Capítulo 1: El Eco de la Eternidad
Hace 6,000 años – La Caída del Héroe Eterno.
El mundo temblaba. Los cielos de Lysara, entonces un joven reino en el amanecer de su era, se fracturaban como cristal bajo el peso de una batalla que desafiaba la existencia misma. Montañas se reducían a polvo, océanos se evaporaban, y el tejido de la realidad gemía como si estuviera a punto de colapsar. En el centro de este cataclismo estaba Kael Vanthelion, el Soberano Oscuro.
Su cabello plateado, desordenado como un río de luz estelar, brillaba bajo un cielo roto. Sus ojos azul grisáceo, fríos y penetrantes, parecían contener un vacío infinito. Su túnica negra, bordada con runas orientales que pulsaban con un fulgor etéreo, ondeaba como un manto de noche líquida. Frente a él, Valthor, el Héroe Eterno, sostenía su lanza Filo del Horizonte, un arma forjada por los dioses mismos, capaz de cortar el destino y aniquilar cualquier existencia.
Valthor, venerado como el salvador de Lysara, era una figura de leyenda. Su armadura dorada resplandecía como un sol, y su presencia inspiraba esperanza en los mortales que observaban desde lejos, protegidos por barreras divinas. Pero Kael no mostraba emoción. Su rostro, sereno y calculador, observaba al héroe como si fuera un niño jugando con una espada de madera.
—¡Soberano Oscuro! —rugió Valthor, su lanza brillando con una luz que podía partir continentes. —¡Tu reinado de caos termina hoy!
Kael inclinó la cabeza, una leve sonrisa curvando sus labios.
—Hazlo, entonces —dijo, su voz un susurro que resonó como el eco de eras olvidadas.
Valthor no dudó. Con un grito que hizo temblar los cimientos del mundo, desató su ataque final: Corte del Horizonte Eterno. La lanza atravesó el espacio, el tiempo y la narrativa misma, un golpe que podía borrar a cualquier ser de todas las realidades, conceptos y jerarquías. La multitud contuvo el aliento cuando la luz de la lanza engulló a Kael, y su cuerpo se desintegró en un destello de cenizas y vacío.
Por un instante, el mundo celebró. Valthor, exhausto, cayó de rodillas, su lanza clavada en el suelo. Los dioses, observando desde planos superiores, proclamaron la victoria.
Pero entonces, el cielo se oscureció.
El Sello de la Singularidad Absoluta se activó. El espacio se fracturó, y Kael reapareció, no como un hombre, sino como un niño de apenas diez años, con el mismo cabello plateado y ojos azul grisáceo. Su túnica negra había desaparecido, reemplazada por harapos sucios. Pero su aura, aunque contenida, seguía siendo inconfundible.
Valthor alzó la vista, incrédulo.
—Imposible... —balbuceó.
Kael, ahora un niño, lo miró con indiferencia. Con un solo pensamiento, desató Réquiem de la Omnipotencia, un poder que trascendía toda existencia. Una onda invisible envolvió a Valthor, borrándolo no solo del mundo, sino de todas las narrativas, memorias y conceptos. Los dioses, los mortales, el universo mismo olvidaron que Valthor había existido, dejando solo un eco de su leyenda como un héroe que "ascendió" hace 6,000 años.
Kael, sin mirar atrás, caminó hacia la nada, su figura desvaneciéndose en las sombras.
Año 6023 del Reino de Lysara – Los Barrios Bajos de Elarion
El aire olía a humedad y podredumbre. Las calles de los barrios bajos de Elarion, la capital del Reino de Lysara, eran un laberinto de casas en ruinas, charcos de lodo y sombras que escondían secretos. En una de esas casas, un niño despertó.
Kael Vanthelion abrió los ojos. Su cuerpo, frágil y cubierto de harapos, yacía sobre un suelo de madera podrida. Tenía la apariencia de un humano común, un huérfano de no más de diez años, con cabello plateado desordenado y ojos azul grisáceo que parecían fuera de lugar en su rostro demacrado. Pero no era un niño. Era el Soberano Oscuro, reencarnado tras su "muerte" hace 6,000 años, ahora viviendo en la miseria para experimentar qué se sentía ser humano.
Se levantó, sus movimientos lentos pero precisos. Mientras salía de la casa en ruinas, alzó una mano y murmuró:
—Sello.
