Como escritor de novelas en línea sin mucho éxito, Mò Yǔ estaba “esforzándose” en teclear palabras frente a su computadora.
La razón por la que “esforzándose” lleva comillas es porque Mò Yǔ, fiel a su nombre, era un maestro del arte de procrastinar. Con un paquete de cigarrillos, una taza de té y un día entero por delante, podía pasarse horas revisando y corrigiendo apenas cien palabras. Para él, esto no era un problema. Después de todo, ¿quién no ha oído que los escritores sufren bloqueos creativos? Era algo tan común como el aire que respiraba.
Ese día, como de costumbre, Mò Yǔ seguía en su rutina de “esfuerzo”. Tras confirmar que su bloqueo creativo seguía tan firme como una roca, decidió tomarse un descanso. Se levantó de su silla, caminó hacia la ventana, encendió un cigarrillo y sacó su celular para jugar un rato, todo bajo la excusa de “buscar inspiración”. En realidad, era solo una forma elegante de seguir procrastinando.
Una hora después, cerró el juego con el rostro oscurecido por la frustración. Había perdido estrepitosamente en las loterías de Honkai Impact 3rd, Genshin Impact y Honkai: Star Rail. Sus intentos por conseguir personajes raros en los banners de Gran Luna, Rey Dragón de Agua y Espejo Fluyente fueron un desastre total. No era solo una mala racha; era una catástrofe de proporciones épicas.
Sin embargo, Mò Yǔ no tardó en recuperar la calma. Años de experiencia con juegos de empresas como Tencent, NetEase y miHoYo le habían enseñado una verdad innegable: tenía el don innato de ser el rey de la mala suerte. Perder en los sorteos de gacha no era una sorpresa; era parte de su ADN.
Pensó en volver a sentarse y escribir algo, aunque fuera unas pocas líneas, pero la idea le resultaba tan atractiva como lavar los platos después de una cena grasosa. Exhaló un anillo de humo y miró por la ventana hacia el cielo, sintiendo un dejo de confusión.
Ser escritor de novelas en línea no estaba mal. La libertad de horarios y la posibilidad de trabajar desde cualquier lugar eran un lujo. Además, cuando lograba publicar algo decente, el dinero no era despreciable. Pero también había desventajas. Llevaba años en esto, y su cuerpo comenzaba a resentirlo: dolores de espalda, problemas de vista, y una vida social que se reducía a charlas esporádicas con otros escritores en foros en línea. Y lo peor: el mercado de las novelas en línea se volvía cada vez más competitivo. Los autores jóvenes llegaban con ideas frescas y una energía que él ya no sentía. Los veteranos, como él, a menudo se quedaban atrás, olvidados por los lectores y superados por las tendencias.
El bloqueo creativo de Mò Yǔ no era solo falta de ideas; era una crisis existencial. ¿Podría seguir escribiendo por el resto de su vida? ¿O estaba destinado a ser uno más de esos autores que se desvanecen en el olvido?
Sacudió la cabeza, intentando alejar esos pensamientos sombríos. Decidió que, aunque no tuviera inspiración, debía intentarlo. Se sentó frente a la computadora, dispuesto a enfrentar el temido cursor parpadeante. Pero su mente seguía en blanco, y la frustración comenzó a crecer. Encendió otro cigarrillo y murmuró para sí mismo:
“Tal vez debería dejarlo todo. Buscar un trabajo normal. Ser guardia de seguridad suena bien, ¿no? Al menos no tendría que lidiar con este maldito bloqueo.”
Tras un suspiro resignado, se quedó mirando la pantalla, perdido en sus pensamientos. Pero entonces, algo extraño sucedió. Una voz, o más bien un coro de voces, comenzó a susurrar en su oído.
“Oh, Supremo, Santo y Espiritual Señor…”
Mò Yǔ se quedó petrificado. Giró la cabeza, buscando el origen del sonido, pero no había nadie. La habitación estaba vacía, salvo por el leve zumbido del ventilador de su computadora. Las voces se intensificaron, un torrente de susurros que mezclaban tonos agudos y graves, algunos desesperados, otros fervorosos.
“Señor, la oscuridad lo ha consumido todo…”
“Señor…”
El sonido era abrumador, como si millones de agujas perforaran su cerebro. Mò Yǔ se llevó las manos a la cabeza, intentando bloquear las voces, pero era inútil. De repente, la pantalla de su computadora estalló en un resplandor cegador, una luz blanca y plateada que lo envolvió por completo.
Cuando la luz se desvaneció, Mò Yǔ no estaba en su habitación. Ante él se extendía un océano imposible, un mar que no podía describirse con palabras. Era infinito, cambiante, y brillaba con un resplandor plateado que parecía existir entre lo real y lo imaginario. Cada ola, cada destello, contenía infinitas posibilidades, como si el universo entero estuviera contenido en ese lugar.
