LUCÍA.
Me terminé el vaso de agua en un solo trago, sintiendo cómo el líquido frío arrastraba, al menos un poco, el caos de emociones que hervía en mí.
Había bajado a la cocina apenas unos minutos atrás, luego de salir casi a hurtadillas de su habitación, aún con la piel sensible, aún con su aroma pegado a mi cuerpo... y también con el maldito aroma del sexo impregnando mi ropa, mi cabello, mi todo.
Me estremecí.
La vergüenza todavía ardía en mis mejillas, mezclada con una felicidad absurda y un miedo visceral que no me atrevía a nombrar.
Me había desnudado ante él. Me había expuesto en formas que no sabía si podía entender del todo. Me había entregado.
Y aún así... aún así, él seguía resistiéndose a lo que yo sentía.
Negándolo.
Y yo, como una tonta, le había dicho que me diera un hijo. Con una convicción que ni yo misma sabía de dónde había salido. ¿Qué clase de mujer sensata decía algo así después de apenas... unas horas?
Me llevé las manos al rostro, frotando mis mejillas con frustración.
Fue entonces que Paula, como un fantasma silencioso, apareció a mi lado.
—¿Y? —preguntó, con una sonrisa maliciosa—. ¿Todo bien con Leo después de que los dejé en el gimnasio?
Me congelé un segundo, antes de obligarme a sonreír.
—Sí, hablamos... —mentí, con la voz apenas firme—. Pero no fue mucho, ya sabes cómo es él. Se encerró en sí mismo otra vez.
Paula ladeó la cabeza como si me analizara.
Se acercó un paso más, alzando una ceja.
—¿Seguro que se encerró en sí mismo... o en alguna habitación contigo? —preguntó en un murmullo, antes de señalar con un gesto rápido hacia mi cuello—. Porque... querida hermana mayor, tienes un chupetón del tamaño de una moneda, apenas oculto por tu cabello.
Me puse rígida.
Instintivamente llevé una mano al cuello, sintiendo la piel más caliente donde Paula había apuntado.
Maldita sea.
Ella soltó una risita traviesa.
—Así que... ¿no era que iban a "hablar"? —susurró, cruzándose de brazos—. Me parece que hablaron... pero con las manos.
No supe qué responder.
La vergüenza me golpeó de nuevo como un puñetazo en el estómago.
Paula no necesitaba más. Se rió en voz baja y me dio una palmadita en el hombro, como si fuera cómplice de algo divertido.
Mientras ella se alejaba tarareando una canción absurda, yo cerré los ojos, apoyándome en la barra de la cocina.
—Genial, Lucía. Perfecto. Ahora hasta tus hermanas van a sospechar.
Suspiré hondo.
Leonardo, mientras tanto, no había salido de su habitación. No parecía querer hacerlo. Y no solo por el cansancio físico, sino porque lo que realmente lo mantenía encerrado era otra cosa.
Su pasado.
Su miedo.
Lo sabía porque antes de bajar, lo vi revisando esas carpetas otra vez. Los expedientes de los niños desaparecidos, todos con el mismo nombre: Evan. Más de ciento treinta registros. Más de ciento treinta familias rotas.
Vi cómo sus dedos pasaban las páginas con una mezcla de reverencia y horror.
Leonardo no quería encontrar a su familia.
Tenía miedo de decepcionarlos... o de descubrir que nunca lo buscaron.
Tenía miedo de que verlo ahora —con sus cicatrices, sus vacíos, sus miedos— fuera una herida más para ellos. Y eso, aunque no lo admitiera, le dolía más que cualquier cosa.
Por eso no quería crear lazos.
Ni conmigo.
Por eso, aunque su cuerpo buscara el mío, aunque en su abrazo me negara dejarlo ir, en su corazón seguía empujándome lejos.
Por eso... esa absurda súplica mía de —dame un hijo— sonaba ahora como una locura, incluso para mí misma.
¿Qué demonios estaba haciendo?
¿Qué demonios esperaba de un chico roto que apenas podía sostenerse en pie?
Me pasé una mano por la cara, reprimiendo la punzada de miedo y ternura que me embargaba.
No sabía si tenía derecho a acercarme más.
No sabía si él quería que lo hiciera.
Pero... no quería dejarlo solo en su dolor.
Aunque él no lo pidiera.
Aunque no me amara.