El Sello de la Singularidad Absoluta se activó, sellando el 99.99% de su poder y presencia. Su aura, que podía colapsar realidades, se desvaneció, y ahora parecía un simple humano, indistinguible de los mendigos que vagaban por los barrios bajos. Pero había algo extraño: en Lysara, todos eran semihumanos —elfos con orejas puntiagudas, hombres-bestia con colmillos, o magos con piel escamosa—. Kael, con su apariencia humana, atraía miradas de confusión y sospecha.
El Reino de Lysara, en el año 6023, era un lugar de jerarquías estrictas. Los semihumanos gobernaban bajo un sistema de rangos (E, D, C, hasta S), con la Academia Arcana y el Consejo Sagrado como pilares del poder. Los humanos eran una rareza, considerados reliquias de un pasado olvidado, y su presencia en Elarion era casi un mito.
Kael caminó por las calles, ignorando las miradas. Los vendedores de mercado, con colas de lobo o cuernos, lo observaban con recelo. Un niño hombre-gato señaló y susurró a su madre:
—¿Qué es un humano haciendo aquí?
Kael no respondió. Su mente, calculadora y serena, estaba enfocada en explorar este mundo desde la perspectiva de un mortal. Pero su tranquilidad se interrumpió cuando cuatro figuras encapuchadas aparecieron frente a él.
Eran mujeres: tres jóvenes, estudiantes de la Academia Arcana, y una mayor, claramente su maestra. Sus capas negras ocultaban sus rasgos, pero sus orejas élficas, colas de zorro y escamas brillando bajo la luz revelaban su naturaleza semihumana. La maestra, una mujer alta con cuernos curvados y ojos dorados, habló con urgencia:
—Oye, humano. ¿Has visto a una chica por aquí? Pelo azul plateado, ojos verdes, piel con escamas plateadas, unos 16 años. Es una estudiante nuestra, secuestrada hace dos días.
Kael las miró, su rostro neutral.
—No que yo recuerde —respondió, su voz calma pero distante.
Las tres estudiantes —una elfa con orejas puntiagudas, una mujer-lobo con garras afiladas, y una maga con escamas azuladas— intercambiaron miradas de desconfianza. La maestra, sin embargo, pareció ablandarse. Sacó una pequeña bolsa de monedas de bronce y se la tendió a Kael.
—Gracias de todos modos. Toma, para que sobrevivas en este lugar.
Kael aceptó las monedas sin emoción, guardándolas en su harapo. Las mujeres se alejaron, sus capas ondeando mientras buscaban en los callejones. Kael las observó por un momento, luego cerró los ojos.
En menos de un segundo, su mente trascendental localizó a la chica secuestrada. Su presencia, débil pero viva, estaba en una casa en ruinas a tres calles de distancia. Kael caminó con pasos lentos, como si no tuviera prisa, su figura frágil contrastando con la autoridad que aún emanaba de él.
La casa era un esqueleto de madera y piedra, con ventanas rotas y un olor a moho. Dentro, atada de pies y manos, estaba la chica: cabello azul plateado, ojos verdes cerrados por el desmayo, y piel con escamas plateadas que brillaban débilmente. Kael se acercó, su expresión imperturbable.
Antes de que pudiera desatarla, cuatro bandidos emergieron de las sombras: un hombre-toro con un hacha, dos elfos oscuros con dagas, y un mago con un bastón humeante.
—¿Qué hace un humano aquí? —gruñó el hombre-toro. —¡Mata al intruso!
Kael suspiró.
El aire vibró por un instante, y los bandidos cayeron al suelo, sin vida. Sus cuerpos no mostraban heridas; simplemente habían dejado de existir. Kael no había movido un músculo. Su Emanación de la Voluntad Absoluta había aniquilado sus esencias con un pensamiento.
Desató las cuerdas de la chica con cuidado, levantándola en su espalda. Su cuerpo frágil, de niño humano, apenas parecía capaz de cargarla, pero lo hizo sin esfuerzo. Caminó de regreso a los barrios bajos, buscando a las cuatro mujeres.
Las encontró en una calle cercana. Al verlo con la chica en su espalda, las tres estudiantes corrieron hacia él, sus rostros llenos de alivio. La elfa y la mujer-lobo tomaron a la chica, pero sus ojos se endurecieron al mirar a Kael. La maga escamosa susurró:
—Un humano... sospechoso.
Antes de que Kael pudiera hablar, la maestra, con un movimiento rápido, lo golpeó en el pecho. El impacto lo lanzó contra una pared, y un cristal brillante lo envolvió, atrapándolo como en una prisión arcana.
