LUCÍA.
El grito de Sofía resonó por toda la casa, haciendo que me tensara ligeramente, pero al instante supe que no era para mí. Se refería a mí, pero no al lugar donde realmente estaba. Era un llamado al vacío, al sonido de un hogar que aún no entendía lo que estaba pasando dentro de sus muros.
—¡Lucía, el desayuno está listo! —gritó desde el piso de arriba, justo cuando yo me aferraba aún a Leonardo, que seguía abrazándome con una mezcla de incertidumbre y aceptación.
Miré a Leonardo, que parecía aún medio dormido, con sus ojos cerrados y su rostro relajado. El momento en el que nos encontrábamos juntos era tan frágil que casi me daba miedo que alguien, que cualquiera, lo rompiera.
—Ya escuchaste, ¿verdad? —dije suavemente, casi en un susurro, sin moverme de su abrazo. No quería separarme de él, aunque el mundo comenzaba a presionar por fuera de esta burbuja que habíamos creado entre nosotros.
Leonardo no respondió de inmediato. Solo respiró hondo, como si estuviera sopesando lo que hacer, lo que decir. Finalmente, abrió los ojos y miró a la puerta con una mirada fugaz, como si se estuviera preparando para algo que no quería enfrentar.
—No puedo quedarme mucho tiempo aquí —murmuró, su voz aún cargada de un cansancio que no se iba con una sola noche de descanso—. Tengo que irme.
Pero yo ya sabía lo que significaba eso. No era solo una frase vacía, no era solo una forma de escapar. Era el miedo que arrastraba, la huella de su pasado que le decía que no podía quedarse mucho tiempo en un lugar donde los sentimientos podían echar raíces.
—No te vayas ahora —le susurré, sintiendo mi voz quebrarse un poco—. Solo un rato más, Leonardo. Solo un rato más.
Él dudó, pero al final no se movió. Sabía que también quería algo más, aunque no lo admitiera. Y entonces, antes de que pudieran llamarnos otra vez, tomé su rostro con las manos y lo miré directamente a los ojos.
—Quedémonos un minuto más —dije con firmeza—. El mundo puede esperar. Pero nosotros no podemos seguir huyendo de esto.
Leonardo cerró los ojos y asintió lentamente, casi derrotado por el peso de sus propias dudas. En ese momento, no había palabras para explicar lo que sentíamos, solo el simple hecho de estar juntos, de ser conscientes de que, por una vez, ambos estábamos en el mismo lugar, a pesar de todo lo que nos separaba.
Un segundo después, escuchamos el ruido de pasos acercándose al pasillo. El grito de Sofía seguía flotando en el aire, pero esta vez ya no parecía tan importante. Solo importaba que, por ese momento, Leonardo y yo estábamos aquí, en este espacio que habíamos hecho solo para nosotros.
Al menos por un rato más.
—¿Quieres que le digamos a mi familia sobre nosotros? —le pregunté con voz suave, aún enredada en las sábanas, abrazada a él, con mi frente rozando su clavícula.
Leonardo no respondió de inmediato. Solo exhaló despacio, como si mi pregunta fuera una piedra lanzada a un lago tranquilo. Cada palabra generaba ondas.
—Lo que decidas tú —respondió al fin, en ese tono bajo que usaba cuando quería zafarse de algo que no entendía cómo manejar.
Fruncí el ceño, me separé apenas para poder mirarlo de frente.
—No, Leo —le dije firme, pero sin dureza—. No puedes dejarme eso a mí. No es justo. No se supone que tú también quieres vivir, ¿verdad?
—Pues entonces, empieza a decidir sobre ti mismo. Este es el primer paso. ¿Quieres decirle a mi familia sobre nosotros?
Hubo silencio. Un segundo largo, tenso. Podía ver el torbellino detrás de sus ojos. Al fin, asintió despacio.
—Tal vez… en Navidad —dijo, con una media sonrisa que parecía dudosa, pero genuina—. Faltan tres días, ¿no? Sería… algo.
Lo miré, esperando más. Y él, como si supiera que no bastaba, continuó.