Mò Yǔ sintió su mente detenerse. La información llegaba a raudales, abrumadora e incomprensible. Este era el Mar Plateado, una dimensión formada por la conciencia colectiva de todos los seres vivos, un reflejo de las fantasías, los sueños y las creencias de la humanidad. Era el opuesto al mundo material, un reino de pura espiritualidad donde cada pensamiento, cada mito, cada historia cobraba vida.
En este mar flotaban innumerables burbujas, algunas pequeñas como gotas, otras vastas como continentes. Cada una era un mundo, una historia, un fragmento de la imaginación humana. Mò Yǔ vio dioses antiguos luchando en tierras primordiales, vio héroes modernos enfrentándose a monstruos en ciudades futuristas, y hasta vio robots gigantes combatiendo en la inmensidad del espacio. Pero su mente, abrumada por la magnitud de lo que veía, no podía procesar lo que significaba.
El Mar Plateado no estaba en calma. Una oscuridad insondable se agitaba en sus profundidades, una fuerza que devoraba todo a su paso. Las burbujas, esos mundos de fantasía, se desvanecían una tras otra, consumidas por la negrura.
Entonces, algo atrajo su atención. En una de las burbujas más grandes, un reino celestial brillaba con una luz pura y sagrada. En su centro, un ser majestuoso estaba sentado en un trono elevado, rodeado de millones de fieles que cantaban himnos. Legiones de ángeles, armados con lanzas de luz y navegando en naves doradas, se enfrentaban valientemente a la oscuridad que surgía del mar.
La información fluyó a su mente. Este era el Reino Celestial del Antiguo Testamento, un mundo creado por las creencias de un antiguo culto secreto, una manifestación de los mitos semitas en el Mar Plateado. Pero no era único; había incontables reinos como este, cada uno un reflejo de las creencias y fantasías de la humanidad.
La batalla continuó, pero la oscuridad resultó ser más fuerte. Los ángeles caían, sus alas rotas, mientras el reino celestial se desmoronaba en llamas. Los fieles lloraban, y el ser majestuoso en el trono comenzó a desvanecerse. Mò Yǔ, con la mente aún paralizada, solo podía observar.
Justo antes de desaparecer, el ser en el trono alzó una mano y señaló a Mò Yǔ. Una voz resonó, poderosa y sagrada:
“Humano del mundo real, proclamo ante el Mar Plateado: mi autoridad y mi mito serán tuyos, para que tu existencia sea eterna. Mi gloria y mi reino serán tu fundamento para ascender. Pero mis enemigos también te seguirán, como sombras, para probar tu camino hacia la cima…”
Una luz cegadora envolvió a Mò Yǔ. Sintió su cuerpo expandirse, volverse inmenso, como si estuviera creciendo más allá de los límites de la realidad. Ascendió, acercándose a un límite indescriptible, hasta que, con un salto final, lo cruzó.
Cuando abrió los ojos, estaba de vuelta en su habitación, sentado frente a su computadora. Todo parecía un sueño, una alucinación. Se frotó la cabeza, confundido.
“¿Qué demonios fue eso? ¿Ahora los escritores también sufrimos alucinaciones?”
Pero algo en su mente le decía que no era un sueño. Fragmentos de información, sensaciones extrañas, seguían resonando en su cabeza. Decidió probar algo. Miró su computadora, que ahora estaba apagada. Extendió la mano y presionó el botón de encendido, pronunciando con solemnidad:
“Declaro que esta computadora será el portador de mi reino celestial, un testimonio del poder divino…”
Para su sorpresa, la pantalla de 36 pulgadas, aunque seguía apagada, comenzó a emitir un tenue resplandor platino. El gabinete de la computadora, que había comprado por una ganga, ahora brillaba con luces multicolores, y plumas etéreas parecían flotar a su alrededor. Los altavoces baratos que había comprado en un mercado comenzaron a vibrar, emitiendo un cántico majestuoso:
“Santo, santo, alabado sea nuestro Señor…”
Incluso el teclado y el ratón, gastados por años de uso, parecían nuevos, envueltos en un aura de santidad.
Mò Yǔ observó la escena, atónito. Su computadora, que apenas había costado cuatro mil yuanes, no debería tener efectos especiales tan impresionantes. La verdad era clara: lo que había vivido en el Mar Plateado era real. Había visitado un reino de fantasía y espiritualidad, y había recibido la herencia de un dios del Antiguo Testamento. Ahora, en cierto sentido, él era un dios.