—¡Secuestrador! —rugió la maestra, sus cuernos brillando con furia. —¡Te llevaré al Consejo Sagrado por esto!
Kael, atrapado en el cristal, protestó con voz calma:
—No la secuestré. La encontré atada en una casa en ruinas. Los verdaderos responsables están muertos.
Pero sus palabras cayeron en oídos sordos. Las estudiantes lo miraron con desprecio, y la maestra, sin dudar, ordenó:
—Al calabozo. Que confiese.
Calabozo del Consejo Sagrado – Elarion
El aire estaba cargado de humedad y el eco de cadenas. Kael, aún en su forma de niño humano, colgaba de grilletes en una celda oscura. Su cuerpo estaba cubierto de cortes y sangre, resultado de horas de tortura. Los guardias semihumanos, con colmillos y escamas, lo habían golpeado con látigos encantados y hechizos de fuego, exigiendo una confesión que nunca llegó.
Kael no se resistió. No usó sus poderes. Quería sentir qué era ser humano, experimentar el dolor, la fragilidad, la injusticia. Sus ojos azul grisáceo, aunque empañados por la sangre, seguían brillando con una serenidad inquietante.
En la celda contigua, la chica rescatada, Lirien, despertó. Su cabello azul silverado caía en mechones desordenados, y sus ojos verdes se abrieron con confusión. Los guardias le explicaron que estaban torturando a su "secuestrador". Pero Lirien frunció el ceño.
—Llévenme a él —exigió, su voz temblorosa pero firme.
Cuando la llevaron al calabozo, Lirien vio a Kael, encadenado y ensangrentado. Por un milisegundo, cuando estaba desmayada, había abierto los ojos y lo había visto desatándola, susurrando con una voz tranquila: "Todo estará bien".
—¡Para! —gritó Lirien, corriendo hacia los guardias. —¡Él no es el secuestrador! ¡Él me salvó!
Los torturadores, sorprendidos, detuvieron sus látigos. Lirien se arrodilló frente a Kael, lágrimas en sus ojos.
—Tú... tú me liberaste. Lo recuerdo. ¿Por qué no dijiste nada?
Kael alzó la vista, su rostro cubierto de sangre pero sereno.
—No era necesario —respondió, su voz apenas un susurro.
Los guardias, confundidos, bajaron su cuerpo de las cadenas. Lirien lo sostuvo, sus escamas plateadas brillando bajo la luz tenue.
—Este humano... no es normal —murmuró uno de los guardias, un hombre-tigre.
Kael, aún débil en apariencia, se puso de pie. No había usado ni una fracción de su poder, pero su mirada hizo que todos en la celda retrocedieran instintivamente.
Mientras Lirien lo ayudaba a caminar fuera del calabozo, una figura encapuchada observaba desde las sombras del Consejo Sagrado. Sus ojos dorados brillaban, y un susurro escapó de sus labios:
—El Soberano Oscuro... el que venció a Valthor... ¿qué busca un ser como él en Lysara?
Salón del Trono – Castillo de Elarion
El Salón del Trono era una maravilla de mármol negro y oro, con vitrales que proyectaban luz multicolor sobre el suelo. El rey de Lysara, un semihumano con rasgos de león y una corona incrustada de gemas arcanas, se levantó de su trono al ver entrar a Kael, aún cubierto de sangre y harapos. La corte, llena de nobles semihumanos —elfos, hombres-bestia, magos con escamas—, observaba en silencio. La noticia del malentendido se había extendido como un incendio.
Lirien, la maestra y las tres estudiantes estaban presentes, todas con la cabeza gacha. La maestra dio un paso adelante y se arrodilló.
—Humano, te pido perdón en nombre de la Academia Arcana. Mi juicio fue erróneo, y tú sufriste por ello.
Las estudiantes la imitaron, arrodillándose. La elfa murmuró:
—Nunca debimos dudar de ti.
La multitud de nobles siguió el ejemplo, y pronto, todo el salón estaba de rodillas, sus voces un coro de disculpas. Incluso los caballeros inclinaron sus cabezas. El rey, con un gesto solemne, se acercó a Kael.
—Joven humano, Lysara te ha fallado. En nombre de nuestro reino, te pido perdón.
Kael, de pie, con su cabello silverado cayendo sobre su rostro ensangrentado, alzó una mano con calma.