—Lo de ayer… y hoy… —bajó la mirada un momento—. Creo que fue un paso. No sé qué significa exactamente. No sé cómo llamarlo. "Relación" suena grande. Formal. Lejana. "Esto" —hizo un gesto pequeño con la mano, señalando el espacio entre los dos—. No ha sido hablado de forma correcta. Pero sí sé algo, Lucía.
Su voz tembló un poco. Lo noté.
—Quiero intentarlo. No sé cómo se vive esto. Esta normalidad tuya. Esta tranquilidad. Esta… luz —su voz se volvió apenas un murmullo al decir eso—. Pero quiero conocerla. Quiero… intentar vivirla. Contigo.
El silencio que siguió fue cálido. Dolorosamente honesto. Me acerqué y le di un beso suave en los labios, sonriendo apenas.
—Yo te enseño, Leonardo —susurré contra su boca—. Pero no me sueltes.
—No planeo hacerlo. Al menos… no esta vez —dijo, dejando que sus palabras cayeran con el mismo cuidado con el que me envolvía en sus brazos.
Desde arriba, la voz de Sofía volvió a gritar mi nombre, ahora más impaciente.
Y por primera vez, al mirarnos, supimos que ya no estábamos huyendo.
Salí primero, deslizándome fuera de la habitación de Leonardo en completo sigilo. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que me iba a delatar en cualquier momento, pero me moví rápido, sin hacer ruido, descalza y con el cabello algo revuelto.
Logré llegar a la cocina sin que nadie me viera, o al menos eso creí.
En el comedor ya estaban todos: mis padres, Isabel y Alejandro, sentados en sus lugares habituales. Mis hermanas, Sofía, Ana y Paula, ya estaban charlando mientras servían el desayuno. Me senté en mi silla, fingiendo naturalidad, como si no me estuviera muriendo de nervios por dentro.
Sin embargo, sentí inmediatamente la mirada de Paula sobre mí. Esa mirada. Esa maldita mirada cómplice y curiosa, cargada de malicia silenciosa.
Sabía perfectamente lo que había visto ayer cuando accidentalmente me jaló el cuello de la blusa en un abrazo: el chupetón que Leonardo me dejó en el hombro. Y, gracias al cielo, había guardado el secreto… por ahora.
Me removí incómoda en la silla mientras mi madre servía café y mi padre hojeaba distraídamente el periódico.
Entonces, escuchamos pasos.
Pasos lentos. Pesados.
Me giré de inmediato.
Leonardo apareció en la entrada del comedor, apoyándose sutilmente en la pared. Caminaba con calma, casi arrastrando un poco el pie izquierdo. Cada paso era cuidadoso, como si calculase el dolor que tendría que soportar. Su rostro estaba sereno, pero yo conocía bien esas pequeñas señales: la ligera tensión en su mandíbula, el modo en que sus dedos se crispaban apenas al tocar los muebles para sostenerse.
Se detuvo un segundo, respirando hondo antes de seguir avanzando.
No tenía vendas visibles, claro, y sus heridas ya no sangraban ni necesitaban suturas, pero su cuerpo aún estaba sensible, dolorido. El disparo en el pie, los otros impactos de bala que había recibido semanas atrás… la cicatrices estaban ahí, recordándole cada segundo por lo que había pasado.
Pero aún así, estaba aquí. Con nosotros. Conmigo.
Mi mamá se levantó rápido, sonriendo preocupada.
—¡Ay, Leo! Ven, siéntate —le dijo, acercándole una silla vacía junto a mí—. No deberías forzarte tanto, hijo.
—Estoy bien —murmuró él, su voz tranquila pero firme, como siempre.
Se dejó caer en la silla con cuidado, respirando por la boca, como si cada movimiento fuera una pequeña batalla.
Yo, instintivamente, moví mi silla un poquito más cerca de la suya, aunque nadie lo notó. Excepto Paula, claro, que no quitaba su maldita sonrisa de zorro.
Leonardo me lanzó una mirada de lado, breve, como diciendo —estoy bien— aunque ambos sabíamos que no era del todo cierto.