**
La noche había caído como una manta pesada sobre la casa. Los ruidos de la cena comenzaron a filtrarse a través de la casa, mientras yo aún me encontraba allí, con la mente atascada en lo que había pasado. No podía dejar de pensar en lo que habíamos hecho... en cómo había sido todo. Estaba confundida, culpable y algo perdida, pero sobre todo, aún deseaba que él estuviera cerca. Quería hablar con él, entenderlo, pero no sabía cómo acercarme sin que él me apartara una vez más.
Salí al pasillo después de unos minutos, intentando poner algo de distancia entre el caos de mis pensamientos. Pero antes de que pudiera tomar una decisión de qué hacer, escuché unos pasos lentos provenientes del primer piso.
Era Leonardo.
Estaba bajando las escaleras con dificultad. Su paso estaba cojeando por el dolor de su pie izquierdo. A pesar de las suturas que le habían quitado esta mañana, el disparo de hace semanas atrás seguía doliendo. Su rostro seguía serio, sin el más mínimo indicio de emoción, como siempre. El tipo frío que, aunque lo había visto vulnerable en algunos momentos, nunca mostraba un asomo de debilidad más allá de las heridas físicas.
Yo me quedé allí, al pie de las escaleras, sin saber si debía acercarme. Mi estómago se tensó con la mezcla de deseo y temor.
La conversación que tuvimos más temprano, todo lo que había ocurrido entre nosotros, parecía haberse desvanecido en el aire. Era como si nada hubiera pasado. O, tal vez, él lo veía así. La frialdad con la que me miró cuando nos cruzamos en el pasillo me lo dijo todo.
Me aparté un poco, pero entonces escuché su voz, áspera y cargada de esa indiferencia que me resultaba tan familiar.
—La cena está lista. —Dijo sin mirarme directamente, como si estuviera hablándole a alguien más—. Ana te llamó.
Me quedé allí, observándolo por un momento. Vi su rostro inmutable, los ojos fijos en el suelo mientras sus manos descansaban sobre el pasamanos con una fuerza casi imperceptible.
—Está bien. —Respondí finalmente, aunque no me sentía bien en absoluto. Había tanto que quería decir, pero no podía... no con él, no de esa forma. Era como si todo lo que había sucedido no hubiera existido para él. Como si no le importara.
Antes de que pudiera hacer algo, él comenzó a caminar hacia la cocina, cojeando con su pie herido. Sus pasos lentos y decididos me hicieron sentir una punzada en el pecho. Quería detenerlo, quería correr hacia él y preguntarle si lo que había pasado significaba algo, si lo que sentía yo significaba algo, pero no lo hice. Sabía que no podía hacerlo. Sabía que él no estaba listo para eso, y tal vez nunca lo estaría.
Cuando entró en la cocina, Ana ya estaba allí, junto a Paula y Sofía, preparándose para la cena. Había algo en el aire, algo extraño, una tensión que no solo se sentía entre ellos, sino también en mí. Los tres me miraron por un segundo, pero ninguno dijo nada. Paula, que normalmente sería la primera en lanzar una broma, se quedó en silencio, observándome con una ligera sonrisa.
Leonardo se sentó al final de la mesa sin pronunciar palabra, y me di cuenta de que, aunque había estado tan cerca de mí, físicamente, emocionalmente seguía tan distante como siempre.
Yo me senté también, sin saber qué esperar de la noche.
No hubo una sola palabra acerca de lo que había pasado entre nosotros, ni entre las hermanas ni entre él y yo. La cena transcurrió como una especie de acto mecánico. Todos comían, hablaban de trivialidades, pero yo sentía que había algo más en el aire. Algo que nadie se atrevía a tocar, pero que todos sabían que estaba allí.
Yo lo miraba de reojo mientras él comía, el dolor en su rostro aún palpable, pero no en su expresión, sino en la forma en que sus hombros se mantenían rígidos, como si estuviera luchando por mantener a raya algo que, si se soltaba, podría destruirlo.
Pero lo que más me dolió no fue su indiferencia, sino el hecho de que no parecía necesitarme. Que, a pesar de lo que había pasado, seguía siendo un extraño para mí. Y yo para él.
La cena terminó en silencio, y mientras todos se levantaban para irse, él siguió sentado allí, mirando la mesa, como si estuviera esperando algo que no llegaba.
—Voy a descansar. —Dijo finalmente, y se levantó lentamente, apoyándose en el respaldo de la silla con una mano. Su pie izquierdo apenas lo sostenía.
