LEONARDO.
Me quedé mirando a Lucía mientras dormía a mi lado. El peso de su cuerpo descansaba suavemente sobre el mío, tan ligero, tan cálido. Podía sentir la suavidad de su respiración, la tranquilidad en su rostro, mientras sus ojos permanecían cerrados, sumidos en su descanso. El cabello rubio caía en suaves ondas sobre su almohada, y sus cejas estaban perfectamente alineadas, como si fueran parte de un diseño cuidadoso. Cada detalle de su rostro me cautivaba, sin que pudiera evitarlo.
Sus pestañas largas, que danzaban con el más mínimo movimiento, parecían tocar su piel con cada parpadeo, tan delicadas, tan naturales. El pequeño lunar cerca de su oreja izquierda, apenas visible si no prestabas atención, era un detalle que me había llamado la atención en algún momento, y que ahora parecía ser parte de ella. Todo en ella me era familiar, y, al mismo tiempo, me resultaba extraño, como si no terminara de comprender del todo a la mujer que tenía junto a mí.
Mis ojos bajaron lentamente hacia sus labios. Sus labios... Estaban tan cerca de los míos, tan suaves, tan... vulnerables, aún en el descanso. No quería despertar esa parte de mí, esa que me hacía pensar en lo que sentía, en lo que no debía sentir. Pero ahí estaba, la tentación, la necesidad de acercarme un poco más. La inseguridad me estaba matando, y aún así, no podía dejar de observarla.
¿Qué estaba haciendo con ella? ¿Qué esperaba de todo esto? Mi mente estaba en un constante conflicto. ¿Es que realmente me importaba? No lo sé. No lo sé y, sin embargo, aquí estaba. En su cama, con ella, pensando más de lo que debía. Mi cuerpo se tensó de solo pensar en las consecuencias, en el futuro que había decidido evitar.
El reloj en la pared marcaba el paso de la noche, y mientras la nieve seguía cayendo fuera, yo seguía allí, mirando cómo Lucía dormía, tan serena. Como si no supiera el torbellino que existía dentro de mí, el miedo de abrirme a alguien, el miedo de ser lo que nunca quise ser para otra persona. Pero, por otro lado, había algo en ella que me hacía dudar de mis propias creencias.
¿Es que estaba dispuesto a cambiar? ¿A arriesgarme? La pregunta me rondaba la cabeza, pero no tenía respuesta. Me aparté un poco de ella, observando su rostro una vez más. La suavidad de su piel, la curva de su cuello, y la vulnerabilidad que reflejaba su sueño. No quería pensar en ello, no quería profundizar más en algo que no entendía completamente.
La verdad es que estaba perdido.
Mi mano, que había estado reposando sobre la almohada, se movió lentamente hacia su rostro. La toqué suavemente, como si temiera que el contacto pudiera romper algo, algo frágil, algo que no sabía si estaba listo para aceptar.
—Perdón... —susurré, con un hilo de voz, sin poder contener la mirada que se clavaba en su rostro. —Perdón por no poder darte lo que esperas de mí, Lucía. Te lo he dicho una y otra vez, no sé amar. No sé cómo recibirlo, ni cómo darlo. Amar no es parte de mi vida, nunca lo fue. Pero tú... —la miré más fijamente, sintiendo cómo su presencia me envolvía—... tú me estás arruinando, para bien.
Mi pecho se apretó al decirlo. Había estado huyendo de la idea de tener algo real, algo que significara algo más que simplemente existir. Lucía había llegado, había hecho que me cuestionara todo. Todo lo que había logrado mantener en distancia, todo lo que había controlado. Estaba en peligro, y no quería que fuera ella quien destruyera lo que quedaba de mí.
—Por eso debo irme... —dije, casi sin creer lo que salía de mis labios, como si mi cuerpo estuviera tratando de evitar lo inevitable. —Si me quedo... me destruirás. Me vas a reconstruir, pero me perderé a mí mismo. Y eso... no puedo permitirlo. Yo soy lo único que sé vivir. —Mi voz se quebró al final, mientras miraba sus ojos, buscando algo, algo que no sabía si encontraría.