—Está bien —dijo, su voz neutral pero firme. —Fue una confusión. No guardo rencor.
El salón exhaló un suspiro colectivo. El rey, visiblemente aliviado, señaló a tres magas de la corte, mujeres con piel escamosa y túnicas blancas.
—Curen sus heridas —ordenó.
Las magas se acercaron, sus manos brillando con luz curativa. En segundos, los cortes y quemaduras de Kael desaparecieron, dejando su piel intacta. Su rostro, aunque limpio, seguía siendo el de un niño huérfano, pálido y demacrado. El rey entregó una bolsa pesada de monedas de oro, más de lo que un plebeyo vería en una vida.
—Acepta esto como compensación —dijo el rey. —Y dime, ¿cómo podemos reparar este error?
Kael miró la bolsa y luego al rey, sus ojos azul grisáceo impenetrables.
—No es necesario. Solo fue un malentendido. Que la maestra no se culpe.
La maestra, aún arrodillada, bajó la cabeza, lágrimas cayendo por sus mejillas. Lirien, a su lado, sonrió débilmente, agradecida.
Calles de Elarion
Kael salió del castillo, la bolsa de monedas guardada en sus harapos. Caminó hacia un callejón oscuro, asegurándose de estar solo. Con un chasquido de dedos, su cuerpo cambió. Las cicatrices invisibles de su experiencia humana se desvanecieron por completo, y sus harapos se transformaron en una túnica negra ajustada, con detalles orientales y runas que pulsaban débilmente. Aunque seguía pareciendo un niño humano, su presencia era ahora más pulida, casi elegante, pero aún contenida al 99.99% para no perturbar el reino.
Elarion era un espectáculo. Torres de cristal arcano se alzaban hacia el cielo, mercados llenos de semihumanos comerciando gemas encantadas, armas místicas y alimentos exóticos. Hombres-lobo negociaban con elfos de orejas largas, magos escamosos lanzaban hechizos para iluminar las calles, y criaturas aladas sobrevolaban los tejados. Pero todos, sin excepción, miraban a Kael con confusión. Los humanos no existían en Lysara, o al menos no en los últimos milenios. Su presencia, aunque sellada, era una anomalía.
Kael caminó sin prisa, observando el reino con ojos calculadores. Quería entender este mundo, sus jerarquías, sus gentes. Pero su atención se desvió al pasar por un mercado en los barrios bajos, donde un letrero de madera rezaba: "Comercio de Esclavos – Tharok".
Entre las jaulas, una figura llamó su atención. Era una elfa, de unos 87 años, lo que en su raza equivalía a unos 17 años humanos. Su cabello plateado estaba sucio, sus ojos verdes opacos por el cansancio, y su piel pálida marcada por moretones. Estaba encadenada, con una expresión de desafío a pesar de su situación.
Kael se acercó al esclavista, un hombre-toro corpulento con cicatrices en el rostro.
—¿Qué hace un niño aquí? —se burló el esclavista, mostrando colmillos amarillos. —Vete, pequeño humano. Este no es lugar para ti.
Kael, sin inmutarse, sacó la bolsa de monedas de oro y la dejó caer sobre la mesa del esclavista. El tintineo hizo que los ojos del hombre-toro se abrieran de par en par.
—Muéstrame tu mercancía —dijo Kael, su voz neutral pero con un peso que hizo retroceder al esclavista.
El hombre-toro, aún sorprendido, lo guio al interior de su negocio, un almacén oscuro lleno de jaulas. Elfos, hombres-bestia y otras criaturas semihumanas estaban encadenados, sus ojos vacíos por la desesperación. Kael caminó lentamente, observando cada rostro, hasta que se detuvo frente a una jaula en el fondo.
Allí, tirada en el suelo, estaba una niña felina. Su piel era pálida, casi traslúcida por el hambre, y su cuerpo estaba tan flaco que sus huesos eran visibles. Su cabello, de un negro azabache con mechones plateados, caía en mechones desordenados. Estaba desmayada, su respiración débil.
—¿Esta? —dijo el esclavista, rascándose la cabeza. —Es una rareza, una felina de las Tierras Sombrías. Su anterior dueño, un noble de la corte, la compró como sirvienta, pero la abandonó cuando se cansó de ella. No come desde hace días, y no habla. No vale mucho, pero si la quieres...
Kael no respondió. Sacó unas monedas de oro, más de lo que valía cualquier esclavo en el mercado, y las entregó al esclavista.