Yo me quedé allí, observándolo en silencio, sabiendo que no debía decir nada. Nada que él no estuviera listo para escuchar.
Lo vi salir, cojeando hacia las escaleras, sin mirar atrás.
Esa fue la última vez que hablé con él esa noche.
La cena terminó rápido, o al menos así me pareció a mí, perdida como estaba en mis propios pensamientos.
Poco a poco todos se fueron retirando. Sofía fue la primera en desaparecer hacia su cuarto, seguida de Ana, que subió con paso pesado. Mamá e incluso papá habían llamado para decir que no llegarían temprano debido a sus turnos extendidos en el hospital, así que la casa quedó en un extraño silencio.
Quedamos solo Paula y yo en la cocina, recogiendo los platos. Bueno, más bien, lavando los platos, porque Ana había dejado todo un desastre. Yo me concentraba en frotar un plato tras otro, dejando que el agua tibia me adormeciera las manos, evitando a toda costa la conversación inevitable.
Pero claro, era Paula. Nunca fue de las que se quedaban calladas.
—Así que… —comenzó, apoyándose despreocupadamente contra el fregadero mientras enjuagaba una cuchara—. ¿Qué tal la plática con Leonardo?
Solté un suspiro, cargado de resignación, y seguí tallando el mismo plato como si mi vida dependiera de ello.
—Bien. Hablamos. —mentí, con la voz más neutra que pude.
Paula soltó una risa corta, casi burlona, y dejó caer la cuchara en el fregadero.
—¿Hablaron? ¿En serio? —dijo, girándose para mirarme de frente, cruzándose de brazos—. Porque mira que no soy tonta, Lucía. De hablar no se marcan chupetones.
Me quedé congelada. Sentí como mi rostro se encendía de golpe, y disimulé bajando la cabeza, enfocándome de nuevo en el plato.
—No sé de qué hablas. —murmuré, sintiéndome más torpe de lo normal.
Ella se acercó más, casi pegando su hombro al mío.
—¿Segura? —Porque ese "hablemos" debió haber sido bastante... intenso, hermana mayor —se burló, empujándome ligeramente con la cadera—. Del gimnasio a tu habitación... corriendo, ¿eh? Y eso que el pobre apenas puede caminar.
Fue demasiado. Sin pensarlo, agarré una cuchara limpia del fregadero y le pegué en la cabeza con ella. No fuerte, claro, apenas un golpecito, pero suficiente para hacerla reírse como si fuera la cosa más graciosa del mundo.
—¡Cállate, Paula! —gruñí, sintiendo la vergüenza recorrerme entera—. No pasó como tú crees.
Ella se frotó la cabeza exageradamente, sonriendo de oreja a oreja.
—Ay, sí, claro. Se cayeron accidentalmente en tu cama, se desvistieron porque hacía calor y, sin querer, ¡bum! —hizo un gesto dramático con las manos, como si estallara algo invisible—. Suele pasar.
Negué con la cabeza, intentando mantenerme seria, aunque sentía que la tierra podría tragárseme en cualquier momento.
—Ya, Paula. No quiero hablar de eso.
Paula soltó otra risa, pero esta vez bajó la voz, poniéndose un poco más seria.
—¿Está bien? —preguntó, mirándome con esos ojos suyos que, pese a todas las bromas, sabían leerme demasiado bien—. ¿Tú estás bien?
Me detuve un momento, el plato resbalando un poco entre mis manos enjabonadas.
Pensé en su mirada fría, en su cuerpo herido, en la distancia que había puesto entre nosotros después de lo que pasó. Pensé en mis palabras impulsivas —dame un hijo— y en la forma en que no me había respondido. En cómo su indiferencia me dolía más que cualquier otra cosa.
Asentí lentamente, tragándome las emociones que se agitaban en mi pecho.
—Estoy bien. —mentí de nuevo, con una sonrisa pequeña y rota.
Paula me miró en silencio por unos segundos más, como si no terminara de creérmelo, pero no insistió.
Solo me dio un pequeño empujón en el hombro antes de volver al fregadero y seguir lavando platos, tarareando una melodía tonta bajo su aliento.
Yo seguí lavando también, intentando concentrarme, pero mi mente seguía vagando, atrapada entre la calidez de sus brazos horas atrás... y la frialdad de su silencio ahora.