Bueno, un dios de Pinduoduo, para ser exactos. Porque, según la información en su mente, su “divinidad” era solo una pequeña fracción de los innumerables dioses que existían en el Mar Plateado. Pero, ¿y qué? ¡Un dios de Pinduoduo seguía siendo un dios!
Emocionado, intentó usar sus nuevos poderes. Imaginó un fireball gigante, pero solo logró producir una chispa insignificante. Intentó levitar un objeto, pero apenas hizo temblar una hoja de papel sobre su escritorio. Suspiró. En el mundo real, su divinidad era prácticamente inútil. El Mar Plateado, un reino de pura espiritualidad, no se traducía bien al mundo material.
Sin embargo, su computadora era diferente. Por alguna razón, había servido como punto de contacto entre el mundo real y el Mar Plateado, y ahora, con su proclamación, se había convertido en un artefacto divino. Los efectos eran impresionantes, pero, ¿de qué servían en la vida real?
Mientras reflexionaba, la computadora terminó de encenderse. El clásico logo de Windows había desaparecido, reemplazado por un enjambre de pequeños ángeles con cabezas de bebé y alas de luz. Tocaban instrumentos extraños, como trompetas y laúdes, mientras cantaban himnos sagrados. Mò Yǔ frunció el ceño.
“¿Están tocando música religiosa con un suona chino? Esto es… raro.”
Como si lo hubieran escuchado, los ángeles escondieron los instrumentos y sacaron otros, como un pipa y un erhu. La música siguió, pero ahora con un toque aún más extraño. Mò Yǔ reconoció los instrumentos: eran idénticos a los que había guardado en una carpeta de investigación para sus novelas.
El “show de apertura” terminó, y la pantalla volvió a un escritorio normal, aunque con un fondo animado de un cielo celestial lleno de ángeles que lo miraban con adoración. Mò Yǔ, siempre práctico, comenzó a pensar en cómo podía aprovechar su nueva situación. Ser un dios en el mundo real no parecía muy útil, pero en el Mar Plateado, tal vez las cosas fueran diferentes.
Miró su computadora, ahora un portal al Mar Plateado. Recordó las burbujas que había visto, mundos de fantasía basados en historias, libros, películas y animes. Como escritor, conocía bien esos mundos. Tal vez podía usar su poder para interactuar con ellos.
Abrió la carpeta “Mis Documentos” y encontró una carpeta llamada “Archivos Importantes”. No era lo que piensas; nada de contenido subido de tono. Era una colección de notas, investigaciones y datos que había recopilado durante años para sus novelas. Entre ellas, había una carpeta titulada Bleach.
Bleach, Naruto y One Piece eran los pilares del anime shonen, y también temas populares en las novelas en línea. Mò Yǔ había investigado mucho sobre Bleach, recopilando detalles sobre su mundo, personajes y tramas. Si iba a experimentar con el Mar Plateado, ¿por qué no empezar con algo que conocía bien?
Con un murmullo, ordenó: “Con esta información, busquen en el Mar Plateado el mundo de Bleach.”
La computadora respondió al instante. Un vórtice de luz apareció en la pantalla, absorbiendo los archivos de la carpeta Bleach. Una luz brillante atravesó la pantalla, como si conectara el mundo real con el reino de las fantasías.
En el Mar Plateado, un rayo de luz divina atravesó los cielos, buscando entre las incontables burbujas hasta encontrar una. La carpeta Bleach en la computadora quedó vacía, pero en su lugar apareció un reproductor de video rudimentario. Mò Yǔ lo abrió, y la icónica música de apertura de Bleach llenó la habitación.
Sin embargo, lo que vio no era la trama que conocía. En la pantalla, un adolescente de cabello naranja se levantaba de la cama, bostezando. Era Ichigo Kurosaki, el protagonista de Bleach. Pero en lugar de una escena llena de acción, la pantalla mostraba a Ichigo lavándose los dientes con una lentitud casi exasperante.
“Esto no es un anime… ¡es una transmisión en vivo!” exclamó Mò Yǔ, fascinado.
Para Ichigo, era un día cualquiera. Se levantó, se lavó la cara, se puso el uniforme escolar y se preparó para desayunar con su familia. Pero entonces, mientras se cepillaba los dientes, escuchó algo. Una voz, o más bien un coro de voces, resonó en su cabeza, hablando en innumerables idiomas al mismo tiempo.
“Interesante…”
Ichigo dio un salto, dejando caer el cepillo. Miró a su alrededor, buscando la fuente del sonido. “¿Quién está ahí?” gritó, corriendo por su habitación. No encontró nada, pero no se dio por vencido. Blandiendo un puño, exclamó: “¡No sé quién eres, pero no te escondas en mi cuarto! ¡Ve y descansa en paz de una vez!”