Snape salió de su oficina con paso rápido, el eco de sus botas resonando en las paredes de piedra. Necesitaba respuestas… y sabía exactamente dónde encontrarlas.
La oficina de la subdirectora estaba iluminada por la luz de varias lámparas flotantes. Minerva McGonagall, sentada tras su escritorio, levantó la vista al verlo entrar.
—¿Qué puedo hacer por ti, Severus?
—Necesito revisar la documentación de los estudiantes de primer año de Slytherin —respondió sin rodeos.
Minerva arqueó una ceja, pero no vio nada inusual en la solicitud. Con un leve movimiento de varita, un gabinete metálico se abrió y varias carpetas comenzaron a flotar hacia afuera.
—Ahí tienes.
Snape las tomó y comenzó a revisarlas meticulosamente, una tras otra. Los nombres, las direcciones, las procedencias… hasta que se detuvo.
León Wool.
Sus ojos recorrieron la hoja: Educación primaria: Colegio Eton. Y, en la parte inferior, claramente escrito: "Orfanato Wool".
La comprensión lo golpeó de golpe. No era un apellido heredado… era el nombre del lugar donde había crecido. Su hijo no tenía apellido propio.
Cerró la carpeta con un chasquido seco y la devolvió al montón.
—Gracias, Minerva.
Se despidió brevemente y abandonó Hogwarts sin decir más. Necesitaba pensar. Necesitaba… un lugar.
En un sitio lúgubre, donde las casas de ladrillo se alzaban como sombras gastadas y las calles sin mantenimiento se llenaban de charcos estancados, una figura vestida de negro se apareció entre la neblina. El aire olía a óxido y polvo.
Caminó varias cuadras, sus pasos silenciosos sobre el pavimento agrietado, hasta llegar a su destino: un terreno cercado por una verja oxidada, coronado por un gran letrero que decía: Cementerio General de Cokeworth.
La figura cruzó la entrada y se adentró entre hileras de lápidas gastadas por el tiempo. El viento movía suavemente las hojas secas a su paso.
Finalmente, se detuvo frente a una piedra gris, sencilla, apenas decorada con un grabado:
Eileen Snape
Severus se quedó inmóvil, mirando el nombre de su madre, mientras una maraña de recuerdos, culpas y preguntas lo asfixiaban en silencio.
El viento frío acariciaba su rostro, pero Snape apenas lo sentía. Sus ojos estaban fijos en el nombre grabado en la lápida.
—Madre… —susurró, aunque su voz apenas se escuchó sobre el susurro de las hojas secas.
Recordó su infancia en Cokeworth: la pobreza, las discusiones constantes entre sus padres, las miradas frías de los vecinos. Y, en medio de todo, Eileen, que nunca fue una mujer cálida, pero que sí fue la única que entendía lo que significaba tener magia en un mundo que la despreciaba.
—Si estuvieras aquí… sabrías qué hacer —murmuró.
Las palabras de Pomfrey resonaron en su mente: "León Wool es tu hijo." Tres veces había repetido la poción. Tres veces el mismo resultado. No podía negar la verdad, pero tampoco podía entenderla del todo. ¿Quién lo había dejado en ese orfanato? ¿Por qué nunca le dijeron nada?
Sus puños se cerraron lentamente.
—Creí que ya había dejado de cometer errores irreparables… —dijo en voz baja.
El recuerdo de León en la enfermería apareció sin permiso: exhausto, cubierto de cortes, pero con esa mirada desafiante que parecía negarse a rendirse. Mi hijo. La palabra le resultaba extraña, incómoda, y al mismo tiempo… peligrosamente significativa.
—No sé si estarías orgullosa o avergonzada de mí, madre… —continuó—. Pero no puedo ignorarlo.
Se agachó, dejando que sus dedos rozaran la piedra fría.
—Te lo prometo… no voy a abandonarlo, no seré como el.
Permaneció unos segundos más en silencio, antes de incorporarse. Su túnica ondeó con el viento cuando se dio media vuelta, abandonando el cementerio con paso firme. Había muchas preguntas y pocas respuestas… pero ahora tenía un propósito.
Severus sintió cómo el peso del mundo caía sobre sus hombros cuando entró en el orfanato donde vivía León. La directora, Sarah, una mujer de rostro serio pero amable, lo recibió con una mirada que parecía capaz de leer su alma.
