LEONARDO.
Me levanté con esfuerzo, apoyando ambas manos en la mesa para no dejar que el maldito pie izquierdo cediera otra vez. Apenas di un paso y el dolor me subió por la pierna como una descarga. Y para rematar, el dedo chiquito —ese maldito pedazo inútil de carne— se estrelló contra la pata de la silla. Contuve un gruñido entre dientes, intentando no soltar toda la artillería verbal frente a su familia.
—¿Estás bien? —preguntó Lucía de inmediato, poniéndose a mi lado.
—Sí, sí... solo... pisé el infierno con el pie equivocado —dije, tratando de disimular mientras me apoyaba en ella.
Ella me pasó un brazo por la cintura, firme, como si ya supiera exactamente cómo debía sostenerme. Ambos cruzamos el pasillo del primer piso. Cada paso era un recordatorio punzante de que mi cuerpo no estaba listo para hacerse el fuerte todavía, pero no iba a rendirme tan fácil.
Entramos a la habitación y lo primero que vi fueron las carpetas alineadas en el suelo. Cada una tenía una foto encima. Rostros de niños. Rostros que podrían haber sido míos. Todos eran Evans. Sesenta y siete carpetas ya revisadas. Y me faltaban sesenta y tres más.
Lucía me ayudó a sentarme en la cama con cuidado, y yo dejé escapar el aire que no sabía que estaba conteniendo. El dolor seguía ahí, pero al menos el peso se había ido.
—¿Has descubierto algo de ellos? —preguntó, sentándose a mi lado, con los ojos puestos en los rostros esparcidos por el suelo.
—Pocos... Pocos tienen algo más que un nombre, una fecha y una foto. La mayoría son ecos. Archivos incompletos. Sesenta y siete Evans. Aún me faltan sesenta y tres más —dije, pasándome la mano por el rostro.
—¿Y si no encuentras nada de ti? ¿Nada real?
—Entonces está bien. Y si lo encuentro... también estará bien —respondí sin pensarlo demasiado. Había llegado a ese punto. Me estaba preparando para cualquiera de las dos respuestas.
—¿Y por qué decidiste quedarte? —preguntó ella, girando hacia mí—. Si llegas a encontrar algo, ¿por qué querer conocerlos?
La miré. El cuarto estaba tranquilo, solo nosotros, solo esa pregunta flotando entre ambos.
—Por lo que te dije hace rato. Aquí, en esta cama —murmuré—. Quiero intentarlo. Intentar vivir. Y como dije allá afuera, quiero darle un cierre a Luis, llevar su collar a su familia. Si puedo darle eso... ¿por qué no darme eso a mí también? Si hay alguien allá afuera que alguna vez me buscó, quiero saberlo. Y si no... al menos lo intenté. No me voy a arrepentir.
Ella me miró por unos segundos más, y luego se inclinó suavemente hacia mí, tomándome el rostro con ambas manos. Su beso fue cálido, lento, como si no hiciera falta decir nada más.
—Estoy orgullosa de ti —susurró, su frente pegada a la mía—. No porque yo te lo pedí… sino porque tú decidiste hacerlo por ti mismo.
Cerré los ojos por un instante. Era una sensación extraña… pero se sentía bien.
—¿Recuerdas cómo te veías de niño? —preguntó Lucía en voz baja, sus dedos jugando con el borde de una de las carpetas mientras su mirada vagaba por las fotos.
Asentí, sin pensarlo mucho.
—Sí... hay noches en que lo veo con claridad —respondí, dejando caer la espalda suavemente contra el colchón—. Ese niño de diez años… siempre está ahí. Su rostro nunca se fue. Lo comparo con lo que soy ahora… a veces me ayuda, otras veces me hace mierda. Pero me ha ayudado más de lo que crees.
Ella bajó la mirada, tomando una carpeta cualquiera, una de las que ya había revisado. Pasó sus dedos por la foto con delicadeza, como si acariciara el recuerdo de alguien más.
Pasaron unos minutos en silencio. Agradable, cómodo. Luego, la vi levantar la vista de nuevo.
—Debo regresar al hospital —dijo con tono suave, como si le costara decirlo—. Estuve fuera demasiado tiempo… y bueno, mi trabajo me necesita. Y como enfermera, sabes que siempre hay alguien que necesita atención.
Asentí de nuevo, comprensivo.
—Está bien. No tienes por qué quedarte todo el tiempo conmigo, Lucía. Tienes tu vida, tus necesidades. Tu rutina. Yo apenas estoy por descubrir la mía. Además… así me das más libertad de presionar mi cuerpo con los ejercicios —añadí con una leve sonrisa ladeada—. Sin tus ojos encima, puedo forzar más sin que me regañes cada cinco minutos.
