harry y Ron entraron a la oficina, pero al ver a la profesora McGonagall bajaron la mirada, avergonzados. Sabían que se habían escapado de la sala común sin permiso.

Aun así, Dumbledore les hizo un gesto invitándolos a hablar.

—Adelante, muchachos.

Ellos no dudaron en contar lo que habían averiguado, incluyendo la pista que les había dejado Hermione: el monstruo de la Cámara Secreta era un basilisco. Explicaron cómo habían confirmado sus sospechas, cómo Harry podía escuchar su voz recorriendo las paredes, lo que significaba que se movía por las tuberías… y cómo vieron a las arañas abandonar el castillo.

Dumbledore asintió con aprobación.

—Bien hecho.

Pero su mirada se endureció levemente.

—Aunque debo llamarles la atención por salir sin permiso. Debieron avisar a la profesora McGonagall o a un prefecto.

El tono era serio, pero Harry comprendió que aquella reprimenda era más una formalidad que un verdadero castigo.

Luego, el director se volvió hacia Minerva.

—Profesora, acompañe al señor Weasley a visitar a su hermana. Está en la enfermería.

—Por supuesto —respondió McGonagall, y llevó a Ron fuera de la oficina.

Ahora, Dumbledore y Harry quedaron solos. El director tomó el libro que reposaba sobre su escritorio.

—Harry… creo que sabes qué es esto —dijo, levantándolo.

—Sí, profesor. Es el diario de Tom Ryddle. Desapareció de mi habitación —respondió Harry.

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