Ficool

Chapter 28 - Capítulo 27

LEONARDO.

 

El silencio que quedó después fue casi doloroso.

 

Ambos yacíamos sobre la cama deshecha, en la pequeña habitación que Lucía había arreglado para mí. El techo blanco parecía más lejano de lo normal, y mi respiración, aunque más tranquila, aún luchaba por encontrar un ritmo estable. Cada músculo de mi cuerpo dolía, pero ya no era solo por las heridas.

 

Me giré un poco, resintiéndome, y sentí su mano rozar mi pecho, temblorosa. Lucía estaba medio cubierta por la sábana, con su cabello despeinado cayéndole sobre el rostro, los labios enrojecidos, los ojos entrecerrados, perdidos en algún pensamiento que no me atreví a adivinar.

 

Aferraba la sábana a su pecho con ambas manos, como si todavía intentara protegerse, pero su mirada me buscaba, insegura, nerviosa. La vi morderse el labio inferior, un gesto que le quitaba toda la valentía que había mostrado antes.

 

—Las chicas... —murmuró, rompiendo el silencio, su voz ronca y adormilada—. Mis hermanas... llegarán en unas horas.

 

Asentí, sin responder. No tenía energía para hablar. Mi cuerpo estaba al límite, apenas soportando el dolor sordo de las heridas que todavía no habían terminado de sanar, sumado al cansancio brutal que me había alcanzado sin misericordia.

 

Me pasé una mano por la cara, sintiendo el sudor seco en la frente. —¿Tus padres? —pregunté al fin, con la voz más ronca de lo que quería.

 

—En el hospital... —dijo, y su mirada bajó hacia mis costillas, donde los vendajes seguían ocultando mis heridas—. Como siempre.

 

Me incorporé un poco, apoyándome con dificultad contra la cabecera de la cama. Ella me siguió, arrastrándose hasta quedar sentada a mi lado, con las piernas dobladas bajo la sábana. Estaba hermosa... pero también estaba asustada. Lo veía en sus ojos.

 

—¿Y tu primo? —pregunté, rompiendo de nuevo ese maldito silencio que nos rodeaba.

—Se fue. Pensó que estarías bien por unas horas —dijo con una pequeña sonrisa amarga—. Y ahora... bueno... —Se abrazó las rodillas, dejando ver más de su espalda desnuda de lo que probablemente pretendía.

 

La miré en silencio. Parte de mí quería apartarme, alejarme de todo esto, hacer las maletas, salir por la puerta trasera y nunca mirar atrás. Eso habría sido lo correcto. Lo fácil. Lo que siempre hacía.

 

Pero otra parte —una parte mucho más débil y estúpida— no podía hacerlo. No después de verla así. No después de sentirla así.

 

Extendí una mano y rocé su cabello desordenado, apartándolo de su rostro. Ella cerró los ojos al sentir el contacto, como si fuera algo que había estado esperando.

 

—No deberías hacer esto —le dije en voz baja, sin rastro de dureza esta vez. —No deberías querer esto.

 

Lucía abrió los ojos, lentos, como si le costara despertar de un sueño. —Demasiado tarde —susurró.

 

Me reí, aunque dolió. Dolió como el infierno.

 

Me incliné hacia ella, presionando mi frente contra su hombro desnudo, inhalando su aroma a jabón y sudor, a algo dulce que no podía nombrar. Ella soltó un pequeño suspiro y dejó caer su cabeza sobre la mía.

 

Así nos quedamos. Un par de imbéciles rotos, tratando de encontrar un poco de paz en medio de una guerra que aún no entendíamos.

 

Sabía que en unas horas, cuando el sol terminara de subir y la casa volviera a llenarse de voces y risas, todo sería diferente. Todo sería más difícil.

 

Pero ahora... ahora solo había ella. Solo su piel tibia bajo mis dedos, solo el latido acelerado de su corazón, solo su respiración tranquila junto a la mía.

 

Y, por un maldito segundo, me permití imaginar que tal vez, solo tal vez, podía quedarme un poco más.

 

El silencio seguía envolviéndonos como una manta pesada, pero ya no era incómodo. Era... necesario.

 

Lucía se movió ligeramente, lo suficiente para que la sábana resbalara un poco por su hombro, dejando al descubierto la suave curva de su espalda. Me quedé mirándola, sin atreverme a tocarla, como si fuera algo demasiado frágil para mis manos acostumbradas a destruir.

 

Ella lo notó. Giró la cabeza, buscándome con la mirada, y cuando nuestros ojos se encontraron, una tímida sonrisa cruzó sus labios. Una sonrisa real, no la desesperada o dolida de antes. Era pequeña, casi rota... pero era real.