—Estoy aquí por León —dijo Severus con voz firme—. Es mi hijo.
La directora frunció el ceño, pero no dijo nada. Severus sacó un pergamino donde estaban los resultados del examen de sangre que confirmaban la paternidad.
—Esto lo prueba —murmuró, entregándole la hoja en blanco, todavía incrédulo.
La mirada de Sarah se apagó por un instante, como si reviviera un recuerdo doloroso, antes de volver a la normalidad.
—Lo sabía —respondió con voz baja—. Gracias a la validación del documento, podemos confirmarlo.
Severus la miró con intensidad.
—¿Sabe algo de la madre? —preguntó.
Sarah vaciló, y luego respondió con pesar:
—No debería saberlo usted, señor Snape.
—Solo la conocí una vez —dijo Severus—. Nunca supe su nombre, ni siquiera me dijo que estaba embarazada.
La directora asintió, y con un gesto silencioso se levantó para buscar una carpeta con el nombre de León. Se la entregó, y Severus comenzó a hojearla. Una foto cayó ante sus ojos: una mujer de cabello blanco, mirada profunda.
Sus recuerdos comenzaron a desdibujarse, hasta que de pronto una escena apareció clara en su mente.
Había estado perdiéndose en el alcohol, intentando ahogar sus penas. Había condenado a Lily al contar la profecía, y el Señor Oscuro había decidido que su hijo era el elegido. La desesperación lo consumía, y mientras bebía sin cesar, apareció ella.
Una mujer de cabello blanco se acercó a la barra y le preguntó si quería una copa.
Severus asintió. Ella pidió las bebidas más caras sin importar el precio.
—¿A qué te dedicas? —preguntó con curiosidad.
Sabía que no podía decirle que era mago, así que mintió sin vacilar:
—Farmacéutico.
Ella siguió haciendo preguntas: sus gustos, su opinión sobre la música. Severus, quien nunca había recibido tanta atención sincera de una mujer, respondió con honestidad, quizás culpa del alcohol.
Las horas pasaron entre risas y copas. Ella lo sacó a bailar, y poco a poco se acercaron hasta que sus labios se encontraron en un beso.
Atrevido por el alcohol y la emoción, Severus la invitó a su casa. Pasaron la noche juntos.
Pero al amanecer, ella se había ido.
No tenía tiempo para buscar respuestas. Su mente solo pensaba en salvar a Lily.
Al volver a la realidad, Severus leyó el nombre escrito en la carpeta:
Sayu McDougal.
Su garganta se cerró. No reconocía el apellido. Pero el nombre… ese nombre, ahora, tenía un peso distinto. Finalidad. Memoria. Consecuencia.
La directora Sarah lo miró con compasión, como si sintiera la carga que él apenas comenzaba a comprender.
—Murió en un accidente automovilístico —dijo en voz baja—. Fueron los policías quienes encontraron a León. Estaba ileso. Todo indicaba que su madre lo protegió con su cuerpo.
Al ser rescatado, lo trajeron aquí. Al parecer, cuando murió, la madre de León no tenía documentación. La policía tardó meses en descubrir su nombre.
Sarah hizo una pausa, con la mirada baja.
—También descubrieron que había entrado al país de manera ilegal… así que no pudimos encontrar ningún familiar que reclamara a León. Incluso dudamos que su apellido real sea McDougal.
Por sus rasgos asiáticos, algunos pensaron que había cambiado su identidad.
Pero, a pesar de todo eso, lo criamos con cariño.
Y puedo decirte… es un niño muy bueno. Muy inteligente.
Estoy segura de que en Hogwarts debe de ser el mejor estudiante.
Severus apenas pudo mirar hacia ella. Su voz, al salir, fue apenas un murmullo grave:
—Lo es.
Sarah asintió, con una sonrisa suave y sincera.
—¿Quieres que lo llame? —ofreció con tacto—. Está en la biblioteca, como casi siempre a esta hora.
Severus desvió la mirada hacia la ventana. El cielo estaba gris, y una llovizna suave comenzaba a caer. Se tomó un momento, como si las palabras le dolieran en la garganta.
—No… no todavía —dijo finalmente—. Quiero buscar dónde está enterrada su madre.
Creo que… creo que él querrá saberlo también.
Sarah no dijo nada más. Solo asintió, en señal de respeto.