Su cercanía me hacía dudar aún más de lo que quería decir. Pero, al mismo tiempo, mis palabras parecían fluir solas, como si todo lo que había estado guardando se hubiera roto por completo. No me podía permitir el lujo de perderme a mí mismo por alguien, no después de todo lo que había pasado. Y sin embargo, algo dentro de mí, algo profundo, me decía que si me alejaba de ella, perdería más que solo mi identidad.
Lucía seguía allí, tranquila, aparentemente sin una reacción inmediata, como si estuviera esperando algo más, algo que ni yo mismo sabía qué era. La frágil línea entre el amor y el miedo seguía dibujándose en el aire entre nosotros.
Me levanté.
Sin hacer ruido.
Como tantas veces lo hice antes.
La costumbre de escapar es una maldita sombra que nunca me suelta.
Tomé mis botas del suelo, las cargué en una mano. El abrigo lo tenía ya en la otra. No encendí la luz. No hacía falta. Conocía la oscuridad. Me movía bien en ella.
Mis pasos me llevaron hasta la puerta. Estaba a punto. Era el momento. Esta era la salida.
Mi mano se cerró sobre el pomo frío.
Y no se movió.
No pude.
La tensión me atravesó desde los dedos hasta la mandíbula, que rechinó de tan fuerte que apreté los dientes. Me repetí mentalmente, como si así fuera a convencerme:
Es ahora o nunca.
Es ahora o nunca.
ES AHORA O NUNCA.
Pero mi mano temblaba.
Volteé, como por reflejo.
Allí estaba ella.
Lucía.
Dándome la espalda. Dormida.
Tranquila.
Tan jodidamente hermosa.
Tan ajena a la tormenta que se desataba en mí.
Mis ojos se quedaron fijos en ella.
Te amo. Te amo. Te amo.
Su voz resonó en mi mente como una maldita maldición.
Vete, spectro, decía mi voz.
Te amo, y no te vayas, decía la de ella.
¡Mierdaaaaaaaa!
Golpeé la puerta con la frente, en silencio. Un golpe seco. El abrigo cayó al suelo. Mis piernas no se movieron. Todo dentro de mí gritaba que debía irme. ¡Por ellos! ¡Por mí! ¡Por lo que me queda de cabeza!
Pero no podía.
No porque no supiera cómo abrir la puerta.
Sino porque algo adentro me sujetaba con fuerza.
Algo tibio. Algo suave. Algo que no entendía, pero estaba allí.
Ese jodido corazón mío, que siempre fue hielo… ahora ardía.
No lo entiendo. No quiero. No debo.
Pero tampoco me fui.
Seguí allí, con el cuerpo tenso, los nudillos blancos de tanto apretar.
Respirando como si doliera.
Mirando la puerta como si cruzarla significara morir.
¿Y si ya me morí una vez? ¿Y si renací aquí?
Mierda… qué estás haciendo, Leonardo. Qué demonios estás haciendo.
Y aun así, mis botas seguían sin ponerse.
El pomo… seguía sin girar.
Las palabras de Selene regresaron a mí, arrastrándome como un ancla atada al cuello.
—Leto, ¿de verdad quieres seguir aquí?
Me lo preguntó muchas veces. No una, ni dos. Cada vez que mi mirada se perdía en el horizonte. Cada vez que algo dentro de mí pedía salir corriendo y no volver. Cada vez que no podía dormir después de una misión, o cuando el eco de los disparos no se apagaba ni en mis sueños.
V.I.D.A.
Mi familia.
Mi hogar...
Selene, la mujer de mirada implacable, que había sido más madre que la que me dio la vida.
Dante, el cabrón testarudo que me enseñó que la fuerza no estaba en los músculos, sino en la voluntad, mi padrino.