Cuando terminamos de lavar los platos, Paula soltó el último comentario que esperaba de ella:
—Suerte, Lucía. —dijo canturreando mientras dejaba el trapo en el fregadero y se dirigía a las escaleras—. ¡Espero sobrinos pronto!
La miré, entre atónita y roja de furia. Tomé una cuchara limpia, lista para lanzársela, pero ella ya corría escaleras arriba riendo como una loca antes de que pudiera siquiera apuntar.
Suspiré, sintiendo mi corazón latir con fuerza, mezcla de nervios y fastidio. Me sequé las manos en el pantalón y, sin pensarlo demasiado, me encaminé hacia el pasillo donde estaba la habitación de Leonardo, en la planta baja.
Me detuve frente a su puerta cerrada, tomando una bocanada de aire antes de tocar suavemente.
Unos segundos después, su voz apagada se oyó del otro lado:
—Pasa.
Abrí la puerta despacio.
La habitación estaba en penumbra, iluminada apenas por la lámpara de su buró. Y ahí, en el suelo alfombrado, vi a Leonardo, acostado boca arriba, sosteniendo una carpeta abierta sobre su pecho, su expresión seria, perdida. A su alrededor, al menos unas cuarenta carpetas más, desparramadas pero ordenadas cuidadosamente en filas, cada una con fotografías de niños pequeños, hojas de datos y nombres.
Me acerqué en silencio, cerrando la puerta tras de mí.
—¿Encontraste algo? —pregunté, sentándome a su lado, doblando las piernas hacia mí.
Él no apartó la vista del techo.
—No. —respondió con esa voz suya, grave, firme—. Aún quedan muchos casos por revisar, pero como dije antes... —se encogió apenas de hombros— no tengo esperanzas.
Me dolió escucharlo decir eso tan fríamente. Que hablara de sí mismo como si su pasado fuera algo que ya había decidido enterrar para siempre.
Me incliné un poco más, apoyando una mano en el suelo junto a su hombro, mirándolo fijamente, buscando su mirada, pero él mantenía los ojos cerrados.
Y entonces, sin dudar, le dije, con el corazón expuesto:
—Te amo.
Leonardo abrió apenas los ojos, mirándome de reojo. Su expresión fue una mezcla de cansancio y resignación.
—No lo haces. —dijo, casi como un susurro, como si la idea le doliera más de lo que quería admitir.
Sonreí, negando suavemente con la cabeza.
—Sí lo hago. Y punto. —dije—. Que tú no quieras creerlo no va a cambiar lo que siento.
Él cerró los ojos de nuevo, su mandíbula tensándose como si luchara contra algo dentro de sí.
Me acerqué aún más, hasta que mi rostro quedó a centímetros del suyo, y en voz baja, casi un susurro entre nosotros dos, añadí:
—Puede que tú no sepas cómo demostrarlo… aunque lo sientas. Pero eso... —roce sus labios apenas con los míos—. Eso será mi trabajo. Enseñarte.
Entonces lo besé.
Primero suave, lento, dándole espacio para alejarse si quería.
Pero no lo hizo.
Sus labios eran tibios, reacios al principio, pero pronto se rindieron al beso, como si por un momento bajara la guardia que mantenía erguida entre nosotros.
La carpeta resbaló de su pecho, cayendo al suelo con un golpe sordo, olvidada como todo lo demás. Su mano tembló apenas cuando la apoyó en mi cintura, atrayéndome con lentitud hacia él. Yo me dejé caer a su lado, recostándome sobre su cuerpo, acomodando mi cabeza en su hombro mientras nuestros labios seguían encontrándose una y otra vez.
Me sentía tan llena de vida, tan real.
Rodeé su torso con mis brazos, sintiendo su respiración agitada bajo mis manos. Él no decía nada, pero su cuerpo hablaba por él: sus dedos recorrieron mi espalda, inseguros al principio, como si temiera romperme o como si no supiera si tenía derecho a tocarme así.
No me aparté. No podía. No quería.
Separé nuestros labios apenas para mirarlo a los ojos, esos ojos que siempre parecían mirar un mundo que no era este, perdidos en un pasado que lo había arrancado de sí mismo.
—Estoy aquí. —susurré, acariciando su mejilla con la punta de mis dedos—. No tienes que cargar todo tú solo.
Él cerró los ojos, dejando escapar una respiración pesada. No respondió, pero sus brazos se tensaron ligeramente, como si abrazarme fuera su única manera de no derrumbarse.