Ella entrecerró los ojos y soltó un resoplido divertido.
—Ahora que lo recuerdo… no seas tarado —espetó, cruzándose de brazos.
—¿De qué hablas? —pregunté, fingiendo inocencia.
—"Usé ambas piernas para cargar algo de peso" —repitió, imitando mi tono con una mueca sarcástica—. Sé exactamente a qué te referías. Y no estoy pesada, el débil eras tú.
Solté una carcajada, bajita, pero sincera. El dolor en el pie ni siquiera importaba ahora.
—No lo dije con esa intención —dije con una sonrisa más amplia—. Aunque sí, usé fuerza en las piernas... Ya que haciendo pierna en el gimnasio de la villa. Pero tampoco eres tan liviana como crees, Lucía. Necesité toda mi fuerza para mantenerte arriba.
Ella me empujó suave en el hombro sano, intentando contener una sonrisa.
—Idiota.
—Lo sé.
Nos quedamos así un momento, su risa entrelazada con la mía, como si fuera una canción de fondo que llenaba todo de algo muy distinto al dolor. Algo que aún no podía definir… pero que se sentía jodidamente bien.
Su sonrisa se apagó lentamente, aunque no del todo. Me miró en silencio unos segundos. Su mirada viajaba entre mi rostro, mis hombros vendados y mis manos sobre el colchón. Luego se inclinó un poco, apoyando una rodilla en la cama, acercándose con esa expresión tan suya: la mezcla perfecta entre ternura, firmeza… y fuego.
—Antes de irme… quiero que me prometas algo —dijo, muy cerca, con su voz bajando hasta convertirse en un susurro que parecía calar hasta los huesos—. No desaparezcas.
Tragué saliva. No era una orden, pero sonaba más fuerte que muchas que he recibido.
—Lucía…
—No me importa si encuentras a tu familia o no, si decides ser un puto militar, médico, cocinero o si acabas vendiendo drogas con ese humor de mierda que tienes —dijo con una sonrisa rota en los labios—. Lo que me importa es que no te borres, Leonardo. No me importa si estamos juntos o si decides que necesitas estar solo. Solo prométeme que no vas a borrar todo esto —me señaló con la mano, incluyendo la cama, las carpetas, y a ella misma— como si nunca hubiese pasado.
—No planeo hacerlo —dije, sin dudarlo.
—No… no me digas lo que quiero oír —me interrumpió, su mirada brillando con esa intensidad que siempre me sacude el pecho—. Promételo.
Me quedé en silencio. No porque no supiera qué decir… sino porque en ese momento, por primera vez en mucho tiempo, sentí que esa promesa podía significar algo más que palabras vacías.
—Te lo prometo —dije al fin—. No voy a desaparecer. Ni de ti, ni de esto.
Lucía se inclinó aún más y me besó. Lento, firme. No como una despedida. Como un recordatorio. De esos que te quedan marcados incluso cuando ya no están ahí.
Al separarse, tenía lágrimas en los ojos. Pero también una sonrisa que partía el alma.
—Te amo, idiota —murmuró, rozando mi frente con la suya—. Y me da miedo. Me da tanto miedo porque no sé si vas a regresar cuando te vayas. Pero aun así, te amo.
Le tomé la mano con mi diestra, la que podía mover sin dolor, y la apreté con fuerza.
—Yo...
Ella tomó mi mano, sintiéndome dulcemente sabiendo lo difícil que es para mí decir algo así. Así que ella respiró hondo, como si necesitara aire para alejarse de mí.
—Entonces… hazme sentir orgullosa. Haz lo que tengas que hacer. Encuentra tus respuestas, y cuando regreses… aquí estaré. Pero no tardes una vida. No quiero que esa promesa sea solo una excusa para volver viejo.
Me reí con suavidad.
—Haré lo posible por que no.
—Más te vale, Leonardo.
Se levantó, sin soltar mi mano al principio, y luego caminó hacia la puerta. Antes de salir, se volvió una vez más.
—Y no hagas ejercicios estúpidos con el pie. Si te vuelves a romper, juro por Dios que esta vez te amarro a la cama y no precisamente para algo divertido.
Y sin darme tiempo a replicar, se fue.
Ahí me quedé. Mirando la puerta. Escuchando el eco de su voz en mi cabeza.
Y por primera vez… sintiendo que, tal vez… sí podía vivir una vida distinta.