Hexa, la hacker que me metió en la cabeza cómo moverme entre redes y sistemas como si fueran corredores en mi propia casa.
Iván, el que me enseñó a limpiar, cargar y disparar un arma antes de que siquiera supiera cómo pedir una pizza.
Silva, con su maldito humor negro que me hizo reír cuando creí que ya no podría hacerlo jamás.
Cherry, que me metió en la cabeza las idioteces de las citas y el coqueteo barato.
April, que aún con su alma rota me abrazaba como si yo fuera algo que merecía cariño.
Jackal, el muro en el que siempre me pude apoyar, aunque a veces quisiera tumbarlo.
Stitch, el médico frío pero jodidamente eficiente, que me enseñó a coser mis propias heridas cuando nadie más podía.
Eran míos.
Fueron míos.
Lo son.
Y yo los abandoné.
No porque quisiera, sino porque no tuve opción
I.F.L.O. nos destrozó.
Nos cazó como perros.
La base en el sudeste asiático ardió. Y yo, yo simplemente… sobreviví.
Dónde yo morí, donde se suponía que I.F.L.O. debía matarme. Pero no, sobrevivi.
Lucía me encontró hecho mierda, medio muerto, medio hombre.
Ella…
Esa enfermera voluntaria que no sabía en qué se metía.
Que me cosió, que me cuidó, que me habló como si no fuera un monstruo.
Que ahora duerme en la misma cama como si de verdad creyera que soy alguien digno de su amor.
¿De verdad quieres seguir aquí, Leto? La voz de Selene de nuevo.
Sus ojos verdes, como árboles vivos.
Mierda. Mierda.
Mi pecho dolía, como si alguien me estuviera arrancando las costillas una por una.
Mi corazón latía tan rápido que sentía que se me iba a salir.
No puedo quedarme.
No debo.
Pero no puedo moverme.
Porque tengo miedo.
Porque si me quedo, los pierdo. A todos.
A Selene. A Dante. A Hexa. A Iván. A todos.
Pero si me voy… la pierdo a ella.
A Lucía.
Y el muy cabrón de mi corazón me susurra que quizás, sólo quizás, merezco algo más que sobrevivir.
Mierda, tengo miedo.
Mucho miedo.
Más que en cualquier maldita misión.
Más que cuando me apuntaron a la cabeza con un AK en los campos de Laos.
Más que cuando vi la base arder y creí que estaba solo en el puto mundo.
Porque ahora…
Tengo algo que perder.
Y eso me aterra más que cualquier bala.
Y entonces, como una maldita daga clavándose en mis entrañas, llegó la voz de Dante.
—Solo asegúrate de que realmente es lo que quieres, Leto.
—Aunque se vea bien, esto no es una vida. Ser mercenario puede traer dinero, sí, pero no es una verdadera vida.
Su voz grave, cansada, con ese peso que solo alguien que ha visto demasiado puede cargar.
Me acuerdo de esas palabras como si me las estuviera diciendo ahora, justo detrás de mí, observándome en esta habitación a oscuras, mientras mi mano seguía temblando en el pomo de la puerta, atrapado entre el impulso de huir y el deseo brutal de quedarme.
—Esto no es vivir.
Eso también me lo dijo una vez, después de una misión en Caracas, cuando terminé con la cara ensangrentada y las costillas rotas, apenas respirando en una ambulancia improvisada.
—Sobrevivir no es lo mismo que vivir, muchacho.
Y yo, el idiota testarudo que era —que soy—, creí que no había diferencia.
Hasta ahora.
Hasta Lucía.
Hasta esas putas dos palabras que me están rompiendo más que cualquier balazo en la vida.
Te amo.
Cerré los ojos con fuerza, apretando el pomo hasta que mis nudillos crujieron.
La urgencia de escapar latía en mi garganta, casi como un grito.
Pero también la necesidad, maldita sea, de correr de vuelta a esa cama, a ese calor, a esa absurda y peligrosa esperanza.