Y, aunque no nos tocáramos, aunque no dijéramos nada, había algo nuevo entre nosotros. Algo que solo nosotros sentíamos.
Un pequeño secreto que apenas empezaba a tomar forma.
Mientras todos comenzaban a servirse sus platos, mi madre —quien no dejaba de mirar a Leonardo con esa mezcla de cariño y preocupación tan suya— soltó de pronto una pregunta, rompiendo la conversación casual del desayuno:
—¿Encontraste algo en las carpetas, Leo?
Todos voltearon un poco hacia él, curiosos.
Leonardo dejó el tenedor a un lado antes de contestar, su voz tranquila como siempre:
—No. Todavía no —dijo, moviendo apenas su hombro como si fuera un peso mínimo—. Me falta la mitad de los archivos para revisar.
Mi mamá, con una ceja alzada, insistió:
—¿De verdad crees que —Evan— podría ser tu nombre real?
Él se quedó callado unos segundos, bajando la mirada a su plato como si meditara muy bien lo que iba a decir.
Luego levantó la cabeza y, por un instante, sus ojos se encontraron con los míos.
—No lo sé —respondió con sinceridad, sin rastro de amargura, solo pura aceptación—. No fui yo quien pidió buscar información con ese nombre.
Mi corazón dio un pequeño vuelco. Porque sabía que lo decía por mí.
Fui yo quien se aferró a esa corazonada, quien pidió a Marcos investigar registros bajo —Evan— como posible nombre, basándome en los pequeños recuerdos difusos que Leonardo había compartido en algunas noches vulnerables.
Leonardo suspiró, encogiéndose ligeramente de hombros.
—Y bueno… como ya dije muchas veces —continuó, mirando ahora a todos—, no espero encontrar nada sobre mí en esos documentos.
Hizo una pausa breve, antes de añadir, bajando un poco el tono de voz:
—Pero gracias… gracias por preguntar.
Mi mamá le sonrió de manera cálida, aunque con ese dejo de tristeza silenciosa que a veces parecía inevitable cuando se trataba de él. Mi papá, que hasta ahora no había intervenido, le dio una palmadita suave en el hombro.
Yo me mordí el labio, conteniendo las ganas de decirle que no se rindiera.
Pero sabía que para Leonardo, la esperanza era un territorio peligroso.
Y no quería herirlo otra vez.
—Dependiendo de cómo avances en tu recuperación —dijo mi papá con tono sereno mientras cortaba su pan—, ya tengo todo preparado para el vuelo de Nueva York a California. Sé que ese es tu plan… visitar a la familia del niño, Luis, ¿no?
Leonardo asintió sin levantar la vista del plato. Yo, en cambio, me congelé un poco al escucharlo.
El aire pareció pesar más de lo normal.
California.
Siempre que hablaba de ese viaje, lo hacía con la misma frase de fondo—: Cuando me vaya… no voy a volver.
Tragué saliva con cuidado, pero no dije nada. Esta vez... quizá fuera diferente. No después de lo que me dijo esta mañana.
Él quiere intentarlo.
Quiere vivir.
Mi mamá fue la siguiente en romper el silencio con una sonrisa melancólica.
—Te vamos a extrañar mucho, Leonardo —dijo—. Aunque sólo hayan sido unos días, ya se siente extraño imaginar la casa sin ti.
—Lo mismo digo —añadió Sofía, aún con la taza de café entre las manos—. Es raro decirlo, pero ya eres parte de la casa, de alguna manera.
—Aunque no parezca, haces falta —dijo Paula con una sonrisa ladina, aunque sus ojos estaban clavados en mí por un segundo fugaz, como si supiera más de la cuenta.
Y entonces, de la nada, Leonardo habló. Su voz, como siempre, calmada… pero sus palabras cayeron como una piedra en el agua:
—Voy a regresar.
El silencio fue inmediato. Todos lo miramos, sorprendidos.
—¿A Nueva York? —preguntó Ana, como si no hubiera oído bien.
Leonardo asintió con la misma tranquilidad de siempre.