Me senté en el suelo junto a las carpetas, apoyando la espalda en el borde de la cama mientras estiraba con cuidado la pierna izquierda. El dedo me seguía punzando por el golpe de antes, pero al menos ya no ardía como hace rato. El muslo derecho también latía un poco, seguramente por tensarlo demasiado al bajar, pero no era grave.
Frente a mí, 67 carpetas ordenadas con precisión. Una foto sobre cada una. Rostros de niños con la misma edad, el mismo nombre… "Evan". Miradas distintas, historias perdidas.
Tomé la siguiente carpeta sin siquiera pensar. A estas alturas, los movimientos eran automáticos. Abrir, leer, comparar. Y repetir.
Un par de golpes suaves en la puerta me sacaron de ese ciclo. No respondí con voz, solo levanté una mano y di permiso. La puerta se abrió despacio, y vi entrar a Paula.
Se detuvo al ver el mar de carpetas en el suelo. Su expresión se suavizó.
—¿Así que este es tu campo de guerra? —preguntó con una sonrisa.
—Campo de batalla silencioso —respondí sin apartar la mirada de los documentos.
Paula se agachó hasta quedar sentada frente a mí. Tomó una carpeta que ya había revisado y la abrió con cuidado. Revisó las hojas en silencio durante unos segundos antes de hablar.
—Estoy acabando criminología… y estoy estudiando un diplomado en criminalística. Este tipo de cosas… —meneó la carpeta ligeramente—. Bueno, me he metido en cosas peores durante la carrera.
—Eso está bien —murmuré mientras hojeaba mi carpeta—. Tal vez te toque un caso donde yo sea el asesino. Veremos si eres tan buena como para atraparme.
Soltó una risa corta.
—Tendrías que dejar alguna pista para hacerlo interesante.
—¿Quién dice que no lo haría? —levanté la vista apenas, arqueando una ceja.
Ella negó con la cabeza, aún sonriendo. Pero luego su tono cambió, volviéndose un poco más suave, más personal.
—¿Te arrepentiste? —preguntó—. De lo de Lucía.
La pregunta se quedó flotando un instante. Levanté la vista completamente, encontrándome con sus ojos claros, expectantes. Paula sonrió apenas.
—Sabía que no eras tan cobarde como para huir de ella. Y… en parte me alegra. Que se den una oportunidad, ambos. No por lo de la diferencia de edad —bromeó—. Aunque ocho años… ya es todo un tema.
—Lo pensé mucho —admití, cerrando la carpeta entre mis manos con lentitud—. Pero no pensaba en lo de acercarme a alguien o crear lazos. No era eso.
La miré con seriedad, como si le hablara no a Paula, sino a mí mismo.
—Era el hecho de… vivir. Durante años me repetí que vivir y sobrevivir eran lo mismo. Comer, moverse, trabajar, matar… destruir. Eso era lo que conocía. Lo que hacíamos todos. Lo que me enseñaron.
—¿Y ahora?
—Ahora... no lo sé. Mucha gente con la que trabajé me decía que la vida del mercenario no era real. Que eso era solo estar… suspendido en algo que te come por dentro. Que sí, da dinero. Pero no vida.
—¿Y tú?
—Yo sobrevivía —dije al fin—. Pero no vivía. Nunca supe cómo.
Paula no dijo nada, pero su mirada se mantuvo fija en mí. Esperando.
—Quizás esta sea la única oportunidad que tenga para intentar algo distinto —continué—. Tal vez sea un error. Aún creo que no tengo nada que ofrecerle a Lucía. Ni un futuro, ni una vida, ni un "nosotros". Pero… quiero intentarlo. Aunque sea una vez. Aunque termine en ruinas. Aunque la hiera a ella y me joda por completo a mí. Al menos… sabremos cómo se siente haberlo vivido.
Guardamos silencio. Unos segundos largos. Paula acarició la carpeta entre sus manos sin abrirla de nuevo.
—Eso es más de lo que muchos pueden decir —murmuró al fin—. Que lo intentaron, aun con miedo.
Levantó la mirada y sonrió.
—Y si le rompes el corazón, ahí estaré para decirle: "te lo dije". Pero mientras tanto, Leonardo… inténtalo de verdad.
Asentí. No porque ella lo pidiera, sino porque yo ya lo había decidido.
Y aunque no lo dijera en voz alta, una parte de mí… estaba cansada de sobrevivir.
Paula no se levantó. En vez de eso, dejó la carpeta a un lado y agarró otra. La abrió con cuidado, como si ya se sintiera parte del proceso. Me sorprendió, pero no dije nada. Solo la observé de reojo mientras revisaba las hojas con naturalidad, como si ya hubiera estado aquí antes, entre nombres repetidos y vidas rotas.