—Ella es mía ahora —dijo, su voz fría pero definitiva.
El hombre-toro, atónito, abrió la jaula. Kael entró, se arrodilló y, con cuidado, levantó a la niña felina en sus brazos. Su cuerpo era ligero como una pluma, y su respiración apenas audible. Sin decir una palabra, salió del almacén y caminó hacia un callejón desierto.
Asegurándose de que nadie lo viera, chasqueó los dedos. Una luz tenue envolvió a la niña, y sus heridas, moretones y palidez desaparecieron. Su piel recuperó un brillo saludable, aunque seguía delgada por el hambre. Kael sacó un pan de su túnica —comprado en el mercado con las monedas del rey— y lo dejó a su lado.
La niña felina abrió los ojos lentamente. Eran de un ámbar profundo, llenos de miedo y confusión. Al ver el pan, lo agarró con manos temblorosas y lo devoró en segundos, lágrimas rodando por sus mejillas. No dijo nada, solo comió en silencio, su cuerpo temblando.
Kael la observó, sentado en el suelo del callejón.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó, su voz suave pero firme.
La niña lo miró, sus orejas felinas temblando. Hizo un gesto con las manos, señalando que no podía hablar, o que no quería. Kael asintió, entendiendo su timidez, y no insistió.
—No te forzaré —dijo, levantándose. —Ven conmigo.
Tres meses después – Barrios Bajos de Elarion
Los meses pasaron en un suspiro. Kael había encontrado un pequeño refugio en los barrios bajos, una casa en ruinas que había reparado con monedas del rey. La niña felina, a la que aún no conocía por su nombre, vivía con él. Al principio, apenas se movía, comiendo lo que Kael le ofrecía y observándolo desde las sombras. Pero con el tiempo, comenzó a abrirse.
Una noche, bajo la luz de una luna llena que iluminaba Elarion, la niña felina se sentó junto a Kael en el tejado de la casa. Su cabello negro azabache con mechones plateados brillaba, y su piel, ahora más saludable, reflejaba la luz lunar. Hablaba más, aunque en susurros, contándole a Kael sobre los mercados, las estrellas, o las historias que había oído de los semihumanos.
Kael, con su túnica negra y su cabello silverado, la escuchaba en silencio, su rostro sereno. Finalmente, se inclinó hacia ella.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó, su voz tranquila pero curiosa.
La niña lo miró, sus ojos ámbar brillando con lágrimas. Por primera vez, habló con claridad.
—Sylia —dijo, su voz suave como un susurro del viento. —Me llamo Sylia. Gracias, Kael... por salvarme, por cuidarme, por darme un hogar. Nunca había tenido a nadie que... —Se detuvo, las lágrimas cayendo libremente.
Se lanzó hacia él, abrazándolo con fuerza. Kael, sorprendido pero calmado, correspondió el abrazo, su mano apoyada suavemente en su espalda.
—No tienes que agradecerme —dijo. —¿Cuántos años tienes, Sylia?
Ella se apartó, secándose las lágrimas.
—Doce —respondió, sus orejas felinas moviéndose ligeramente. —En mi clan, eso es joven, pero... he pasado por mucho. Mi familia fue destruida por los nobles, y terminé en ese mercado. Pero tú... tú me diste una razón para seguir.
Kael la miró, sus ojos azul grisáceo brillando con una profundidad que Sylia no podía comprender.
—Lysara es un lugar cruel —dijo. —Pero tú eres fuerte, Sylia. Más de lo que crees.
Ella sonrió, una sonrisa tímida pero genuina. Por primera vez en meses, se sintió segura. Pero en su mente, una pregunta persistía: ¿quién era realmente Kael? Sus acciones, su calma, su presencia... nada en él encajaba con un simple humano.
Mientras tanto, en las sombras de Elarion, una figura encapuchada observaba. Sus ojos dorados, brillando con un fulgor sobrenatural, se fijaron en Kael y Sylia.
—El Soberano Oscuro... el que venció a Valthor hace 6,000 años... —susurró. —¿Por qué un ser como él protege a una simple felina?
Kael, como si sintiera la mirada, alzó la vista al cielo. Por un instante, una grieta invisible pareció abrirse en la noche, como si la realidad misma reconociera su supremacía. Luego, volvió a mirar a Sylia, su expresión serena, como si nada en Lysara —ni en ninguna existencia— pudiera perturbarlo.