Ficool

Chapter 33 - Decision

Habían pasado dos días desde que Severus Snape visitó el orfanato y conversó con la directora, la señora Sarah. Gracias a la información que ella le proporcionó, logró contactar a la estación de policía local, con la esperanza de encontrar respuestas.

Allí, pidió hablar con el oficial a cargo del caso del accidente automovilístico en el que, hacía diez años, falleció Sayu McDougal, la madre de León.

Mientras repasaba mentalmente qué decir y cómo, una oficial uniformada se acercó.

—Capitán Bulloc lo está esperando en su oficina.

Severus asintió y la siguió por un pasillo estrecho. Golpeó la puerta, entró, y vio tras el escritorio a un hombre corpulento, de rostro severo y bigote descuidado. Llevaba el uniforme con desdén, como si cada día pesara más que el anterior.

—Capitán Bulloc —saludó Snape, con frialdad educada—. Vengo por información sobre un caso ocurrido hace diez años.

Un accidente automovilístico. Murió una mujer llamada Sayu McDougal.

Bulloc alzó una ceja, sin disimular su escepticismo.

—¿Y qué lo trae a escarbar en un caso tan viejo? —preguntó, con voz rasposa.

—Era… amiga mía —respondió Severus tras una breve pausa—. Solo quiero saber dónde está enterrada.

El capitán soltó un suspiro impaciente. Se recostó en su silla y habló con dureza.

—Los cuerpos que no son reclamados después de cierto tiempo tienen tres destinos: ser incinerados y colocados en urnas en algún almacén estatal…

O enterrados en panteones comunes, junto con otros NN.

Y la tercera opción… mejor no saberla.

—Necesito saber qué fue de ella —insistió Severus.

—Entonces tendrá que ir al tercer piso, oficina 30, llenar formularios, esperar semanas y…

Snape ya no escuchaba. Su paciencia había llegado a su límite.

Sin perder la compostura, sacó su varita con un movimiento sutil.

—Confundus.

Los ojos del Capitán Bulloc se apagaron momentáneamente, tornándose vidriosos, vacíos. Severus murmuró un segundo encantamiento, manipulando sus recuerdos con delicadeza quirúrgica.

—Dígale a su secretaria que busque el expediente completo de Sayu McDougal. Necesito saber dónde están sus restos. Luego firme una autorización para liberar la urna.

Bulloc, bajo la influencia del hechizo, obedeció sin protestar. Hizo un par de llamadas, y treinta minutos después, una carpeta desgastada fue colocada sobre su escritorio.

Severus la abrió con manos contenidas, buscando entre los informes y papeles viejos hasta encontrar la línea que necesitaba.

Allí estaba, en tinta desvaída:

Cuerpo incinerado. Restos almacenados en urna N.º 4217

Ubicación: Almacén Estatal N.º 18, zona portuaria.

Severus alzó la vista.

—Necesito una autorización firmada para recuperar la urna.

El capitán, aún bajo los efectos del encantamiento, firmó sin dudarlo y se la entregó.

Snape se levantó, guardó la carpeta bajo su abrigo y salió sin mirar atrás.

Minutos después, en la oficina, Bulloc parpadeó. Su expresión volvió en sí. Algo le parecía extraño… como si hubiese olvidado un detalle importante. Pero, como tantas veces, lo ignoró y siguió trabajando.

El Almacén N.º 18 estaba ubicado en una zona gris del puerto, entre contenedores abandonados y hangares oxidados por la sal del mar. Un funcionario estatal revisó la autorización con desgano, le entregó una llave y lo guió por un pasillo largo y silencioso, iluminado por una sola hilera de luces mortecinas.

Allí, sobre un estante de acero, descansaba una urna sencilla, de cerámica negra, con un número tallado en la base: 4217.

Sin ceremonia ni palabras, Severus la tomó entre sus manos. Era liviana. Indigna. Y, sin embargo, contenía lo último que quedaba de una mujer que, sin saberlo, le había dado lo único que le quedaba en este mundo: un hijo.

Al salir del almacén, Severus se detuvo un momento bajo la lluvia leve que aún caía sobre el puerto. Se quedó inmóvil, con la urna presionada contra su pecho, como si estuviera protegiéndola del tiempo.

Pronto, pensó, tendría que decidir dónde sepultarla. Y entonces, hablar con León.

Porque ahora, al fin, su hijo tendría un lugar al que ir.

Un lugar donde recordar.

Donde llorar.

Donde empezar a sanar.

Una semana después.

En el orfanato, León y Anya estaban sumergidos en uno de sus juegos favoritos: "agentes secretos".

Anya se había obsesionado con una serie muggle llamada Inspector Gadget, y desde que había comprado unos cuantos artefactos mágicos baratos en el Callejón Diagon, había decidido convertir el patio del orfanato en su propia oficina de investigación.

Ese día, Anya llevaba un sombrero demasiado grande para su cabeza y una lupa que no dejaba de pasar de un ojo al otro. León, resignado a su papel, era su "asistente personal".

—Señor León, traiga los documentos para revisar el caso de hoy —ordenó con voz solemne.