—¿Puedo ayudarte con algunas? —preguntó sin mirarme, como si la respuesta ya la supiera.
—Si no tienes miedo de aburrirte, adelante —dije, acomodándome mejor contra la cama. Estiré otra carpeta y la abrí frente a mí.
Pasaron los minutos en silencio, solo el pasar de hojas, el roce de papel contra papel, el sonido sordo de nuestras respiraciones sincronizadas. Paula no decía nada, pero sus ojos estaban enfocados, como si estuviera resolviendo un acertijo. Me gustaba ese enfoque. Me recordaba a mí cuando buscaba rutas de escape en medio de un tiroteo.
—¿Cuántos te faltan? —preguntó de pronto.
—Sesenta y tres —respondí sin pensarlo—. He revisado sesenta y siete hasta ahora.
—¿Y si tu carpeta no está aquí?
—Entonces está bien —respondí, sin levantar la vista—. Hice lo que debía. Y si está… bueno, también está bien.
Ella me miró, dejando la carpeta a un lado.
—¿Por eso decidiste buscar a tu familia? ¿Para encontrar un cierre?
—Por lo que me dijo Lucía… —murmuré—. Me habló de intentar vivir. Y también por lo que dije en el comedor: si puedo entregarle a Luis su collar a su familia, ¿por qué no intentar hacer lo mismo por mí? Tal vez pueda cerrar mi propia historia. O saber si siquiera existió alguien buscándome. Si nadie lo hizo, no me voy a quebrar… pero al menos lo intenté. No me arrepentiré de buscar.
Paula sonrió leve, más tranquila.
—Te pareces poco al tipo que conocí hace unos días —dijo.
—Porque ese tipo estaba muerto. Solo que tardó en darse cuenta.
Ella me dio un leve empujón en el hombro, y sonreímos ambos.
Pasaron unos minutos más, hasta que noté cómo su ceño se fruncía de golpe.
—Oye… Leo. Mira esto.
Giró la carpeta hacia mí, señalando un apartado en el informe. Me incliné, leyendo con cuidado. Una fecha, un lugar… y una fotografía en blanco y negro.
Mi cuerpo se tensó.
La carpeta de "Evan Callahan" parecía como cualquier otra. Un montón de hojas impresas, algunas con marcas de tinta, otras con sellos de instituciones que ya ni existen. Pero cuando abrimos el informe detallado, el aire pareció hacerse más pesado.
Paula leyó en voz baja, sus ojos moviéndose de izquierda a derecha con concentración. Yo me apoyé con más fuerza contra la cama, estirando el pie con cuidado para no golpear el dedo de nuevo. El muslo derecho me pulsaba, pero lo ignoré.
—Dice que fue reportado como desaparecido hace ocho años… justo a los diez —murmuró Paula—. El niño vivía con sus padres y dos hermanos, uno de trece y una niña de doce.
Asentí, aunque no dije nada aún.
—Padre: Robert Callahan —leyó—. Ex-Oficinista en una empresa de seguros. Madre: Emily Callahan, ama de casa. Hermanos: Thomas y Emma Callahan. Última dirección registrada: zona residencial de West Englewood, Chicago.
Callahan. Ese era el apellido de esta versión de Evan. "Evan Callahan".
Me incliné hacia la hoja donde estaba la fotografía. El mismo edificio que recordaba, los mismos rostros de niños que apenas sobrevivían. Pero esa mirada mía… ese niño… sí, era yo. Solo que distinto. Más claro. Más real.
—¿Qué más dice? —pregunté.
Paula hojeó con cuidado.
—Psicológicamente se le consideraba un niño estable. Buen promedio escolar, participaba en actividades extracurriculares. Tenía amigos. Era descrito como curioso, risueño, algo travieso. La desaparición ocurrió saliendo de la escuela. La familia denunció en menos de tres horas, pero… no hubo rastros.
Tragué saliva. No recordaba a mis padres. Ni a mis hermanos. Pero al leer eso, algo me punzó dentro. Como si un eco distante de ese niño de diez años pateara las paredes desde lo más profundo.
—Es raro —dije al fin, bajando la mirada a la hoja—. No perdí la memoria, al menos no como suele pasar. Simplemente… todo es difuso. Como si lo de antes estuviera empañado.
—¿Tal vez lo bloqueaste? —preguntó Paula con suavidad.
—Tal vez. O tal vez simplemente no era importante en aquel momento. Sobrevivir fue más urgente que recordar.
Ambos nos quedamos en silencio un momento.