Nos quedamos así un rato, abrazados en el suelo, entre las carpetas desperdigadas. La habitación estaba en silencio, salvo por el viento afuera que golpeaba contra las ventanas, levantando copos de nieve que parecían golpear como pequeños tambores apagados.
Cuando sentí que su cuerpo se relajaba un poco más bajo el mío, le susurré contra su cuello:
—No voy a dejarte, Leonardo. No importa cuántas veces me digas que no lo haga.
Sus dedos acariciaron mi espalda, un roce leve, como si quisiera memorizar mi forma, como si intentara convencerse de que era real.
—No sé amar. —murmuró, su voz ronca.
Le sonreí contra su piel.
—Por suerte para ti… —dije, besándolo suavemente en el cuello, justo donde podía sentir su pulso acelerado—, soy bastante terca.
Leonardo soltó un sonido que no supe si era una risa apagada o un suspiro de resignación. Pero cuando sus manos se deslizaron hasta mis caderas, acercándome más a él, supe que en el fondo, por más que luchara, ya había empezado a ceder.
No necesitábamos palabras.
Nos teníamos a nosotros.
Pasamos quién sabe cuánto tiempo ahí, abrazados, enredados en el calor que construimos en medio de ese mundo frío que parecía tan lejano. Yo recostada sobre su costado, nuestras manos entrelazadas sobre su pecho, mi cabeza encajada en el hueco de su cuello.
Afuera, la nieve seguía cayendo, cubriéndolo todo de un blanco silencioso.
Y dentro de esa habitación, en ese pequeño rincón del mundo, por primera vez en mucho tiempo, Leonardo no estaba solo.
Yo no lo dejaría estarlo nunca más.
—No quiero esto, Lucía —susurró Leonardo, su voz tensa bajo mi mejilla—. No deberías quererlo tú tampoco.
No me moví. Solo me aferré más a su camisa con mis dedos, sintiendo su corazón golpeando rápido, desordenado.
—No me importa lo que digas. —susurré de vuelta, alzando la mirada para encontrar sus ojos cansados—. Aunque me lo niegues, voy a imponértelo si hace falta.
Él soltó una risa corta, amarga, como si pensara que era una broma cruel. Pero no lo era. No para mí.
—¿Y qué? —murmuró, entrecerrando los ojos—. ¿Vas a arrastrarme a esta vida normal que tanto desean todos? ¿Obligarme a fingir que soy alguien que no recuerdo ser?
—No tienes que fingir nada —dije, acariciando su mejilla áspera con la yema de mis dedos—. Solo tienes que permitirte vivir algo más que dolor.
Él desvió la mirada, como si las palabras le dolieran más de lo que debería admitir.
—No lo deseo, Lucía. —murmuró.
—Mientes. —dije sin dudarlo, mi voz firme.
Sus cejas se fruncieron, la mandíbula tensa.
—Todos mienten al principio —seguí, mi voz más suave ahora, pero igual de determinada—. Hasta el soldado más endurecido, el más viejo, sueña en secreto con algo de paz. Y tú... tú aún eres un niño, aunque hayas visto cosas que nadie debería ver a tu edad.
Sus labios se apretaron en una fina línea. No había negación en sus ojos. Solo miedo.
—No sé qué quiero. —admitió en un murmullo quebrado—. Nunca he tenido una oportunidad para desear algo.
Me incliné hacia él, hasta que nuestras frentes se tocaron.
—Entonces déjame enseñarte a desear. —susurré, con una sonrisa triste.
Leonardo cerró los ojos, como si el peso de mis palabras lo abrumara. Mis dedos se deslizaron hacia su nuca, acariciándolo con una ternura que sabía que debía parecerle ajena. Inmerecida.
Pero no era así. Nunca sería así.
—Sí, tengo veintiséis años. —dije, una risita amarga escapándose de mis labios—. Sí, tú apenas estás saliendo de un infierno que no puedo ni imaginar. Y sí, si no nos hubiéramos conocido hoy, quizá en uno o dos años más habría sido igual. La misma diferencia de edad. El mismo cruce de caminos inevitable.
Abrí los ojos, encontrándome con los suyos, que ahora me miraban de manera distinta. Más vulnerable.
—No es sobre el tiempo que llevamos conociéndonos —susurré—. Es sobre el hecho de que, desde que te vi... supe que no iba a soltarte.