—Como ordene, inspectora —respondió él, conteniendo una sonrisa mientras le entregaba unas hojas en blanco que simulaban expedientes.

Anya los revisó con el ceño fruncido y, tras unos segundos, exclamó:

—Ya decidí el caso que vamos a resolver.

—¿Qué misterio resolveremos hoy, inspectora? —preguntó León con tono formal.

—El misterio de una sombra que vuela por el orfanato todas las noches —declaró, poniéndose de pie con dramatismo.

León suspiró, pero la siguió mientras ella continuaba:

—Vamos a entrevistar testigos y buscar pistas.

En el patio, Anya comenzó a interrogar a los demás niños. La mayoría la ignoró, pero los pocos que respondieron lo hicieron porque la mirada seria de León imponía más respeto que cualquier amenaza.

Cuando terminaron, se sentaron en un banco y repasaron la información.

—A ver… —empezó León—. Michael dice que vio la sombra ayer alrededor de las ocho de la noche. María afirma que la vio por la mañana, pero pasó tan rápido que no pudo distinguir qué era. Sabrina está convencida de que es un vampiro. Josh asegura que escuchó su grito infernal y que debemos rezar siempre. Y Megan dice que los ojos de esa sombra brillaban y que su cabeza giró.

—Bueno, inspectora, ¿tiene alguna idea? —preguntó León con una media sonrisa.

Anya, sonriendo con aire de misterio, respondió:

—Todavía es muy pronto, joven asistente. Debemos buscar pistas en los lugares donde ocurrieron los avistamientos.

Se arrodilló, lupa en mano, y comenzó a examinar minuciosamente el suelo. León, en cambio, observó con calma los alrededores. En todos los sitios que visitaban había algo en común: plumas grises esparcidas.

"No será…" pensó, sintiendo que las piezas encajaban. "Ojos que brillan en la oscuridad… cabeza que gira… No cabe duda de quién es el responsable."

Pero al ver lo concentrada que estaba Anya, decidió guardar silencio. Sería más divertido dejar que ella llegara a la conclusión por sí misma.

El juego con Anya quedó interrumpido cuando la señora María apareció en el patio, con ese tono que no admitía réplica.

—León, la directora quiere verte en su oficina.

León se levantó, sacudiéndose el polvo de las rodillas.

—Está bien… —dijo, lanzando una mirada a Anya—. Sigue investigando, inspectora, esto es una misión para un solo agente.

Mientras caminaban por el pasillo, León habló sin mirarla:

—Se trata de otra adopción, ¿verdad, señora María?

—La directora te lo explicará —respondió ella con cautela.

—Espero que no sea una pérdida de tiempo. Ya le dejé claro mi condición para aceptar —dijo León, con un tono frío y decidido.

—Se trata de Anya, ¿verdad? —preguntó ella, aunque ya conocía la respuesta.

—Es mi hermana, y no pienso separarme de ella —afirmó sin titubear.

La señora María suspiró. No era la primera vez. León había rechazado a varias familias que quisieron adoptarlo, simplemente porque no querían —o no podían— llevarse también a la niña.

Al llegar a la oficina, León se detuvo al ver quién estaba allí.

—Profesor Snape… —lo saludó, algo desconcertado—. ¿Pasa algo?

Snape, con su expresión habitual de control, dijo a la directora Sarah y a la señora María:

—Quisiera hablar con el señor Leon… a solas.

Ambas asintieron y se retiraron, cerrando la puerta.

Severus se acercó lentamente, sus ojos oscuros fijos en el muchacho.

—León… soy tu padre.

Las palabras cayeron como un rayo. León lo miró, incrédulo, y de pronto su voz se quebró con un grito contenido:

—¿Si eres mi padre, dónde has estado? ¿Por qué terminé en este orfanato? ¿Qué pasó con mamá? ¿No nos quisiste? ¿Por qué no me dijiste nada en la escuela? ¿Por qué me abandonaste?

Snape, que pocas veces se dejaba sorprender, sintió cómo cada pregunta le golpeaba con más fuerza que la anterior. Nunca había visto a León perder el control así.

—Lo siento —dijo al fin, en un tono grave—. No sabía que eras mi hijo hasta hace unos días. En cuanto a tu madre… solo la conocí una vez, y nunca nos volvimos a ver. No supe que había fallecido, ni que habías terminado aquí. Lamento todo lo que has vivido… y quiero compensarlo.

—No pienso irme sin mi hermana —respondió León con firmeza.

—¿Hermana? —repitió Snape, confundido.

—No es mi hermana de sangre, pero crecimos juntos. Somos más que amigos… somos hermanos.

Snape lo miró con seriedad.

—La relación de hermanos… cuando uno tiene magia y el otro no, no acaba bien, León.

—Ella no es así —replicó de inmediato—. Ya sabe que no tiene magia, lo acepta, y tiene su propio sueño. Y yo… yo siempre voy a apoyarla. Así que lo repito: no me voy sin mi hermana.

Severus sostuvo su mirada. El muchacho no temblaba, no bajaba los ojos. Su decisión era inamovible. Y en ese momento, Snape entendió el dilema: si quería llevarse a León, tendría que adoptar también a la niña.

 

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