LEONARDO.
El zumbido constante de las pantallas era lo único que rompía el silencio. Aquel cuarto dentro de la base militar olía a metal, a cables recalentados y a café viejo. Estaba sentado frente a una mesa de acero, con los brazos cruzados y la mirada fija en una de las pantallas que mostraba la foto del niño de sonrisa grande y ojos encendidos. Según Marcos, ese niño era yo. O al menos, podía serlo.
—Evan Callahan —repitió Marcos por enésima vez mientras deslizaba el dedo por una tableta con más información de la que un civil jamás podría reunir en tan poco tiempo—. Desaparecido hace ocho años. Diez años tenía. Zona residencial de West Englewood, Chicago. Padre: Robert Callahan, ex-empleado en una empresa de seguros. Madre: Emily, ama de casa. Hermanos: Thomas, veintiuno. Emma, veinte.
Las palabras caían como golpes sordos contra mi pecho. Marcos estaba de pie, apoyado en la mesa, su uniforme perfectamente planchado, las insignias brillando en su pecho, pero la mirada serena, humana.
—La familia nunca dejó de buscarte… —agregó en voz baja, y eso fue lo que más me pesó.
Me pasé una mano por la cara.
—Y si no soy él… —murmuré—. Si no soy ese niño… ¿qué vamos a hacer con esa familia? No puedo… no quiero romperlos.
Marcos asintió lentamente.
—Lo sé. Y tú tampoco eres tonto, Leo. Hay muchas formas de confirmar la identidad: registros dentales, escaneos faciales, test de memoria, pero ninguna es tan certera como una prueba de ADN. Solo que eso… eso no es solo una prueba. Es como abrir una caja que lleva ocho años cerrada con sangre, lágrimas y esperanza. Y si no eres tú, los vas a destrozar.
Tragué saliva. Las manos me temblaban levemente.
—Lo sé… —respondí—. Pero tengo que saberlo. Quiero saberlo.
—¿Y si no eres?
—Entonces me desaparezco. Me borro de nuevo. Pero no puedo seguir con esta… incertidumbre. Quiero encontrar la forma… —miré a Marcos con seriedad—. …de confirmar sin dañar. Tal vez… conseguir una muestra de ellos. Hacer la prueba sin tener que verlos, sin levantar expectativas. Solo… datos. ¿Puedes hacerlo?
Marcos cruzó los brazos, pensativo.
—Podría. Me costará un favor o dos. Y violaría un par de protocolos, pero… sí. Puedo conseguirlo.
Asentí.
—Hazlo. Si hay una posibilidad de que haya alguien allá afuera… que realmente me haya querido… necesito saberlo. Y si no… seguiré adelante.
Marcos me miró por un momento, luego asintió con una sonrisa breve.
—Eres más fuerte de lo que pareces, Leo.
—No. Solo estoy cansado de correr sin saber de qué.
Silencio otra vez. Las pantallas seguían mostrando fotos, informes, mapas. Y en medio de todo, ese niño con una sonrisa tan limpia… que me dolía mirarlo.
Tal vez sí era yo.
Tal vez no.
Pero ya era hora de saberlo.
—Esto va a tomar tiempo, Leo —dijo Marcos mientras apagaba algunas de las pantallas—. Movernos así, sin levantar sospechas, implica hacer las cosas con calma. Pero lo haré.
Asentí en silencio. Ya esperaba que fuera así.
—Viajaste por varias horas —añadió, caminando hacia una consola—. Ya es tarde. ¿Quieres que te prepare una habitación aquí? Mañana temprano puedes volver con Lucía.
—Gracias —respondí con sinceridad—. Te lo agradezco, de verdad.
Me giré para seguirlo, pero su voz me detuvo antes de salir de la sala.
—Leo… espera.
Me detuve. Lo miré por encima del hombro.
—¿Cómo están las cosas entre tú y Lucía?
Lo encaré con expresión neutra. Él se cruzó de brazos, ladeando un poco la cabeza.
—Mi padre… el tío Armando… y yo. Todos hemos notado algo. Creemos que Lucía podría sentir algo por ti. Aunque no sabemos si es solo apego… tú la salvaste. Y luego ella te cuidó casi dos meses mientras estabas en coma. Es natural que se cree un lazo, ¿pero es algo más? Lo digo por lo que ví en el gimnacio de la villa.
Lo miré. No tenía sentido mentirle.
—Lo sé —dije finalmente—. Soy consciente de lo que puede significar todo esto. Lucía y yo… lo hemos hablado. No es como si tuviéramos una historia de amor construida o algo así. Apenas nos conocemos. Venimos de mundos completamente diferentes. Y el mío… no es uno que ella debería pisar jamás.
