Dicen que, cuando el tiempo de los dioses llegaba a su fin, ellos regresaban a recoger la luz con la que habían tejido el mundo, la misma que sostenía el orden de la creación. Y con cada regreso, la humanidad perecía, como arena que se deshace entre los dedos de su creador.
Durante incontables generaciones los hombres los veneramos, aprendiendo de ellos los misterios con los que gobernábamos la tierra y el cielo. Cada dios guardaba dominio sobre un aspecto de la creación, y los clanes, en su fervor, se dividieron para rendir culto a sus distintos señores. Así nació la separación: costumbres, tradiciones y rivalidades incapaces de unirse bajo una sola voz.
Pero en la hora más oscura, cuando el ciclo de destrucción volvió a repetirse, los clanes dejaron atrás sus diferencias y por primera vez marcharon juntos. Cruzamos el velo y ascendimos al plano celestial para proteger la humanidad.
La guerra fue larga, tan larga que olvidamos el tiempo.
El cielo, antes un jardín imposible de describir, se tiñó de sangre y silencio.
Donde hubo canto reinó el vacío.
Y entonces enfrentamos nuestro primer dilema: ¿cómo matar a un dios, cuando bastaba un gesto suyo para desintegrarnos?
La primera divinidad en caer fue la diosa de la naturaleza, considerada la más débil. Creímos haberla derrotado, pero su propia esencia intentó revivirla. Fue entonces cuando el líder de su clan, en un acto desesperado, selló su poder en su propio cuerpo. Así nació el primer portador, un heredero condenado a cargar parte de la divinidad en su sangre.
Pensamos que aquel poder nos daría ventaja. En cambio, trajo nuevas pérdidas: manifestar un poder divino resultaba demasiado para un mortal. Las batallas continuaron, y nuestra esperanza comenzó a desgastarse.
Fue en medio de ese caos que apareció un niño. Nadie supo su origen: había nacido en el mismo plano celestial, bajo fuego y acero. Una líder de clan lo acogió como a su propio hijo, y lo defendió de la desconfianza. Creció en la guerra, y cuando parecía que seríamos aniquilados, despertó un don imposible: podía anular los poderes de los dioses, incluso los que ya latían en los portadores.
Gracias a él sobrevivimos batallas que parecían perdidas. Pero el precio fue alto: la mujer que lo había protegido murió, dejando en el joven la carga de absorber el sello y ocupar su lugar como nuevo líder.
Aunque heredó su puesto, jamás fue visto como un igual. Su origen despertó desconfianza: ¿era humano o un fragmento divino disfrazado?
Su don, que en otro tiempo nos había salvado, pronto se volvió el mayor miedo: si podía anular la divinidad de los dioses, también podía despojar a los portadores.
Para muchos, su sola existencia era una amenaza que debía desaparecer.
La envidia, la codicia y la sospecha pesaron más que la gratitud.
Y lo inevitable ocurrió: fue traicionado y abandonado en el plano celestial junto a los pocos que le seguían siendo leales.
Aquel niño, ya joven, comprendió demasiado tarde que la enfermedad divina había echado raíces en los portadores. Así tomó una decisión: convertirse en el cazador que impidiera el Génesis.
Descendió herido al mundo mortal y comenzó a sellar la divinidad corrupta que despertaba en los herederos. Cada victoria costaba sangre; cada sello lo debilitaba más. Finalmente, lo logró: contuvo la amenaza y devolvió un frágil equilibrio. Pero el precio fue su vida.
Antes de caer, aseguró que su historia no se perdería. El poder divino, sellado en sangre, pasaría de padres a hijos como una antorcha que solo un heredero podría encender. Así, aunque cada descendiente porta parte del poder original, el sello permanece incompleto, esperando al nuevo cazador que termine lo que él no pudo.
Han pasado cuatro siglos desde entonces. El sello comienza a romperse. El clan traicionado sigue sin líder, débil y olvidado. La enfermedad divina late en cada heredero como una sombra.
Nosotros también lo esperamos. Porque si nadie los detiene, la humanidad volverá a ser ceniza entre los dedos de sus nuevos creadores. Y yo, como una descendiente de un clan sin líder, no puedo hacer más que recordar estas palabras y confiar en que el cazador regresará.