Leonardo tragó saliva, sus manos apretándose en mis caderas como si necesitara aferrarse a algo tangible.
—Lucía... —dijo, como una súplica o una advertencia, no lo supe bien.
—Estoy aquí. —le interrumpí, sellando sus labios con un beso suave, tranquilo, lleno de una paciencia que sabía que él necesitaría.
No buscaba apresurarlo. No buscaba reemplazar lo que había perdido o exigir algo que no estuviera listo para dar.
Solo quería estar ahí.
Para él.
Con él.
Su mano temblorosa subió por mi espalda hasta perderse en mi cabello, y, por primera vez desde que lo conocí, Leonardo se aferró a mí como si verdaderamente no quisiera soltarme.
Y yo no pensaba permitir que lo hiciera.
Me quedé unos momentos abrazada a Leonardo, mis dedos recorriendo su piel en un intento de transmitirle algo que no podía poner en palabras. La suavidad de su respiración en mi cuello me tranquilizó, como si al fin pudiéramos compartir este momento sin que el mundo se interpusiera.
—¿Y si pudieras hacer cualquier cosa... qué harías? —pregunté, curiosa, para aligerar un poco el ambiente. El peso de nuestras conversaciones anteriores estaba aún presente, pero necesitaba que él dejara de pensar tanto en el pasado, al menos por un momento.
Él permaneció en silencio, pensando por un largo rato. Luego, se apartó ligeramente para mirarme, su expresión aún algo distante.
—¿Irme a un lugar tranquilo? Tal vez... —dijo, encogiéndose de hombros—. No tengo muchas opciones, ¿sabes?
—Pero si pudiera elegir algo, sería... no tener que preocuparme por ser alguien que no soy. No sé si me entiendes.
Sonreí, tocando su rostro con suavidad.
—Lo entiendo más de lo que crees, Leonardo.
Nos quedamos en silencio por un par de segundos, disfrutando del contacto, hasta que algo me hizo tensarme. Algo que había pasado desapercibido hasta ese momento.
Con un ligero movimiento de mi cuello, sentí la molestia de algo suave, pero que me picaba. Al instante, me llevé una mano a la zona de mi cuello. Recordé.
El chupetón que había quedado allí, oculto bajo mi cabello. Si no fuera por el calor y la cercanía de Paula, ni siquiera me habría dado cuenta de que estaba allí. Me reí en voz baja, más para mí misma que para él.
—Espera... —le dije, apartándome ligeramente de él para mirar hacia el espejo que había en la habitación—. Creo que tenemos un pequeño problema.
Leonardo frunció el ceño, algo confundido.
—¿Qué pasa?
Me incliné hacia él, dejando caer el cabello sobre mi hombro para cubrir la marca que él había dejado. No podía evitarlo; me sentí un poco avergonzada, aunque sabía que no era gran cosa.
—Este... ¿sabes? —Paula... Bueno, no se había dado cuenta, pero... —comencé, y él levantó una ceja.
—¿Paula qué? —preguntó, y yo me reí nerviosamente.
—Nada... Es solo que, si no hubiera sido por ella y su —habilidad— de notar todo, nadie habría visto esto. —dije, tocando la marca con la punta de mis dedos. Él miró mi cuello un momento antes de sonreír de manera traviesa.
—Así que... ¿tu hermana lo notó? —preguntó, claramente entretenido con la idea de que alguien lo hubiera descubierto.
—Sí. —asentí, riendo—. Aunque, bueno, gracias a mi cabello nadie más lo ha visto. Pero si alguien se acerca demasiado... —suspiré, dejándome caer en la cama, abrazando una almohada.
Leonardo se quedó pensativo por un momento. Luego, como si no pudiera evitarlo, se tumbó a mi lado, un poco más relajado que antes.
—Quizá la próxima vez debería ser más cuidadoso —dijo, con tono casi burlón.
Sonreí, tocando su brazo con suavidad, disfrutando del ambiente más relajado que se había creado entre nosotros.
—¿Próxima vez, eh? —murmuré, divertida, inclinándome un poco más hacia él.
Leonardo me miró de reojo, esa mirada suya tan difícil de descifrar, una mezcla de resignación, curiosidad y algo más... algo que aún no se atrevía a reconocer en voz alta. Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa fugaz, pero no respondió.
—¿Eso significa que planeas quedarte...? —me atreví a preguntar, bajando un poco la voz, temiendo romper el frágil momento de confianza que se había formado entre nosotros.