—Sí. Una vez termine de visitar a la familia de Luis, regresaré.
Yo sentí cómo el corazón se me aceleraba.
No lo decía como quien improvisa.
Lo decía como quien decide.
Mi madre sonrió con los ojos ligeramente húmedos. Sofía soltó una pequeña exclamación. Paula lo miró fijamente, como si analizara cada gesto suyo.
Fue Ana quien habló, esta vez más seria:
—Perdón por preguntar esto… —dijo con cuidado—, pero si llegas a encontrar algo en esas carpetas. Información sobre ti, tu familia, tu nombre real… ¿qué harás con eso?
Leonardo tardó unos segundos en responder.
Los suficientes para que todos estuviéramos atentos.
—Voy a conocerlos —dijo, sin rodeos, sin dramatismo—. Sé que antes dije que no me importaba. Que no necesitaba saberlo.
Levantó la mirada, directo hacia Ana.
—Pero… si ya le voy a dar un final a la familia de Luis, también quiero darme uno a mí. Una oportunidad.
Mi mamá llevó una mano a su pecho. Sofía le sonrió con ternura.
Paula parecía un poco incrédula. Yo…
Yo sentí esperanza.
Pero entonces Leonardo agregó, más bajo:
—Eso no significa que no esté pensando en volver a mi vida como mercenario. Todo depende de cómo vayan las cosas.
—¿Entonces vas a regresar? —preguntó papá, cruzando los brazos sobre la mesa mientras lo miraba con una mezcla de interés real y ese tono que sólo un padre experimentado podía manejar—. ¿Y qué quieres hacer?
—Porque no creo que vuelvas y te quedes sentado en un rincón esperando a que tu mente un día diga: "Bueno, ya me aburrí, me voy y no regreso."
Leonardo mantuvo la mirada en el plato por unos segundos. Luego respiró hondo y alzó los ojos.
—No lo sé —respondió, sin vergüenza ni evasiva—. Hacer turismo no está en mis planes. Ya estuve en muchos lugares… no de la forma bonita, claro. Pero vi suficiente del mundo para no tener esa curiosidad como antes.
Sofía frunció un poco el ceño, pero no dijo nada. Mi madre bajó la mirada, acariciando el borde de su taza.
Leonardo siguió hablando:
—Tal vez… no sé, estudiar. No estaría mal. Han pasado ocho años desde que desaparecí del sistema —alzó una ceja, como si hablara de otra persona—. Si es que alguien me reportó como desaparecido, claro.
Yo lo miraba, sin poder ocultar la sonrisa que me nació al verlo intentar bromear con algo tan… suyo.
—La cosa es que, aunque dejé la escuela, sé todo lo que se supone que se debe saber. A lo mucho tengo el conocimiento de un universitario promedio —agregó, con ese tono seco que usaba cuando estaba siendo honesto, pero quería disimularlo detrás de su humor.
—¿Y si no estudias? —preguntó mi papá, aún curioso.
Leonardo se encogió de hombros, sin perder ese brillo oscuro en los ojos.
—Entonces probablemente me vuelva pandillero. Negocios turbios. Mover cosas. Estafas, tal vez. Esos trabajos se me dan bien. Tengo referencias y todo.
Hubo un silencio incómodo antes de que todos se dieran cuenta de que estaba bromeando. O al menos medio bromeando.
Sofía soltó una risita nerviosa. Ana negó con la cabeza. Paula sólo lo observó, como si intentara descifrar hasta dónde llegaba el sarcasmo.
—¿Y por qué no simplemente te unes al ejército? —pregunté yo, dejando escapar la pregunta antes de pensarla demasiado. Era algo que siempre había rondado mi cabeza. Con lo que sabía hacer, con todo lo que había vivido, parecía encajar.
Leonardo me miró de reojo, sin sorpresa. Como si ya hubiera esperado esa pregunta desde hacía tiempo.