 

Con un gesto lento, temeroso, llevó su mano a la mía. Sus dedos rozaron los míos con suavidad, pidiéndome algo que no podía poner en palabras.

 

La dejé hacer.

 

Lucía guió mi mano hasta su mejilla, presionándola ahí, cerrando los ojos como si el contacto fuera todo lo que necesitaba. Luego deslizó mi mano, poco a poco, hacia su cuello, hacia su clavícula... hacia la curva de su pecho.

 

Sentí su piel erizarse bajo mis dedos, temblorosa, vulnerable.

 

Yo también temblaba. No de deseo. No de dolor. De miedo.

 

Miedo de lo que ella significaba. Miedo de lo que yo mismo sentía y no quería nombrar.

 

Su respiración se aceleró apenas cuando rocé su busto, cubierto solo por el borde de la sábana. La noté morderse el labio, apretando los ojos cerrados como si luchara con su propia vergüenza, con la exposición total que estaba permitiéndome.

 

—¿Estás segura? —murmuré, la voz rasposa, tan baja que apenas era un susurro.

 

Lucía abrió los ojos, grandes, llenos de algo que no supe si era amor o locura, y asintió.

 

—Estoy segura. —Su voz tembló, pero su mirada no.

 

Con cuidado, casi reverente, dejé que la sábana cayera un poco más, revelándola ante mí. Cada centímetro de su piel era un mapa nuevo que no sabía cómo leer, pero que deseaba recorrer. La acaricié despacio, sintiendo su calidez, sus pequeños temblores bajo mi palma.

 

Ella dejó escapar un gemido muy bajo, un sonido que parecía escaparse sin su permiso, y se escondió contra mi cuello, avergonzada.

—No me mires así... —murmuró, casi suplicando.

 

Sonreí, débilmente. —¿Así cómo?

 

—Así... como si fuera algo especial.

 

No respondí. No podía. Porque para mí, en ese momento, lo era.

 

Me incliné, besando su hombro desnudo, su cuello, el hueco detrás de su oreja. Ella se estremeció en mis brazos, entregándose de nuevo, más lentamente esta vez, como si ambos entendiéramos que esta vez no era solo deseo.

 

Era algo mucho más peligroso.

 

Y aunque sabía que debía detenerme, aunque cada parte de mí gritaba que pusiera un muro entre nosotros, no pude hacerlo.

 

Me quedé con ella. Me perdí en ella.

 

En su cuerpo cálido, en su respiración entrecortada, en la forma en que sus dedos se aferraban a mi espalda como si pudiera evitar que me desvaneciera de su vida.

 

No éramos un final feliz.

 

Éramos un accidente a punto de ocurrir.

 

Pero por esa noche, en esa cama, bajo ese techo ajeno, nos permitimos fingir que no lo sabíamos.

 

Lucía respiraba contra mi pecho, su cabello desordenado y tibio contra mi piel. Yo no me movía. No porque no quisiera, sino porque no podía.

 

Cada herida, cada músculo resentido protestaba, pero más que el dolor físico, era ese otro dolor, el interno, el que me mantenía despierto.

 

Ella deslizó suavemente su mano por mi costado, como si temiera romperme. Sus dedos dibujaban círculos perezosos, apenas rozándome.

 

—¿En qué piensas? —preguntó en un susurro, rompiendo la quietud.

 

Tardé unos segundos en responder. No quería decirlo. No quería soltar la verdad cruda que siempre me acompañaba.

 

—En que no merezco esto. —Mi voz sonó más rota de lo que quería.

 

Lucía se incorporó un poco, apoyándose en su codo para mirarme. La sábana resbaló de su cuerpo, revelando su piel marcada con mis caricias recientes, su cabello revuelto, su rostro aún sonrojado. Tan hermosa y tan... real.

 

—No eres tú quien decide eso —dijo, firme, aunque su voz todavía temblaba.

 

Negué despacio. —Tú no entiendes, Lucía. Yo soy... —me detuve, buscando las palabras— ...dañado. Peligroso.

 

Ella me miró, como si estuviera viendo más allá de la carne, más allá de los pecados que llevaba encima.

 

—No me importa. —Lo dijo como si fuera lo más obvio del mundo.

 

Fruncí el ceño, molesto, confundido, asustado.

 

—¿Por qué? ¿Por qué sigues aquí? —pregunté, más brusco de lo que pretendía.

 

Ella bajó la mirada unos segundos, como si ordenara sus pensamientos. Luego volvió a encontrar mis ojos.

