El sol caía sobre los rascacielos metálicos de Ciudad República, lanzando destellos dorados sobre el puerto. Los barcos entraban y salían cargados de comerciantes, mientras los tranvías eléctricos pasaban zumbando por los rieles. El aire estaba lleno de humo, voces y movimiento. Era un mundo moderno, donde el chi fluía entre máquinas y hombres, donde la tradición luchaba por convivir con el progreso.
Entre todo aquel bullicio, había un rincón silencioso. Una terraza elevada, con vista perfecta al muelle donde pronto llegaría el barco que traía a la joven Avatar. Allí, sentado con las piernas cruzadas, estaba él.
Su cabello rubio platinado, largo y recogido en dos coletas que caían como cortinas brillantes a sus lados, relucía bajo la luz del atardecer. Sus ojos eran lo más extraño: iris con un degradado color arcoíris que atrapaba a cualquiera que se atreviera a mirarlos de frente. Sus labios curvados en una sonrisa permanente transmitían serenidad, pero la palidez casi antinatural de su piel le daba un aire espectral.
Su ropa contrastaba con la grisura de la ciudad: un kimono blanco con bordes morados, pantalones anchos color lila y una cinta púrpura que marcaba su cintura. En sus manos, dos abanicos dorados adornados con flores de loto reposaban cerrados, como si fueran solo un accesorio elegante. Nadie sospechaba que esas armas eran extensiones de un poder gélido que podía devastar barrios enteros en segundos.
Él se llamaba Fhriz. O al menos, eso se repetía a sí mismo. Antes había sido un chico común, fanático de La Leyenda de Korra, devorando episodios frente a una pantalla en un mundo donde los elementos eran solo ficción. Ahora, había despertado en este universo, en un cuerpo nuevo, con recuerdos que no eran del todo suyos: recuerdos de un demonio japonés llamado Dōma, sus habilidades, su crueldad y su poder.
Había pasado semanas explorando en silencio, ocultando su verdadera fuerza. Nadie en Ciudad República sospechaba que caminaba entre ellos alguien inmortal, con una regeneración que desafiaba la lógica, capaz de congelar la vida misma con un chasquido de abanico. Pero Fhriz sí sabía algo importante: hoy era el día. El inicio de la historia que conocía de memoria.
El barco que traía a Korra estaba a punto de atracar.
Fhriz se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas y observando con fascinación. Desde que despertó en este mundo, había tenido una certeza: quería verla. Korra no era solo la protagonista de una serie que adoraba; era su favorita, su héroe, la mujer cuyo viaje conocía en cada detalle. Y ahora, iba a encontrarse con ella en carne y hueso.
El bullicio en el muelle creció. Gente señalaba el barco que se acercaba. Los periódicos ya habían anunciado que la nueva Avatar haría su debut en la ciudad.
—Así que empieza —murmuró Fhriz, su voz suave y melódica, cargada de un extraño eco que ponía la piel de gallina a cualquiera que lo escuchara.
La nave atracó con estruendo. Entre la multitud, los primeros en descender fueron los acompañantes oficiales. Luego, con paso firme, apareció ella: Korra.
Cabello oscuro recogido, brazos fuertes, ojos azules llenos de determinación. Su porte era de alguien que sabía exactamente quién era y lo que debía hacer. Su expresión se endureció al mirar la inmensidad de la ciudad: humo, metal, autos, todo lo que contrastaba con los templos tranquilos del sur.
El corazón de Fhriz latió con fuerza, aunque su sonrisa no se quebró. Había esperado ese momento, pero verlo con sus propios ojos lo dejaba sin aire.
Recordaba cada paso de la trama: cómo Korra se cruzaría con Mako y Bolin, cómo enfrentaría a Amon, cómo perdería y recuperaría la conexión espiritual, cómo evolucionaría hasta convertirse en la Avatar más fuerte de la historia. Él lo sabía todo. Pero eso no significaba que las cosas fueran a repetirse exactamente igual. Su sola presencia ya era una alteración.
Mientras Korra se mezclaba con la multitud, un pequeño alboroto llamó la atención de todos.
Unos triadas —delincuentes que controlaban partes de la ciudad— habían decidido aprovechar el caos para intimidar comerciantes en el puerto. Gritaban, golpeaban cajas, exigían pagos. La policía metálica aún no llegaba.
Korra frunció el ceño, dando un paso al frente. Fhriz lo sabía: ese era uno de los primeros momentos donde ella mostraba su espíritu combativo en Ciudad República. Pero esta vez, no estaba sola.
Antes de que la Avatar pudiera moverse, uno de los triadas lanzó un golpe de fuego hacia un comerciante indefenso. Y entonces, el aire se heló.
El calor del atardecer se extinguió en segundos. Vapor blanco escapó de las bocas de los presentes, y una fina escarcha cubrió el suelo. Los criminales se quedaron congelados en el acto, sus llamas apagadas en el aire.
La multitud murmuró con miedo.
En la terraza, Fhriz había abierto uno de sus abanicos, moviéndolo con un gesto perezoso. Una ráfaga helada descendió como un látigo invisible, congelando el fuego a mitad de camino y dejando estalactitas de hielo en el suelo.
Los triadas retrocedieron, temblando no solo por el frío.
Desde abajo, Korra alzó la vista, sorprendida. Sus ojos azules se encontraron con los de él. La sonrisa radiante de Fhriz brilló como un sol falso en medio del aire helado.
Los espectadores aplaudieron, algunos gritaban "¡un maestro agua!", "¡qué técnica es esa!". Nadie comprendía lo que acababan de presenciar. Ni siquiera Korra, que había entrenado con los mejores del mundo, reconocía el estilo.
Fhriz cerró el abanico con un chasquido elegante y se levantó.
—Bienvenida a tu historia, Avatar —susurró para sí mismo, antes de desaparecer entre las sombras de la terraza.
Korra se quedó mirando la escarcha que cubría el muelle. Algo en el aire le erizó la piel. No era solo el frío. Era la sensación de que alguien la estaba observando, alguien que sabía demasiado de ella.
El destino acababa de cambiar, aunque todavía nadie lo sabía.