"Evan Callahan", desaparecido a los diez años, hijo menor de una familia común en Chicago. Hermanos mayores. Una vida aparentemente normal.
Todo eso arrancado por alguien. Por algo.
Por una red que lo convirtió en mí.
Me incliné un poco más y, por puro instinto, pasé los dedos por la foto. Ese niño… aún estaba ahí dentro. No sé si quería salir, pero por primera vez en años, no me dio miedo pensar en él.
—¿Crees que ellos…? —empecé a decir, pero me detuve.
Paula entendió sin que completara la pregunta.
—Si realmente eres él… entonces probablemente nunca dejaron de buscarte. No una familia así.
Asentí en silencio. El nombre, los rostros, la dirección, todo… era tan mundano que dolía.
Y al mismo tiempo… era lo más real que había sentido en años.
—Paula —dije de pronto, sin apartar la vista de la foto—, necesito que te contactes con tu primo. Marcos.
Ella levantó la mirada de los papeles, parpadeando una vez, como si no estuviera segura de haberme entendido.
—¿Marcos?
—Sí. Dile que necesito que busque información sobre este niño. —Le tendí la carpeta, empujándola suavemente hacia ella—. Usa su acceso. Bases de datos. Archivos sellados. Lo que sea que pueda encontrar.
Paula frunció los labios, procesando.
—¿Estás seguro?
—No lo estaría si no tuviera esta foto frente a mí.
Ella asintió, sacando su celular sin decir más. Le tomó una fotografía a la imagen del niño y luego a la página con los datos personales.
—¿Qué le digo?
—Que es una investigación personal. Que necesito saber si la familia Callahan sigue viva. Si alguna vez recibieron noticias después de su desaparición. Si hay un cuerpo reportado que cierre ese caso o si sigue abierto. Todo.
—Entendido.
Comenzó a escribirle un mensaje, y yo me recosté lentamente contra el borde de la cama. Mi pie seguía doliendo, pero no tanto como esa punzada nueva, silenciosa, que se arrastraba por mi pecho.
"Evan Callahan"… ese nombre no sonaba mal. No me resultaba ajeno.
Después de un minuto, Paula me miró.
—Listo. Le mandé los archivos y le expliqué lo básico. Me avisará apenas tenga algo.
—Gracias —murmuré.
—¿Y si es verdad? —preguntó en voz baja, como si no quisiera romper el aire espeso que nos envolvía.
—Entonces… —me quedé en silencio un segundo, tragando saliva—. Entonces haré lo que dije. Buscaré a mi familia. Aunque sea solo para verlos una vez. Aunque no diga quién soy.
Ella me miró fijamente, con una mezcla de respeto y duda.
—¿Y si te reconocen?
—No sé. No creo parecerme mucho a un niño de diez años.
—Pero los ojos… —susurró.
No dije nada. No podía.
Paula bajó la vista de nuevo a la carpeta.
—¿Qué vas a hacer si esto cambia todo?
—No lo sé. Tal vez lo arruine. Tal vez no. Pero al menos voy a intentarlo.
Y lo decía en serio.
Porque por primera vez, tenía un nombre. Un punto de partida. Una chispa.
Y por pequeña que fuera, me estaba quemando por dentro.
El celular de Paula vibró sobre su pierna. Ella bajó la mirada y abrió el mensaje, leyéndolo con el ceño fruncido.
—Marcos respondió.
Me incorporé un poco, aguantando el pinchazo en el pie y el ardor constante del muslo derecho. Paula deslizó el dedo por la pantalla y comenzó a leer en voz alta.
—Pues dice lo mismo que el informe, solo que actualizado: "Caso abierto por desaparición infantil. Nombre: Evan Callahan. Fecha de desaparición: hace 8 años. Zona: West Englewood, Chicago." —Hizo una pausa, luego continuó—. "Padre: Robert Callahan. Oficinista, antes en una empresa de seguros. Actualmente trabaja como coordinador logístico en una agencia de transporte. Madre: Emily Callahan, ama de casa. Hermanos: Thomas Callahan, ahora de 21 años; y Emma Callahan, de 20."
Me quedé helado. El peso de esos nombres me golpeó en el pecho.
—Sigue, ¿qué más dice?
—La familia se mudó dos veces desde entonces, pero nunca abandonaron la búsqueda. Participan en foros y eventos relacionados con personas desaparecidas. El caso sigue activo, pero sin pistas desde hace los mismos ocho años. —Levantó la vista—. Se presume que, si está vivo, Evan tendría 18 años actualmente.
—Diez años al desaparecer —murmuré—. Justo como yo.
Paula asintió en silencio, mordiéndose el labio.