Leonardo desvió la mirada hacia el techo, como si estuviera considerando seriamente sus palabras. Su cuerpo seguía tenso, como si estuviera preparado para huir en cualquier momento si todo se volvía demasiado real.
—No planeo nada —respondió finalmente, su voz baja—. Nunca planeo nada. Solo... pasa.
Me mordí el labio, conteniendo las ganas de abrazarlo de golpe.
—Entonces dejaré que simplemente pase —susurré, deslizando mis dedos por su brazo—. Y si te quedas, me aseguraré de que no te arrepientas.
Leonardo cerró los ojos, como si le doliera dejarse llevar por la ternura de mis palabras. Pero no se apartó. No esta vez.
Aproveché su silencio para acercarme aún más, acomodándome a su lado, sintiendo el calor de su cuerpo junto al mío. Y en ese pequeño gesto, en esa cercanía tranquila, entendí que tal vez no necesitábamos resolverlo todo ahora.
Después de un largo rato, el silencio en la habitación de Leonardo solo era interrumpido por el suave sonido de la nieve cayendo afuera y la quietud de la noche que ya se había instalado por completo. Estábamos en el suelo, con los cuerpos juntos, abrazados, y yo no podía evitar pensar en todo lo que había pasado en las últimas horas. Cómo las cosas entre nosotros habían cambiado tan rápidamente, y cómo, a pesar de la distancia emocional que él mantenía, yo seguía aquí, junto a él, sin querer irme.
Mi voz, suave, cortó el aire:
—Llévame contigo a California. A visitar a la familia de Luis... Quiero darles el collar, el que le perteneció a él.
Leonardo no se movió, sus ojos fijos en el techo, como si se estuviera enfrentando a un dilema interno.
—No voy a regresar a Nueva York —dijo, finalmente, con su tono serio y distante—. Desapareceré poco después. No te hagas ilusiones.
Mis dedos jugaron con la tela de su camiseta, sintiendo el leve tirón de su cuerpo hacia un lado, una señal de incomodidad. Pero no quería rendirme. Quería que se abriera, quería entenderlo más allá de sus palabras frías.
—¿Y si encuentras algo... algo que te diga quién eres realmente? ¿Vas a seguir en el mismo camino, ignorándolo todo? —pregunté, mis ojos fijos en los suyos, buscando una respuesta.
Por un momento, sus ojos se encontraron con los míos, pero rápidamente los desvió. Su rostro estaba cargado de dudas, pero no decía nada.
Esa inseguridad en sus ojos me dolía. Quería que hablara, que me dijera lo que sentía, lo que pensaba.
—¿Y qué pasa conmigo? —dije suavemente, sintiendo que mi corazón se apretaba al pronunciar esas palabras—. ¿Aun teniéndome aquí, planeas irte? ¿Así, sin más, sin mirar atrás?
No recibí respuesta. Sólo el eco de mi propia pregunta flotó en el aire, llenando el espacio entre nosotros. Me aferré a él, abrazándolo más fuerte, como si mi propio cuerpo pudiera ofrecerle la seguridad que él no sabía cómo pedir.
—Te amo, Leonardo. —La frase salió de mis labios una vez más, con una intensidad que no podía ocultar, que ni siquiera sabía si él entendía—. Y no te voy a dejar ir, no sin luchar.
Sentí cómo su cuerpo se tensaba en mis brazos, como si la palabra —luchar— lo aterrara, como si se sintiera atrapado en algo que no quería aceptar. Pero no me aparté, no dejé que se alejara, aunque sabía que, de alguna manera, él aún no estaba listo para recibir mi amor.
Finalmente, después de un largo silencio, él dejó escapar un suspiro. No dijo nada. Pero, por un instante, su cuerpo pareció relajarse un poco, como si mi abrazo le diera algo de consuelo.
—No quiero que sufras por mí... —dijo, tan bajo que casi no lo escuché.
Lo miré a los ojos, sosteniendo su mirada con la mía.
—Ya lo hago. Pero no me voy a arrepentir —respondí con firmeza—. No voy a dejarte ir sin importar lo que pienses de esto.
Él cerró los ojos, la batalla interna que libraba consigo mismo claramente visible en su rostro. Y aunque no decía nada más, sabía que, al menos por esta noche, me tenía a su lado. Y eso, por ahora, era suficiente.