 

—Porque incluso si no puedes verlo... —sus dedos acariciaron mi mejilla, con una ternura que me desarmaba—... yo sí veo algo en ti. Algo que vale la pena.

 

Me reí, un sonido seco, incrédulo.

 

—¿Algo como qué? ¿Un asesino? ¿Un tipo roto que ni siquiera puede prometerte un futuro?

 

Ella sonrió triste, pero no retrocedió.

 

—Algo que merece ser amado. Incluso si tú no sabes cómo recibirlo.

 

Mi garganta se cerró. Quise decir algo cruel, algo que la alejara, que la protegiera de mí mismo.

 

Pero no pude.

 

En cambio, llevé mi mano a su nuca, atrayéndola hacia mí. Su frente se apoyó en la mía, y nos quedamos así, respirando el mismo aire, compartiendo el mismo dolor, el mismo absurdo intento de construir algo sobre ruinas.

 

—Me vas a odiar algún día —murmuré.

 

—Tal vez. —Lucía sonrió suavemente, y luego besó mi frente—. Pero no hoy.

 

Cerré los ojos.

 

Solo por esa noche, decidí creerle.

 

El silencio entre nosotros se hizo más denso, pesado, casi insoportable. Mis pensamientos giraban en espiral, siempre cayendo de nuevo en el mismo lugar, el mismo miedo, la misma mentira que me repetía una y otra vez: no merecía a nadie. No merecía a Lucía.

 

Ella se movió ligeramente en la cama, acomodándose un poco más cerca de mí. Podía sentir su cuerpo cálido contra el mío, su respiración lenta y calmada, como si aún estuviera tratando de procesar todo lo que había pasado, igual que yo. Y entonces, de repente, me susurró, con un tono que intentaba, pero no lograba, ocultar la vulnerabilidad que sentía.

 

—Te amo. —Lo dijo sin titubear, como si esas palabras fueran lo único que importara en ese instante.

 

Mi corazón dio un vuelco, pero me esforcé por mantenerme en control. Mi instinto me decía que no debía permitir que se acercara demasiado, que no debía dejar que esas palabras me tocaran. Pero la verdad es que, aunque no quería admitirlo, su cercanía me comenzaba a doler.

 

—No lo haces —respondí, la voz quebrada, como si el peso de esa frase fuera más grande de lo que pensaba.

 

Lucía suspiró, y aunque vi la tristeza en sus ojos, no se alejó. Estaba decidida a no ceder, de alguna manera, luchaba contra todo lo que yo pensaba que era cierto.

 

—Sí lo hago —repitió, casi como un reto. Sus palabras eran más firmes ahora, y su mano encontró la mía, entrelazándola, un gesto tierno y fuerte a la vez.

 

No pude evitar mirar nuestras manos unidas. La forma en que ella confiaba en mí, como si no le importara mi pasado ni mis errores. Algo en mí quería gritarle que lo entendiera, que lo viera, pero no podía.

 

—Lucía... —empecé a decir, pero me interrumpió.

 

Sin previo aviso, se inclinó hacia mí, y sus labios encontraron los míos en un beso suave pero urgente. No me lo esperaba. Era un beso lleno de peso, de desespero, de algo que necesitaba escapar de sus labios. Fue un beso que me calló, que me detuvo en seco.

 

Mi mente estaba un torbellino, pero mi cuerpo no respondió. No inmediatamente. Durante unos segundos, permanecí allí, inmóvil, sin saber si debía empujarla o abrazarla. Y luego, sin pensar, respondí. No con palabras, sino con ese gesto, con un beso que habló más de lo que yo nunca podría expresar en voz alta.

 

Cuando nos separamos, su aliento caliente chocó contra el mío. Sus ojos estaban más vivos, más brillantes, como si estuviera esperando que le dijera algo más, algo que no fuera una mentira.

 

—¿Ves? —dijo, con una sonrisa suave—. Lo sabes en el fondo. Lo que siento por ti no es un error, no es una ilusión.

 

No respondí de inmediato. No sabía qué decir. Sabía que, a pesar de mi resistencia, algo en mí respondía a ella, a su amor incondicional. Pero no estaba listo para creerlo. No aún.

 

Lucía se acomodó más cerca, y esta vez, no me alejé. Mi cuerpo ya no luchaba contra el suyo. Era como si, por una vez, estuviera dispuesto a aceptar lo que ella me ofrecía, aunque mis pensamientos siguieran en caos.

 

—Quédate conmigo —dijo, susurrando, casi como una súplica.