Guardó silencio, atento a cada palabra.
—Pero aún así —continué—, ella quiere intentarlo. Y yo… yo también. He pasado más de la mitad de mi vida metido en ese mundo. Mercenarios, violencia, sangre, traiciones. Quiero algo distinto. Quiero, aunque sea por un tiempo, vivir algo que se sienta normal. Dejar de mirar sobre mi hombro cada maldito minuto del día. Quiero saber cómo se siente vivir… no solo sobrevivir.
Marcos respiró hondo. Luego preguntó en voz más baja:
—¿Es eso lo que tu quieres? ¿O es algo que Lucía metió en tu cabeza?
Miré hacia el suelo, luego volví a alzar la vista con decisión.
—Es algo que siempre me dijeron los pocos que conocí en ese mundo y que me mostraron algo de humanidad. "Sal de esta vida cuando puedas. Antes de que te consuma". Se lo dije a Lucía. Yo pensaba que vivir y sobrevivir eran lo mismo. Pero ahora… quiero saber la diferencia.
Me apoyé contra el marco de la puerta. El corazón aún me pesaba.
—Y sí, sé que es un error. No puedo darle lo que ella desea. No un futuro, no una familia… ni siquiera estabilidad. Yo soy un caos disfrazado de hombre. Pero si ella está dispuesta a intentar… entonces lo mínimo que puedo hacer es intentarlo también.
Marcos asintió lentamente, cruzando los brazos otra vez.
—No te rindas —dijo en voz baja—. Puede que no sea lo ideal. Puede que duela. Pero si lo vivieron, al menos fue real. Ocho años de diferencia… es solo una barrera social. Nada más. Y tú… tú no eres alguien que haga las cosas porque sí. Sé que tienes tus razones.
Asentí con un suspiro.
—Gracias.
—Descansa esta noche —añadió—. Mañana, pase lo que pase con esa familia o con Lucía, sabrás un poco más de lo que realmente quieres.
Cuando estaba a punto de salir hacia la habitación que Marcos me había asignado, algo me detuvo. La tensión que arrastraba desde el vuelo, desde la conversación, desde siempre, no me dejaba respirar del todo. Giré de nuevo hacia él.
—¿Tienen campos de tiro aquí?
Marcos alzó una ceja, sonriendo como si la pregunta le resultara obvia.
—Leo… estás en una base militar. Por supuesto que los tenemos. ¿Por?
—¿Puedo usarlos? —pregunté con calma—. Solo quiero… descargar un poco de humo.
Marcos cruzó los brazos, evaluándome.
—¿Qué armas quieres?
—Las que puedas prestarme —respondí sin titubear—. Todas las que tengas a mano.
Él soltó una leve risa, negando con la cabeza.
—Sigo sin saber si estás siendo literal o si solo quieres apantallar.
—No me conoces tan poco —le dije, con una leve curvatura en los labios.
—Tienes razón —respondió, dándome una palmada en el hombro mientras se giraba hacia un armario de seguridad—. Entonces prepárate. Pero ponte el saco. Está nevando y ya es de noche. No quiero que te enfermes antes de que veas a Lucía mañana. Además, no me voy a meter a buscarte al frío si te da por quedarte disparando como loco ahí afuera.
Me volví hacia el perchero cercano y tomé el saco militar que me había prestado. Era pesado, cálido y demasiado limpio para lo que estaba acostumbrado. Apreté los puños dentro de los guantes y respiré hondo.
Había algo en disparar… el retroceso, el sonido seco, el olor a pólvora… No lo hacía por violencia. Lo hacía porque el acero y el fuego eran los únicos que habían respondido conmigo durante años. Eran los únicos que no mentían.
—Vamos —dije, con la mirada al frente—. Antes de que la nieve se acumule demasiado.
Marcos asintió con un gesto breve, tecleó en el panel junto a la puerta y esta se abrió con un zumbido sordo.
La noche nos recibió con un viento cortante.
Y yo, por primera vez en mucho tiempo, tenía una razón para volver.
El aire helado me cortó el rostro apenas crucé la barrera metálica que nos separaba del campo. La nieve crujía bajo las botas y el aliento se congelaba apenas salía de la boca.
Frente a mí, sobre una larga mesa metálica cubierta por una lona negra, se extendían dos docenas de armas. Pistolas, escopetas, rifles de asalto, incluso dos francotiradores de largo alcance que reconocí al instante. Uno de ellos, modificado, con el mismo patrón de grabado en el cañón que Silva usaba… y que jamás me dejó tocar.
Lo observé todo en silencio.
Soldados practicaban a lo lejos, sus siluetas recortadas por la luz artificial que bañaba el campo. El sonido de los disparos se sentía como un metrónomo roto, irregular, constante. Marcos estaba a mi lado, con las manos en los bolsillos de su abrigo, observándome con cierta curiosidad.