Pero fue papá quien respondió primero, con voz firme pero sin reproche:
—Debido a su… profesión, no creo que sea tan simple. Técnicamente, podría ser parte de un grupo militar del gobierno, un escuadrón especial o de contratistas —hizo una pausa, como si probara la idea—. Mercenarios legales, digamos. Pero eso también es lo mismo que ha hecho hasta ahora… sólo que con trabajos "limpios".
Leonardo soltó una risa suave, más amarga que divertida.
—Sí, limpios, claro… —repitió en voz baja, como si el término le pareciera irónico—. Pero si hiciera eso, entonces tendría que irme. Volvería a ese tipo de vida. Otro país, otra misión. Otro nombre, probablemente.
Se quedó en silencio, jugueteando con una servilleta entre los dedos.
Su mirada estaba distante, pero no perdida.
—Al final… esa ha sido mi vida durante tanto tiempo que ya ni siquiera sé si soy capaz de imaginarme en algo distinto —confesó—. Pero, bueno… también es cierto que muchas cosas pueden pasar. Quizás algo me haga saber qué quiero hacer con mi vida… o cómo quiero vivirla.
Y entonces me miró.
No fue una mirada vacía, ni cerrada. Fue una ventana entreabierta. Una posibilidad.
Ahí estaba: el intento.
No era una promesa…
Pero era un principio.
—Bueno —interrumpió mamá, dejando su taza sobre la mesa con suavidad—, voy a dejar a un lado a la madre por un momento… y traeré a la médica, ¿te parece? —dijo mirando directamente a Leonardo con ese tono cálido pero firme que sólo ella sabía usar.
Leonardo arqueó una ceja y asintió, casi divertido.
—Adelante.
—¿Cómo está tu pie? —preguntó mientras lo observaba con atención—. Hace dos días te retiraron las últimas suturas… y he notado que ya no usas las muletas. ¿Te está doliendo? ¿Algo de lo que deba preocuparme?
Leonardo respiró hondo antes de contestar, con ese tono tranquilo que usaba cuando ya había medido sus palabras.
—Por el momento, todo bien. Según mi experiencia… con todo tipo de heridas —aclaró—, y lejos del ojo clínico, sin ofender —le lanzó una mirada respetuosa a mamá—, para mí es mejor forzar un poco el cuerpo. Moverlo, hacerlo trabajar. Ayuda a que se recupere más rápido. Lo sé, es una mala práctica… pero siempre me ha funcionado, aunque sea doloroso.
Mamá frunció apenas el ceño, pero no lo interrumpió.
—Ayer… bueno, usé ambas piernas para cargar algo de peso —añadió con una sonrisa muy ligera, casi imperceptible, pero su mirada se desvió hacia mí por un instante, un segundo cargado de complicidad que me hizo bajar la vista y sonrojarme—. Así que sí, duele un poco, pero está manejable.
—¿Algo de peso? —murmuró Sofía, algo confundida.
—Sí… algo así —respondió él, sin dar más detalles, volviendo a su expresión neutra.
—¿Y las otras heridas? —insistió mamá, aún con su expresión evaluadora.
—Bien también. Mis hombros ya no duelen tanto… el izquierdo aún es algo incómodo para ciertos movimientos, pero puedo levantar algo de peso. La fuerza vuelve poco a poco. Ya sin el yeso ni las suturas, el resto es tiempo y… ejercicio.
—¿Ejercicio? —dijo Paula—. ¿Vas a hacer ejercicio en este estado?
—De vez en cuando —respondió encogiéndose de hombros, como si fuera lo más normal del mundo—. Estoy acostumbrado. Mantenerme activo es lo único que me mantiene cuerdo.
—Insensato —murmuró mamá, pero sonrió al decirlo, como si en el fondo también entendiera que era parte de lo que él era.
—Tal vez —admitió Leonardo.
Yo sólo lo miraba. A pesar del dolor, de las heridas, de todo lo que había pasado, ahí estaba. Tratando. Poco a poco, sí… pero tratando.
—Bueno, mientras no termines con más huesos rotos, supongo que podemos vivir con eso —añadió papá, tomando un sorbo de café con su expresión tranquila pero alerta.
—O con otra bala en el cuerpo —agregó Ana, medio en broma, medio en serio.