 

Mi corazón latió fuerte, pero la voz de mi miedo y mis inseguridades aún resonaba en mi mente. No podía prometerle un futuro. No podía prometerle nada. Pero en ese momento, tal vez por primera vez en mucho tiempo, no me importó.

 

Cerré los ojos, buscando consuelo en el calor de su cuerpo. Sabía que el mañana traería problemas, pero por esa noche, tal vez, solo tal vez, podría permitirle que se quedara.

 

—No sé si puedo ser lo que esperas de mí —dije, mi voz quebrándose un poco.

Pero Lucía, cansada de mis dudas, de mis negativas, de todo lo que la mantenía alejada, sonrió.

 

—No necesito que seas perfecto —respondió, y me besó nuevamente.

 

Esta vez, fue más suave, más lenta, como si el mundo alrededor se hubiera detenido por completo, dejándonos allí, en ese instante fugaz donde, al menos por un momento, no había dudas ni temores. Sólo nosotros dos.

 

La habitación estaba en penumbras, iluminada apenas por la luz tenue que entraba desde la ventana, donde la nieve seguía cayendo, lenta, silenciosa, cubriendo el mundo exterior con un manto blanco. Dentro, el calor era otro. Mis brazos la envolvían por detrás, la sentía acurrucada contra mi pecho, sus manos entrelazadas con las mías, su respiración calmada, su cuerpo encajado perfectamente en el mío.

 

No sabía cómo habíamos llegado a esto. Apenas dos meses atrás era solo un mercenario medio muerto en un hospital perdido, y ahora estaba en la cama de una casa familiar, abrazando a una mujer que decía amarme. A una mujer que, con su sola existencia, estaba destrozando cada una de las murallas que había construido.

 

Y entonces, como si la noche no pudiera volverse más absurda, la escuché susurrar, con esa voz temblorosa, cargada de emociones que apenas podía contener:

 

—Dame un hijo.

 

Mi cuerpo se tensó al instante. No estaba seguro de haber escuchado bien.

 

Abrí los ojos, mis pensamientos disparándose en todas direcciones.

 

—¿Qué... qué dijiste? —pregunté, incrédulo, con la voz aún ronca del cansancio y de todo lo que había pasado entre nosotros.

 

Lucía giró apenas su rostro, lo suficiente para mirarme por encima de su hombro. Sus ojos brillaban con esa mezcla de decisión y vulnerabilidad que me volvía loco y me aterraba a partes iguales.

 

—Dame un hijo —repitió, esta vez más clara, más segura.

 

Tuve que tragar saliva. ¿Qué demonios estaba diciendo? ¿Acaso entendía lo que pedía? ¿Entendía que yo era un desastre andante, que apenas podía prometerle un mañana, mucho menos una vida?

 

—Estás loca... —murmuré, casi riendo de la incredulidad, intentando apartar mi rostro en un gesto desesperado, como si eso pudiera protegerme de la magnitud de sus palabras—. ¿Tú sabes lo que dices? Yo tengo dieciocho años. ¡Dieciocho! Y tú...

 

—Veintiséis —interrumpió, serena, como si la diferencia de edad no importara en absoluto.

 

—¡Ocho años! —bufé, soltando una carcajada seca, nerviosa—. Y tus padres, ¿qué demonios van a decir? ¿Qué van a pensar?

 

Lucía apretó mis manos entre las suyas, obligándome a no soltarla, a no alejarme de ella aunque quisiera.

 

—Ya saben que siento algo por ti —dijo, con esa calma peligrosa—. Anoche, después de cenar, hablamos de eso. De ti, de mí... De lo que podría pasar.

 

Me quedé en silencio, procesando. ¿Cómo demonios había tenido esa conversación con sus padres? ¿Cómo no me había enterado?

 

—¿Entonces qué? ¿Esperas que sonrían y celebren si se enteran de que tú y yo... —me callé, no queriendo siquiera terminar la frase, porque la imagen de su familia mirándonos con decepción me quemaba por dentro.

 

Lucía, sin embargo, sonrió, una sonrisa triste pero firme.

 

—Claro que se sorprenderán. No esperaba que hoy... —se sonrojó ligeramente, bajando la mirada— ...pasara lo que pasó. Pero no me importa. No me importa lo que digan. No me importa lo que piensen.

 

Se giró completamente, ahora de frente a mí, nuestras narices casi tocándose.

 

—Te amo —susurró, rozando mis labios con los suyos—. No quiero otro hombre. No quiero otra vida. Quiero esta. Contigo. Aunque me parta el alma tener que luchar contra el mundo para conseguirlo.