—¿Sabes usar alguna de estas? —preguntó, como si fuera una pregunta genuina.
Me giré hacia él y lo miré de reojo. No necesitaba decir nada. Mi sonrisa fue suficiente.
Todas. Las conozco. Las usé. Las limpié, las armé en la oscuridad, las disparé con precisión milimétrica. Estas armas… no eran desconocidas para mí. Eran parte de mí. Como si mi cuerpo estuviera construido para llevarlas.
Avancé hacia la mesa, el paso firme a pesar del leve temblor interno que aún recorría mi pierna izquierda. Las heridas estaban cerradas, pero el cuerpo no olvida. Me dolía. No como un grito, sino como un recordatorio constante. Cada vez que apoyaba el peso en esa pierna para posicionarme mejor, sentía cómo el nervio aún sensible me punzaba. No me importaba.
Apoyé la mano sobre un rifle de asalto. El metal frío me devolvió una sensación de hogar enfermo. Me lo colgué al hombro, tomé una pistola, la giré en mi mano como si fuera una extensión de mis dedos y avancé hacia una de las líneas de tiro.
Ajusté los audífonos. Me posicioné.
Y entonces… disparé.
Cada detonación era un pensamiento.
¡PAM! V.I.D.A. y el infierno que dejé atrás.
¡PAM! Lucía y su sonrisa aun lado de mi en la cama.
¡PAM! Una familia allá afuera que quizás… quizás me extrañó todo este tiempo.
¡PAM! El niño que fui. El monstruo en el que me convirtieron.
¡PAM! Las cosas que no puedo darle a Lucía… paz, estabilidad, un futuro.
¡PAM! Pero ella quiere intentarlo. Y yo se lo prometí.
Marcos no dijo nada. Me observó con respeto mientras pasaba de un arma a otra, cambiando cargadores como si mis manos se movieran por inercia. El retroceso se clavaba en mis hombros y mis músculos gritaban, pero no me detuve.
No porque quisiera vivir.
Sino porque ella… me hacía querer intentarlo.
Las armas pesadas eran otra cosa. Otro lenguaje. Otro tipo de castigo.
Me acerqué a la parte de la mesa donde estaban esas malditas bestias. Las que te empujan aunque estés firme. Las que no perdonan errores ni emociones a medio tragar. Las que te sacuden el alma con cada maldito disparo.
Me quité los cascos.
—¡Leonardo! —escuché la voz de Marcos, preocupada, pero lejana—. ¡Ponte los—!
No.
Necesitaba escucharlo. Sentirlo.
No como un soldado.
Como yo.
Levanté el primer monstruo. La culata contra el hombro. Inhalé.
BOOM.
El eco me atravesó el pecho como si una mano gigante me apretara el corazón. Casi me dobló. Y me encantó.
BOOM.
Otra vez. Cada estallido me traía algo que no sabía que llevaba dentro.
Frustración.
Miedo.
Dudas.
Recuerdos difusos.
V.I.D.A.
Lucía.
La maldita posibilidad de tener una familia allá afuera… y no saber si es real. No saber si quiero que sea real.
BOOM.
Mis ojos ardían. El ruido era ensordecedor, pero por dentro, me calmaba.
Sentía las miradas sobre mí. Soldados deteniéndose. Marcos probablemente con una mano lista para frenarme. Pero nadie se atrevía a interrumpir. Nadie interrumpe a alguien que se está rompiendo en silencio.
Y entonces, lo vi. El francotirador.
El mismo modelo que Silva nunca me dejó tocar.
Me acerqué. Lo tomé con respeto. Con historia.
Me arrodillé, gruñendo bajo por el dolor en la pierna, pero forzándola a obedecer. No me vas a frenar ahora, maldita sea.
Apunté al blanco más lejano. Porque siempre fue así. Lo lejano es lo que más importa. Lo que más cuesta.
Respiré. Mis manos estaban firmes. El corazón no.
Y disparé.
Una ronda completa.
Cada disparo fue una palabra que nunca supe decir.
Cada impacto allá en la distancia… era uno acá dentro.
Solté el arma con cuidado. Cerré los ojos. Me dejé caer hacia atrás, directo sobre la nieve.
Y ahí, acostado bajo el cielo nocturno, con el pecho vibrando, la piel húmeda por el sudor y las lágrimas... me quedé.
Respirando.
Viviendo.
Intentando entender qué carajos significa eso.
Aún echado en la nieve, sin importar el frío que me mordía la espalda ni el dolor sordo que me trepaba desde la pierna hasta el cuello. Cerré los ojos…
Y comencé a reír.