Me incliné hacia la carpeta, observando de nuevo la foto del niño. Su sonrisa, su cabello revuelto, los ojos vivaces.
—¿Y si soy yo? —pregunté, casi sin voz.
—¿Y si no? —dijo ella, tranquila—. Igual ya empezaste algo.
—No me acordaría, ¿cierto?
—No perdiste la memoria, pero la niebla… la violencia, el trauma… pueden enterrar cosas. Difuminar recuerdos.
Apoyé la cabeza contra la cama, sintiendo cómo me temblaban ligeramente las manos. Paula me tocó el brazo.
—¿Quieres que sigamos buscando?
Asentí despacio.
—Sí. Pero quiero hacerlo bien.
—Entonces vamos por ese "bien". —Sonrió apenas—. Marcos dice que puede conseguir más datos: registros escolares, testimonios, incluso ADN… si te atreves.
—Me atrevo —dije, sin dudar—. Si ellos todavía me buscan… entonces tienen derecho a saber si estoy vivo.
Ella se inclinó para acomodarme una carpeta que casi se caía.
—Y tú también tienes derecho a saber si hay un lugar al que perteneces.
Suspiré. El nombre Callahan se sentía lejano… pero no ajeno.
Tal vez, solo tal vez… esa era la primera vez que algo en mi vida tenía sentido.
***
LUCÍA.
El pasillo olía a desinfectante fresco y café viejo. De esos olores que se pegan al uniforme y a la memoria. Caminaba por la zona de especialidades, con la carpeta de un paciente en mano, cuando vi la puerta de la oficina de mi madre entreabierta. La placa con su nombre brillaba impoluta como siempre. Ella dirige esta sección del hospital, y a pesar de eso, jamás me trató con privilegios. Al contrario, si llegaba un segundo tarde, era la primera en llamarme la atención.
Caminé más rápido hasta dejar atrás esa presión invisible, pero familiar. Me detuve frente al área de descanso, solté un suspiro y miré por la ventana. Por alguna razón, mi mente se fue sola hacia Leonardo.
Me pregunté si ya había comido algo, si seguía haciendo esas rutinas absurdamente intensas de ejercicio, o si aún tenía todas esas carpetas con las fotos de los niños regadas en el piso. Me crucé de brazos, sonriendo sin querer. Aunque no me gustaba admitirlo, lo extrañaba. Y apenas me había alejado un par de horas.
—¡Lucía! —La voz de Carla, mi compañera de turno, me sacó de la cabeza de Leo—. No puedo creer que te dejaron volver después de lo del hospital de voluntariado. ¿Estás bien?
Parpadeé, volviendo al presente. Asentí con una media sonrisa.
—Sí, sí. Fue… algo. No fue tan malo.
—¿No tan malo? —frunció el ceño, sentándose a mi lado—. Lucía, ese hospital fue atacado. Hubo muertos, heridos… ¿cómo que "no tan malo"?
Me encogí de hombros, dejando la carpeta en la mesa.
—Fue malo, sí. Pero soportable. Estoy aquí, ¿no?
Ella me miró fijamente, luego arqueó una ceja.
—Ajá… bueno, eso explica lo centrada que estás. Pero dime… —se acercó con una sonrisa pícara—. ¿Qué te tiene tan feliz? Estás sonriendo como idiota desde que llegaste.
Puse los ojos en blanco, pero antes de poder decir algo, sus dedos se estiraron y apartaron mi cabello recogido. Alcé la mano de inmediato, sabiendo lo que había visto.
—¡Carla! —solté, bajando el tono.
—¿Ese es un chupetón? ¡Ay no, Lucía, qué descarada!
—¡Cállate! —dije entre risas, cubriéndome el cuello con la mano—. Y no es para tanto…
—Sí, claro —rió—. ¿Quién es? ¿Lo conozco?
—No… —me acomodé en el asiento, bajando la voz—. Conocí a alguien, sí. Y estoy algo feliz, eso es todo.
—¡Eso es todo! —repitió burlona—. Quiero conocerlo, exijo conocerlo.
—No lo desees tanto —susurré, bajando la mirada—. Hay una brecha de edad algo… pronunciada.
—¿Tan pronunciada? ¿Cuánto? ¿Diez años?
—No —sonreí de medio lado—. No tanto. Pero tampoco es algo que tenga que decir ahora. Es… privado.
Carla me miró con expresión traviesa.
—Eso quiere decir que sí está interesante. Me da igual si tiene veinte o cuarenta, si te hace sonreír así… me agrada.