 

Mis brazos temblaron un poco, la presión de todo eso cayendo sobre mí de golpe. Una parte de mí quería gritarle que no era justo, que no podía pedirme algo así, que yo no sabía siquiera si podría seguir vivo al año siguiente.

 

Me quedé allí, abrazándola, sintiendo su corazón latir contra el mío, mientras la nieve seguía cayendo afuera, como si el mundo quisiera congelarse en ese instante.

 

No respondí de inmediato. No podía.

 

Pero tampoco la solté.

 

Aún abrazados, enredados bajo las cobijas, sentí como Lucía se aferraba a mí con una suavidad que contrastaba con la tormenta de emociones que había en mi cabeza. El silencio era apenas roto por el crujir leve de la casa bajo el peso de la nieve. Afuera, la vida seguía su curso, ignorando el caos que se había desatado entre estas cuatro paredes.

 

No sé cuánto tiempo pasó hasta que oímos el primer sonido: la puerta principal abriéndose, el eco de pasos arrastrándose en la entrada.

 

Lucía se tensó levemente en mis brazos.

 

—Son mis hermanas —murmuró, mirándome como si temiera mi reacción.

 

Yo solo cerré los ojos y apreté la mandíbula. Perfecto. Justo lo que necesitaba.

 

Escuchamos risitas y voces apagadas, probablemente Paula y Sofía regresando de la universidad. Ana debía estar también con ellas. No pasó mucho antes de que una voz resonara desde abajo:

 

—¡Lucía! ¿Ya estás despierta? —gritó Sofía, divertida.

 

Lucía me miró, mordiéndose el labio, como una niña atrapada haciendo algo indebido.

 

—¿Qué hago? —susurró, nerviosa.

 

—Respirar sería un buen inicio —gruñí, soltándola despacio para que se levantara.

 

Ella buscó a tientas su ropa interior, su blusa, su pantalón, vistiéndose a toda prisa con las mejillas encendidas de vergüenza mientras yo, más torpe debido a mis heridas aún frescas, me movía lentamente, maldiciendo en voz baja.

 

 

Antes de salir de la habitación, Lucía se volvió hacia mí, sus ojos cargados de una súplica silenciosa. No sé qué esperaba exactamente. Que me escapara por la ventana, quizá. O que bajara tomado de su mano como si todo fuera perfectamente normal.

 

Respiré hondo y me dejé caer de nuevo en la cama, apoyando el brazo en la frente. No estaba para escenas todavía.

 

Lucía desapareció tras la puerta, y pude oír su voz abajo, hablando con ellas, fingiendo normalidad. Pero había una tensión innegable en el aire, una electricidad que cualquiera que no fuera ciego podría notar.

 

—¿Dónde estabas? —preguntó Paula, medio en broma, medio sospechando.

 

—En mi cuarto —respondió Lucía rápidamente.

 

—Mmm... —Sofía rió, divertida—. ¿Y por qué tienes esa cara de que hiciste algo prohibido?

—Déjenme en paz —respondió Lucía, entre risas tensas.

 

Yo cerré los ojos, exhalando un suspiro lento. Esto iba a explotar más temprano que tarde.

 

Pasaron unos minutos. Luego, más sonidos. La puerta de entrada volvió a abrirse.

 

Pasos más pesados. Voz de hombre.

 

—¡Lucía! —la voz grave de Armando, el padre de Lucía, resonó en la casa.

 

Me tensé de inmediato. Mierda. Esto era muy pronto.

 

Escuché a Isabel, la madre, detrás de él, conversando en tono bajo con Paula sobre algo del hospital. Las cosas parecían normales... pero yo sabía que no lo serían por mucho tiempo.

 

Los padres de Lucía sabían. Siempre habían sabido que ella sentía algo. Años de convivencia, de miradas largas, de gestos involuntarios. Aunque Lucía había negado todo en su momento, quizá hasta a sí misma, ahora la verdad había explotado en sus manos.

 

Y entonces, inevitablemente, escuché la voz de Armando:

 

—¿Leonardo sigue en su habitación?

Lucía dudó apenas un segundo.

 

—Sí, papá.

 

Un silencio pesado.

 

—¿Está bien? —preguntó Isabel, con un tono de genuina preocupación maternal.

 

—Sí, está descansando. —Lucía respondió rápido, demasiado rápido.

 

Armando gruñó algo ininteligible, como si sospechara más de la cuenta.

 

Yo, mientras tanto, me senté en el borde de la cama, poniéndome la camiseta a duras penas, mirando la puerta como si fuera un condenado esperando su sentencia.

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