Primero fue un suspiro entrecortado. Luego, una risa torpe, ahogada, como si mi cuerpo no supiera cómo hacerlo. Como si estuviera recordando cómo se reía un ser humano.
¿Cuánto tiempo llevaba sin reírme de verdad? No de esas risitas por compromiso. No de esas sonrisas mecánicas. Sino de reírme como si por un momento nada importara.
El aire helado me entraba por la nariz, me quemaba los pulmones, pero no podía parar. Reía sin razón. O con demasiadas.
A mi derecha, escuché la nieve crujir. Marcos se sentó junto a mí, exhalando por la boca el humo blanco del frío. No dijo nada al principio. Solo me miró como si no supiera si estaba perdiendo la cabeza o por fin encontrándola.
—¿Y dime, Leonardo… qué más sabes hacer?
Me giré hacia él, todavía sonriendo, con el pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido kilómetros.
—No lo sé, Marcos… —dije entre respiros, mirando el cielo como si esperara una respuesta desde allá arriba—. Pero me gustaría averiguarlo.
Él soltó una risa nasal, suave.
—Eres un caso, cabrón.
—Lo sé.
Hubo un momento de silencio cómodo. De esos que no te exigen hablar. El tipo de pausa que solo tienes con alguien que entiende que las palabras no arreglan nada, pero el estar ahí… lo cambia todo.
—Mira, Leo —dijo al cabo de un rato, apoyando los antebrazos en las rodillas—. Lo que hiciste ahí… no fue solo desahogarte. Fue reconstruirte a balazos.
—¿Y funcionó?
—No sé. Pero suena a ti.
Me reí otra vez, pero más bajo. Con cansancio.
—No estoy bien, Marcos. No sé qué soy fuera de todo eso. No sé quién soy si no tengo una mira, una orden o un blanco que derribar.
—Eso lo tendrás que descubrir tú, chico.
—Sí… —dije en voz baja, mirando hacia las luces de la base a lo lejos—. Pero por primera vez, no me asusta hacerlo.
Marcos me miró de reojo, luego miró al frente. Y aunque no dijo nada más, su silencio se sintió como un respaldo.
Ahí, tumbado en la nieve, con el cuerpo roto y el alma parchada con pólvora, por un segundo… creí que quizá sí podía encontrar algo más.
Algo mío. Algo real.
—Quiero un intercambio —dije, aún con la vista fija en el cielo negro punteado de estrellas, mientras sentía cómo el frío se colaba hasta mis huesos.
Marcos giró la cabeza hacia mí lentamente.
—¿Intercambio de qué?
Me incorporé con algo de esfuerzo, escupí a un lado la nieve que había entrado a mi boca por la risa, y me sacudí el hombro.
—Información —dije—. Datos de organizaciones externas, redes en Asia, Sudamérica… y más de I.F.L.O. De la que les di a ustedes y a los soldados que estaban conmigo en el hospital del sudeste.
Marcos frunció el ceño, cruzó los brazos y me miró con esos ojos de tipo que nunca baja la guardia.
—¿Y a cambio de qué?
Me puse de pie. Sentía la presión en el pecho. Era esa tensión antes de dar el primer disparo, pero sin un arma en la mano.
—Tecnología militar —respondí—. Armas. Dispositivos. Acceso a lo que sea que necesite… para cuando decida irme y no volver.
El silencio de Marcos fue más pesado que cualquier detonación. Sus ojos se clavaron en los míos.
—¿Incluso si eso significa abandonar a Lucía?
Bajé la mirada. No porque me avergonzara… sino porque esa pregunta me dolía más de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Tal vez —dije, apenas moviendo los labios—. No ahora. Pero en algún momento… sí.
El aire se volvió más frío de golpe, o quizá solo fue el peso de mis palabras cayendo sobre el mundo.
—No me estoy rindiendo con ella —agregué—. Solo… sé lo que soy. Y también sé lo que no puedo prometer. No puedo ser la mentira bonita que espera un final feliz cuando estoy hecho de finales trágicos.
Marcos exhaló lento, como si masticara cada palabra antes de hablar.
—Estás roto, sí. Pero no estás muerto. No todavía.
—Por eso quiero vivir un poco. Y cuando se acabe ese "poco", necesito estar listo para desaparecer. Sin arrastrar a nadie conmigo.
Él me observó durante unos segundos más. Luego asintió despacio.
—Está bien. Haré lo que pueda. Pero prométeme algo.
—¿Qué?
—Que si algún día decides desaparecer… sea porque lo necesitas de verdad. No porque creas que no mereces quedarte.
No respondí.
Solo lo miré.
Y por dentro, me obligué a creer que quizá… algún día… eso sería verdad.