—¿Qué carajos quieres, Leto? —pregunté en mi cabeza.
¿Seguir siendo el arma sin rostro que V.I.D.A. salvó y moldeó?
¿O arriesgarme a algo que podría matarme de otra forma?
Solté un suspiro quebrado.
Ni siquiera podía confiar en mí mismo para decidir.
Lo único que sabía era que, si me iba, esta vez sí me iba a romper del todo.
Me volví a ver a Lucía.
La luz de la luna entraba débil por la ventana, iluminando su cabello como si fuera oro líquido derramado sobre las sábanas.
Su cuerpo respiraba tranquilo, como si confiara en mí.
Como si creyera que yo era algo más que un perro roto y entrenado para matar.
Mierda.
Ella no sabe en lo que se está metiendo.
Yo tampoco.
Pero por primera vez en mucho, mucho tiempo... quise saberlo.
Quise aprenderlo.
Quise vivirlo.
Aunque me matara en el proceso.
Mi mano soltó el pomo.
Y lentamente, muy lentamente, di un paso atrás, alejándome de la puerta, de mi fuga, de mi vieja vida.
Me acerqué a la cama.
Me quité el abrigo.
Solté las botas.
Todo el peso que traía encima.
Y volví a acostarme junto a ella.
La abracé.
Hundí la cara en su cabello.
Dejé que el temblor en mi pecho se calmara con el ritmo de su respiración.
No sé qué mierda estoy haciendo.
Pero, por esta noche... voy a quedarme.
Pero incluso abrazándola, sintiéndola tan real entre mis brazos, no podía apagar el desastre en mi cabeza.
El peso del miedo no se iba.
No se iba, maldita sea.
Apretaba los ojos cerrados, buscando algo de paz en medio de todo ese caos, pero solo encontraba recuerdos.
La primera vez que maté.
La primera vez que casi muero.
La primera vez que escuché a alguien decir —te amo— sin querer algo a cambio... y sin saber cómo diablos reaccionar.
Me revolví un poco, sin querer despertarla.
Lucía se movió apenas, buscando acomodarse más contra mí, como si en su inconsciente supiera que estaba a punto de quebrarme.
Tragué saliva, sintiendo la garganta arder.
No. No voy a llorar.
Eso ya no lo hago.
Ya no soy ese niño.
Ese niño se quedó muerto en algún agujero olvidado del mundo, y yo soy solo lo que quedó para sobrevivir.
Pero entonces su mano, en medio de su sueño, subió hasta mi camiseta y se aferró a ella, como si supiera que estaba a punto de largarme de nuevo.
Como si pudiera sentirlo.
—Mierda... —susurré apenas, tan bajo que dudo que ni yo mismo lo escuchara.
Respiré hondo.
¿Qué haces, Leto? ¿Qué vas a hacer mañana, cuando ella despierte y te mire como si fueras su mundo?
¿Cuando te pida que la dejes entrar y tú no sepas más que alzar muros y poner rifles en las ventanas?
¿Qué vas a hacer cuando ella te diga que te ama y tú no puedas decirlo de vuelta?
Me odié un poco más en ese momento.
La abracé con más fuerza, buscando estúpidamente fundirme en su calor, como si eso pudiera salvarme.
—Un paso a la vez—, habría dicho Stitch.
—Un puto paso a la vez.
Así que eso haré.
Un paso.
No sé mañana. No sé el siguiente mes.
Ni siquiera sé si tendré el coraje de quedarme cuando amanezca.
Pero ahora... ahora mismo...
Cerré los ojos.
Dejé caer mi frente contra la suya.
Respiré su olor a jabón y esperanza.
Ahora mismo, elijo quedarme.
Aunque me duela.
Aunque me mate.
Aunque me pierda en el intento.
Porque por primera vez en mi vida... no quiero sobrevivir.
Quiero vivir.
Vivir como alguien normal.