Aiko jadeaba, con la sangre corriendo por su frente y su visión nublada por el dolor. Apenas podía mantenerse en pie, pero su determinación seguía intacta. El humo de la bomba que había lanzado se había disipado, y la cruda realidad de su situación se materializó frente a ella. Daichi, Kenta y Haru la miraban con una frialdad aterradora, sus ojos vacíos de la camaradería que una vez compartieron. La piel de Aiko ardía, cada respiración era una punzada. Era una bestia acorralada, pero se negaba a ser una presa.
—No pensé que durarías tanto, Aiko —dijo Haru, su voz serena y sin emoción, mientras sostenía su arco con una firmeza impecable. Sus ojos, antes llenos de la inocencia de una hermana, ahora eran tan vacíos como la mirada de La Muerte.
—Eres más resistente de lo que aparentas —añadió Kenta, girando una de sus guadañas entre los dedos. El brillo de la hoja era un reflejo de su crueldad.
Aiko escupió sangre y sonrió de lado, sintiendo el metal y la sal en su boca. —Si de verdad pensaron que iba a caer tan fácil, entonces me están subestimando demasiado.
—No —intervino Daichi con voz grave y monótona, como la de un verdugo que justifica su acto—. Solo queremos que dejes de moverte. Es una orden. Y las órdenes de la Muerte se cumplen.
Antes de que Aiko pudiera reaccionar, la lanza de Daichi se desdibujó en el aire y desapareció. La punta negra atravesó el muslo derecho de Aiko, perforando carne y hueso con un sonido nauseabundo.
Un grito desgarrador escapó de sus labios cuando cayó de rodillas, sintiendo un dolor insoportable recorrer su pierna. Era una manifestación de la Lanza del Juicio, un arma que podía atravesar cualquier cosa. Daichi la usaba como un simple recordatorio de su poder.
—¡Mierda! —jadeó, intentando sacar la lanza, pero el dolor era paralizante. El filo de la lanza estaba diseñado para multiplicar el dolor, una maldición que Aiko sentía en cada fibra de su ser.
No tuvo tiempo de recuperarse. Kenta apareció a su lado en un abrir y cerrar de ojos, sus guadañas brillando con un filo mortal. Con un giro brutal, la hoja de una de ellas le abrió un corte profundo en el costado, mientras la otra golpeaba con fuerza su espalda, haciéndola caer al suelo con un golpe seco. El dolor la hizo jadear. La espalda de Aiko sintió un dolor tan fuerte que por un momento pensó que se había quedado sin fuerzas.
—Los Heraldos Supremos no deberían tener una carga como tú —escupió Kenta, pisándole la cabeza contra el suelo—. Eres una molestia, una anomalía que no pertenece a la cima.
Aiko apretó los dientes, sus dedos arañando la tierra ensangrentada. Con un movimiento rápido, giró su cuerpo y atrapó el tobillo de Kenta con una llave, tirándolo al suelo con un golpe seco. Antes de que pudiera reaccionar, le lanzó un puñetazo directo al rostro, haciéndole sangrar la nariz. Su sangre corrió, goteando en el suelo. Kenta gruñó.
—¡Bastarda! —rugió Kenta, limpiándose la sangre con furia.
Haru aprovechó el momento. Desde la distancia, tensó su arco y disparó sin dudarlo. La flecha cortó el aire y se clavó en el hombro izquierdo de Aiko, atravesándolo de lado a lado. Otro grito salió de su garganta mientras la sangre empapaba su ropa. La flecha de Haru estaba impregnada de su voluntad. Una flecha del vacío que no podía ser detenida.
Daichi se acercó con pasos pesados, arrancando su lanza del muslo de Aiko con un tirón cruel. Un nuevo gemido de dolor sacudió su cuerpo, pero ella se negó a caer. Se levantó tambaleándose, las piernas temblándole, la sangre goteando de sus heridas.
—Aguantas más de lo esperado —murmuró Daichi, observándola con indiferencia. —Eres una Heraldo. Un Heraldo Bastardo. Pero tu determinación es digna de un Heraldo Supremo.
Aiko escupió al suelo, con su mirada ardiendo de rabia. —Eso es todo lo que tienen? Pensé que los Heraldos Supremos eran más fuertes. Me equivoqué.
Kenta rugió de furia y la pateó en el estómago, levantándola del suelo y haciéndola rodar varios metros. Aiko sintió que sus costillas crujían por el impacto, pero se forzó a levantarse, tambaleándose.
—¿Sigues con fuerzas? —preguntó Haru con una sonrisa sádica, como si disfrutara del dolor que ella le causaba.
Aiko se limpió la sangre de los labios y los miró con desafío. —No importa cuánto me golpeen. No me voy a rendir. No soy como ustedes.
Daichi suspiró, sosteniendo su lanza con fuerza. —Entonces tendremos que asegurarnos de que no te levantes nunca más. Es una orden de la Muerte. No podemos desobedecer.