Leonardo soltó una risa muy baja, casi seca.
—Créeme, no está en mis planes repetir eso. Al menos no pronto.
—Qué alivio —comentó Paula sin soltarme la mirada, esa que llevaba cargando desde ayer. Me limité a devolverle una sonrisa leve, como si no entendiera de qué hablaba, aunque ambas sabíamos perfectamente que sí.
—Entonces —intervino Sofía—, si no vas a hacer turismo y estudiar tampoco es seguro… ¿qué harás en lo que decides?
Leonardo alzó una ceja, sin perder el tono relajado que mantenía.
—Podría unirme a una banda de jazz —bromeó—. O vender postres en la calle. Nunca se sabe.
—¿Tú? ¿Vendiendo postres? —repitió Ana, riéndose.
—Soy versátil —dijo él, levantando una ceja como si fuera lo más lógico del mundo.
—Podrías cocinar con Paula —añadió Sofía, sonriendo.
—¿Y arruinar mi cocina? No, gracias —dijo Paula de inmediato, con tono firme y una mueca divertida—. Además, no tengo seguros contra incendios.
—A ver si entiendo —interrumpió papá, dejando su taza en la mesa—. ¿Entonces sí tienes la intención de quedarte… al menos un tiempo más?
Leonardo se lo pensó un par de segundos. Miró hacia la ventana, el sol filtrándose suave por el vidrio. Luego asintió.
—Sí. Quiero ver cómo es esto. Estar quieto, tener algo parecido a una vida. Si puedo con eso… lo demás lo veré después.
Sus palabras dejaron un pequeño silencio en la mesa. No de incomodidad, sino de sorpresa, incluso algo de alivio. Todos habíamos oído tantas veces decirle que no pensaba quedarse, que sus palabras ahora se sentían como una pequeña esperanza.
—Pues… tendrás que aguantar a esta familia un rato más —dijo mamá, casi con ternura—. Y te advierto que somos escandalosos, opinamos de todo y comemos demasiado.
—Estoy advertido —respondió él.
—Y te advierto otra cosa —añadió Paula, cruzando los brazos—. Si le haces daño a alguna de nosotras…
—Paula —interrumpí, fingiendo molestia.
—…me aseguraré de que no te puedas mover ni aunque tengas todas tus habilidades —terminó, sin dejar de mirar a Leonardo.
Leonardo mantuvo su mirada fija en la de Paula, y una leve sonrisa ladeada se dibujó en sus labios mientras apoyaba la mano derecha en la mesa para sostenerse.
—¿Quieres poner a prueba mis habilidades? —preguntó con ese tono entre serio y juguetón que tan bien sabía manejar.
Paula soltó una carcajada breve y se cruzó de brazos.
—No quiero dejarte más lisiado, eso es todo. No podrías con una segunda ronda.
Leonardo dejó escapar una risa nasal, leve, y bajó un poco la cabeza.
—Las heridas nunca han sido un problema para mí.
El tono de su voz tenía algo distinto. No era arrogancia ni provocación; era un tipo de certeza ganada a la fuerza. Como si en realidad ya hubiera pasado por tantas pruebas que una más no hiciera la diferencia. El silencio fue breve, y todos lo sentimos.
Papá carraspeó para aligerar el ambiente.
—Entonces mientras no acaben lanzándose los cubiertos, podemos seguir desayunando, ¿verdad?
—Prometo no dejarlo inválido del otro brazo —dijo Paula, sentándose con una sonrisa burlona.
—Y yo no hacerla llorar con un solo comentario —añadió Leonardo, ocupando su silla con calma.
—¡No empiecen! —reclamó mamá, pero no podía ocultar la sonrisa.
Yo, por mi parte, simplemente lo miré. Estaba más tranquilo, más relajado. Aunque detrás de esa máscara seguía habiendo peso, heridas que no se veían… y decisiones que aún no se habían tomado del todo. Pero también estaba esa nueva posibilidad que él mismo había dicho: quiere intentar vivir.
Y por ahora, eso bastaba.