Me estoy muriendo de hambre. ¿Por qué? Por el maldito otoño.
No me lo puedo creer. Justo cuando empezaba a adaptarme, llega este infierno helado disfrazado de estación. Este frío, esta maldita brisa … Las capas de ropa que llevo puestas no abrigan, solo sirven para cubrirme la cara y hacerme parecer un vagabundo. Bueno, en realidad… lo soy.
Odio haber llegado a esto. Estoy congelado, y para mantener el calor termino comiendo más, aunque no haya nada que comer. Me muevo constantemente, día y noche, huyendo de las bestias. Cada paso gasta más energía de la que puedo reponer. Ahora, con el frío, todo empeora. Si no encuentro algo esta noche, me quedaré sin fuerzas.
Voy a tener que arriesgarme. Competir con las otras bestias que hurgan en la basura. No sé si resultará; son más fuertes, más ágiles… más desesperadas. Pero vagabundear también me ha dejado algo. Ahora mi cuerpo es más rápido, más preciso. Cada músculo es tenso y definido, aunque mi silueta delgada parezca la de un esqueleto de Halloween. Si no como esta noche… puedo no ver el amanecer.
La ciudad de noche es otra. Las calles, los callejones… incluso las bestias, toman una tonalidad más oscura. Los neones moribundos parpadean sobre charcos congelados y bolsas de basura abiertas. No es el mismo mundo que se ve bajo la luz del sol. Aquí manda la desesperación, la rabia, el hambre. Aquí no hay reglas.
Y yo no pienso morir aquí.
Estoy decidido. Esta noche no voy a andar con cuidado. Esta noche voy a ser audaz. No por valentía, sino porque no tengo otra opción.
—A ver qué tenemos aquí… —murmuré mientras me acerco a un contenedor con cautela, como un cazador entre ruinas oxidadas.
Para mi sorpresa, entre los plásticos malolientes y los restos de comida fermentada, una bolsa de manzanas aparece frente a mí. Algunas magulladas, otras con moho… pero comestibles. Comida. Comida real. Incluso hay unos chocolates, algo derretidos, pero ahí están. La sonrisa que se dibuja en mi rostro no tiene forma. Es salvaje, infantil, desesperada.
—Me saqué el premio gordo —susurré mientras agarraba la bolsa con ambas manos, temblando.
Pero la felicidad duró poco.
—¡Ey! ¡Deja eso! ¿No sabes que todo lo que hay aquí es mío?
Esa voz rasposa me heló más que el viento. Me giré despacio, aún sosteniendo la bolsa. Frente a mí estaba… él. Un ser encorvado, con una chaqueta mugrienta que apenas ocultaba su pelaje gris lleno de costras. Sus ojos, enormes, felinos, de un amarillo sucio, brillaban con rabia. Tenía orejas puntiagudas como cuchillas rotas y garras largas que no parecían naturales. Un gato callejero… pero mutado, deformado por el hambre y la vida salvaje. Su sola presencia gritaba locura. Y hambre.
Una bestia. Pero pensante. Peor aún.
(Maldita sea… todo estaría perfecto si no fuera por esa cara. Esa maldita cara de gato callejero).
No quería pelear. No ahora. Pero tampoco podía dejar esa comida. La necesitaba.
—¿Ah sí? ¿Y quién lo decidió? No veo a nadie relevante, la verdad —le respondí con firmeza, tratando de esconder el temblor en mi voz.
El tipo siseó, como un gato furioso. Me miró con una expresión oscura, las pupilas dilatadas por la rabia.
—Este maldito enano de metro sesenta y cinco… —masculló con desprecio.
(¿Enano? ¡Maldita sea… odio tener que darle la razón!)
No pienso soltar esta comida. ¡Vete!
No dijo nada más. No preguntó. Solo actuó. En un instante, lanzó su brazo hacia mí, las garras brillando bajo la tenue luz del farol parpadeante. Me arañó la mano, haciendo que soltara la bolsa por el dolor.
—Vete. Ahora. Si no quieres más problemas —espetó, alejándose un par de pasos, aún mirándome con esos ojos salvajes.
(Ya estoy herido... No hay vuelta atrás).
(Menos mal que está desnutrido, si no, no tendría oportunidad contra él).
Velocidad: alta. Agilidad: alta. Fuerza: baja. Resistencia: media. Letalidad… alta.
Es una criatura peligrosa, más por lo impredecible que por su fuerza.
Cuando estaba por darse la vuelta, agarré una piedra del suelo y se la lancé directo a la espalda.
—¡Grrh! —se quejó, cayendo de rodillas.
Me acerqué veloz con un derechazo amplio, pero lo esquivó como si lo hubiera anticipado. Retrocedí de inmediato. No era tonto, iba a contraatacar. Saqué otra piedra de mi bolsillo y se la lancé al rostro. Le dio en la frente.
Rugió de rabia.
Y como una sombra, dio una zancada hacia mí. Ya lo había calculado: pateé directo a sus piernas. Cayó, pero no quedó fuera de combate.
Se balanceó hacia atrás como un resorte y se impulsó con fuerza apoyándose en sus brazos, extendiendo las piernas como tijeras. Me golpeó el rostro y caí de espaldas. Se me subió encima, con sus piernas a ambos lados de mi pecho. Me inmovilizó.
Sus garras rozaban mi cuello. Estaba por rebanarme.
Entonces, vio mi rostro. Algo lo detuvo.
—¿Qué…?
Aproveché ese segundo. Le golpeé la entrepierna con fuerza. Gritó y se encogió. Le di otro golpe directo al torso, apuntando al hígado, pero fallé. Aun así, logró retroceder. Me dio una patada mientras giraba, y me hizo tambalear.
Se levantó. Me miró con ojos rojos. No de sangre, sino de locura. No había cordura ahí.
—¿Qué pasó? ¿Se te comió la lengua el gato? —le dije, jadeando, con una sonrisa torcida.
Rugió como un animal y se lanzó otra vez.
Vamos, Darwin. Cúbrete el cuello… lo demás no importa.
Esquivé un zarpazo, pero otro me rasgó el pecho. El siguiente, más amplio, me dio en el muslo. Sentí la piel abrirse. Dolor ardiente. Su espalda quedó expuesta.
Le golpeé con todas mis fuerzas. Cayó. Me abalancé sobre él, junté las manos y descargué un golpe aún más fuerte. Gimió. Lo rodeé con el brazo y le apliqué una llave, apretando su garganta. Garras rozaron mi antebrazo, lo rasguñó, pero la ropa gruesa absorbió parte del daño.
Siguió resistiendo. Hasta que… cedió. Se desmayó.
Lo miré. Tenía su cuello al alcance. Podría matarlo. Pero ¿para qué? Mi existencia no corre peligro. Nadie le creería a una bestia callejera que vio una nueva especie muy extraña. Además, si alguien descubriera que lo maté, me arriesgaría demasiado. No tengo ningún respaldo. Solo problemas.
(Tengo que irme de esta zona. Ya no es segura).
Suspiro. Me duele el cuerpo. Me tiembla el alma. Pero al menos… me gané algo.
—Qué dulce es esta sensación… —murmuro mientras meto un trozo de chocolate en la boca.
Claro… también el chocolate.