Mi sonrisa creció sin querer. Y aunque no lo dije, sus palabras me dieron una pequeña paz. Porque no importaba si Leo y yo veníamos de mundos distintos, de edades distintas… había algo allí. Algo que merecía el intento.
—¿Y cómo es? —Carla apoyó el mentón en su mano, con los ojos brillando de curiosidad—. ¿Alto, guapo, tatuado?
Solté una risa suave, negando con la cabeza.
—Es… difícil de tratar —dije, saboreando las palabras mientras recordaba sus gestos secos, su forma de mirarme como si analizara todo antes de decir una palabra—. Es el típico hombre callado, cerrado. De esos que parecen que cargan el mundo en la espalda. No sonríe mucho… bueno, en realidad, casi nada.
Carla arqueó una ceja, cruzando los brazos con una sonrisita.
—¿Así de esos que les gusta leer a una? ¿Como los hombres fríos y posesivos de mis novelas?
—Sí… pero más —reí, bajando la mirada, algo nerviosa—. Más complicado. No es un tipo cualquiera que juega al misterioso, él… es realmente así. Pero también es lindo. No en el sentido tradicional, ¿sabes? Es inexpresivo, incluso torpe emocionalmente. Pero tiene una forma de preocuparse por cosas pequeñas, de quedarse en silencio contigo sin que se sienta incómodo… que no sé. Es algo que nunca pensé que tendría.
Carla se quedó mirándome, con la boca entreabierta.
—¿Tiene historia oscura?
La miré con una ceja alzada.
—¿Qué?
—¡Vamos, Lucía! —susurró emocionada—. Esos tipos siempre tienen un pasado. ¿Fue un mafioso? ¿Un espía? ¿Un asesino a sueldo? ¿Un hombre de negocios turbios?
Me mordí el labio, aguantando la carcajada.
—Bueno… hacía trabajos sucios. Y negocios también. Pero… de una forma muy diferente. No del tipo elegante con trajes caros, más bien el tipo que no te das cuenta que estuvo allí hasta que ya es tarde.
Carla abrió mucho los ojos, casi pegando un gritito.
—¡Ay no! ¡Te metiste con un villano de novela!
Negué con una sonrisa.
—No es un villano. Al menos… no para mí. Tiene sus demonios, eso sí. Muchas cosas de las que no habla. Pero también es... no sé. Firme. Consciente. Es de esos tipos que te mira y parece que ya pensó en cien formas de protegerte y de huir contigo si las cosas salen mal.
Carla puso una mano sobre su pecho dramáticamente.
—¡Basta, me estoy enamorando! ¿Y qué más? ¿Qué más hace que te derritas?
Sonreí más amplia, recordando su voz en otras lenguas, su acento cuando se soltaba apenas un poco.
—Es políglota. Habla varios idiomas… y cuando lo hace, no sé cómo explicarlo. Es como si una parte de él se activara. Y… es sexy. Ridículamente sexy.
—¡¿Políglota?! No, ya, esto es injusto. ¿Dónde lo conociste? ¿Y por qué yo no me topé con uno así?
—Fue… un accidente —dije, encogiéndome de hombros, con una sonrisa que no podía esconder—. Pero uno bueno.
Carla me abrazó de lado.
—Estoy feliz por ti, tonta. Solo… por favor, si resulta que es parte de alguna organización internacional o tiene enemigos peligrosos, ¡me lo cuentas! Nada de ocultarme si tienes que escapar del país con un pasaporte falso, ¿ok?
Solté una carcajada sincera, negando con la cabeza.
—Lo prometo.
Pero, en el fondo, sabía que Carla no estaba tan lejos de la verdad.
—Y ahora… la pregunta del millón —dijo Carla, con esa mirada traviesa que me daba miedo y risa al mismo tiempo—. ¿Es bueno en la cama?
—¡Carla! —solté, llevándome una mano al cuello como si el chupetón pudiera esconderse solo—. ¡No seas metiche!
—¡Ay, por favor! —me golpeó suave con una carpetita en la pierna—. No puedes venir aquí, toda sonrojada, feliz, babeando con ese "es frío, oscuro, habla idiomas y tiene pasado turbio", y no contarme lo más importante. A ver… ¿está dotado? ¿Candente? ¿Todo eso?
—¡Eres una enferma! —le respondí entre risas, y le golpeé el brazo con mi pluma—. ¡Ni yo hablo así!
—¡No te hagas! Ya me dijiste más de lo que crees.
—Ugh… —solté, escondiendo el rostro tras la tablilla de la paciente que traía—. Solo lo hicimos una vez.
—¿Y?