Sin previo aviso, los tres atacaron al mismo tiempo, con sus armas brillando bajo la luz de la luna. Aiko apretó los puños, lista para enfrentarlos, aunque su cuerpo gritara de dolor. Sabía que estaba al borde de la muerte, pero si iba a caer, lo haría peleando. Y si iba a morir… se aseguraría de llevarse a uno de ellos con ella. En ese instante, una figura emergió de la oscuridad, sus ojos brillando con una luz roja.
—¡ALÉJENSE DE ELLA! —gritó una voz que Aiko reconoció al instante.
Ryuusei se teletransportó en el centro de la habitación, su aura era tan poderosa que el aire se sentía más pesado, más denso. El poder crudo que Ryuusei sentía era tan fuerte que incluso Kenta, Haru y Daichi se detuvieron en seco. Su rostro estaba enmascarado por el poder, sus ojos de un rojo brillante.
—Ryuusei… —murmuró Aiko, su voz temblando entre la sorpresa y el alivio.
—No la toquen. No la toquen de nuevo. Si lo hacen, juro por la Muerte que los mataré a todos —rugió Ryuusei, sus martillos de guerra vibrando con una luz oscura.
—El Heraldo Bastardo ha llegado —se burló Kenta. —Sabía que vendrías. ¿Crees que puedes enfrentarte a nosotros tres solo?
—No estoy solo —respondió Ryuusei, su voz llena de ira. —Estoy con ella. Y ustedes… son solo ratas que se arrastran en la oscuridad.
Haru apretó los dientes. Daichi, en cambio, se mantuvo imperturbable. Su mirada estaba fija en Ryuusei, como si estuviera midiendo su poder.
—Este era el plan de la Muerte —dijo Haru, su voz llena de resignación. —Ella sabía que vendrías.
—No me importa —respondió Ryuusei, su voz llena de rabia. —Lo único que me importa es que la dejen en paz.
El Heraldo Bastardo se teletransportó, su velocidad era tan grande que era imposible de seguir. Apareció detrás de Kenta, y su martillo golpeó la espalda del Heraldo Supremo. Un dolor tan fuerte que lo hizo gritar.
Kenta se dio la vuelta, sus guadañas listas, pero Ryuusei ya se había teletransportado de nuevo. El Heraldo, a diferencia de los otros, no era un combatiente. Era el caos, el poder puro.
—¡Es tan rápido! —jadeó Kenta, sus ojos llenos de miedo.
Haru disparó una flecha, pero Ryuusei la esquivó. Su velocidad era inigualable. Y su furia, insuperable.
Ryuusei se teletransportó detrás de Daichi. Su martillo de guerra impactó contra el Heraldo Supremo. Un golpe tan fuerte que lo hizo retroceder varios metros. La Lanza del Juicio de Daichi vibró, pero no se rompió. Daichi miró a Ryuusei con una expresión que por primera vez no era de frialdad. Era de asombro.
—Tu poder… ha crecido —murmuró Daichi.
—Mi poder creció con el odio —respondió Ryuusei. —Y el odio que les tengo… es más grande que cualquier cosa que hayan sentido.
Aiko se levantó tambaleándose, su espada en la mano. Su cuerpo le dolía, pero la visión de Ryuusei la hizo sentirse más fuerte. Se lanzó contra Haru, con sus dagas, atacó a la Heraldo del Vacío. Haru se defendió, sus movimientos eran rápidos y precisos. Aiko no era una luchadora de la misma magnitud que Haru, pero su determinación era tan fuerte que la hizo ser una rival digna de la Heraldo del Vacío.
—¡Haru! —gritó Kenta. —¡Tenemos que matarlos a los dos!
—¡No! —dijo Haru, sus ojos fijos en Aiko. —¡Tenemos que detenerlos!
Haru lanzó una flecha a Aiko, pero la Heraldo Bastarda la esquivó. Con un movimiento rápido, Aiko le cortó un pedazo de ropa. Haru gruñó de frustración. Kenta, en cambio, se reía.
—¡Esto es divertido! —rugió Kenta, sus guadañas brillando con una luz oscura.
Kenta se lanzó contra Aiko, sus guadañas listas. Aiko se defendió, sus movimientos eran más rápidos que nunca. Pero Kenta no era fácil de vencer. Era el mejor combatiente. Aiko era una simple Heraldo Bastarda.
Ryuusei se teletransportó de nuevo. Esta vez, fue contra Kenta. Su martillo de guerra impactó contra el Heraldo Supremo, un golpe tan fuerte que lo hizo retroceder. Kenta se limpió la sangre de la boca.
—Te voy a matar —dijo Kenta.
—No —respondió Ryuusei. —Yo te voy a matar. Y haré que sufras.
La batalla entre los heraldos había comenzado. El eco de sus gritos, el choque de sus armas, el sonido de la sangre, era un eco de la guerra que estaba a punto de desatarse. Y la Muerte, desde la oscuridad, observaba el juego. Su juego.