—Y… Dios. —Suspiré, dejando caer los hombros con una mezcla de derrota y calor en las mejillas—. Sí. Es bueno. Muy bueno.
Carla aplaudió bajito, casi conteniendo un gritito de emoción.
—¡Lo sabía! Tiene cara de los que rompen la cama y luego se quedan leyendo contigo sin camiseta.
—¡Cállate! —le dije, todavía escondida tras la tablilla.
—¿Y… está dotado?
—¡Carla! —chillé bajito, golpeándola de nuevo, y luego asentí casi imperceptiblemente, murmurando—. Sí… también eso.
Ella se inclinó sobre la mesa, apoyando la frente en el brazo y carcajeándose.
—No puedo contigo, Lucía. ¡Estoy tan orgullosa! Por fin uno de esos romances oscuros y candentes se hizo realidad.
—No es un romance de novela —dije, pero mi sonrisa me traicionaba—. Es real. Complicado, extraño… y un poco aterrador. Pero… real.
—Pues entonces, amiga mía, disfrútalo. Y cuando lo veas dale una… —hizo un gesto con la mano y la boca —por mí también.
—¡Eres un asco! —le lancé una venda enrollada mientras ambas reíamos, con el sonido de los pasillos del hospital como fondo.
Pero aún entre las risas… no podía sacármelo de la cabeza.
No podía creer que estuviera hablando así. Dios… ¿qué me pasa? Me estaba derritiendo por dentro, sintiéndome como una adolescente hormonal hablando con su mejor amiga sobre lo bien que lo hace su crush, y ese "crush"… tenía dieciocho.
Dieciocho.
—Estoy enferma… —murmuré bajito mientras Carla aún reía—. Enferma y sin remedio.
Pero es que no era mentira. Todo lo que dije era verdad. Cada palabra. Él era complicado, sí. Era oscuro, sí. Pero también era dulce de una forma tan rara, tan… dolorosamente sincera. No tenía filtro, ni mentiras bonitas. Y aún así, cada vez que me miraba, sentía que me estaba entregando una parte que no quería que nadie más viera.
Estaba perdida. Lo sabía.
Y entonces, mi celular vibró.
Paula.
—¿Estás ocupada? Necesito llamarte, es importante.
Fruncí el ceño. Paula no solía mandar mensajes así sin razón. Algo pasaba.
—Sí, llama.
Tres segundos después, el teléfono sonaba. Deslicé para contestar.
—¿Paula?
—¡Lucía! —la voz de Paula casi me reventó el tímpano del susto—. ¡Encontramos algo! ¡Encontramos a alguien!
—¿Qué? ¿De qué hablas?
—De Leo —respondió con urgencia—. Tiene familia, Lucía. Padres. Hermanos. Una casa. Una historia. ¡Y no han dejado de buscarlo!
Mi corazón se detuvo. Carla me miró, notando el cambio en mi rostro.
—¿Es en serio?
—¡Sí! —gritó Paula—. El primo Marcos ayudó, otra vez. Él pudo usar sus contactos y mover cosas más rápido. Al parecer, el niño que aparece en la carpeta… es él. Se llama Evan Callahan. Chicago. Tiene dos hermanos, un chico de 21 y una chica de 20. Sus padres se mudaron hace años pero nunca dejaron de buscarlo.
—Dios…
—Lucía… —la voz de Paula bajó el tono—. Sé que esto es mucho, pero… no sabía con quién más compartirlo. Él dijo que quería encontrarlos. Lo dijo esa mañana en el desayuno… ¿recuerdas?
—Sí… claro que lo recuerdo.
—Y… bueno, Leo dijo que quiere hacerlo. Pero… lentamente. Sin que sea un golpe directo. Dice que… no sabe cómo enfrentarlo, que necesita tiempo. ¿Qué hacemos?
Me quedé en silencio. El mundo parecía congelado. Yo, en medio del hospital, con Carla viéndome fijamente y mi corazón latiendo como si corriera una maratón. Una parte de mí temblaba de emoción… y la otra de miedo.
—Estamos en Nueva York, Paula —susurré—. Ellos están en Chicago. Hay horas de vuelo. Días de preparación. Y él… no está listo para el golpe. Pero… lo va a hacer. Lo prometió.
—¿Estás bien?
—No —confesé con una risa nerviosa, sintiendo las lágrimas punzando detrás de los ojos—. No estoy bien. Pero estoy feliz. Porque ese niño… tiene un nombre. Una historia. Y la va a recuperar. Aunque le tome tiempo.
Paula no dijo nada por un momento. Luego, solo murmuró:
—Te va a necesitar, Lucía.
Y en ese instante, supe que no había vuelta atrás.