—¿Oliver…? —preguntó Max, aterrado.
—¿¡Quién está delante mío!? —frunció el ceño, notando por fin lo que pasaba.
La criatura dio un paso hacia él, sus ojos brillando como carbones encendidos.
—¿Que no me reconoces? —preguntó con voz juguetona—. Soy yo… tu hermano Oliver.
Sonrió de lado, con una expresión que no pertenecía a Oliver.
—Qué dolor le traes a mi corazoncito… ¿En serio no reconoces a tu propio hermano?
Max retrocedió, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
—¡Mi cerebro y mi corazón niegan lo que ven! —gritó, extendiendo un brazo a un lado con un gesto de repudio—. Ya dime quién eres…
El ser soltó una risa baja, mientras algo en su voz resonaba como un eco antiguo.
<< "En la antigüedad, cuando el dios Gouron creó a los Senkaynes a su semejanza, tuvo cinco esposas y cinco hijos. Uno de ellos fue Garuda: la viva imagen de su padre, pero con una ideología distinta. Defendía que los Senkaynes debían abrazar el instinto y vivir sin correa. El semidiós se volvió temido, haciendo lo que quería… hasta que su padre lo castigó, despojándolo de su cuerpo divino. Desde entonces, su conciencia vaga, prometiendo regresar en la mente de cualquiera que reprima su naturaleza salvaje." >>
—Garuda… —susurró Max, comprendiendo demasiado tarde lo que tenía delante.
No tuvo tiempo de respirar. El puño de la criatura se hundió en su abdomen como una lanza ardiente. El aire se le escapó de golpe, y todo su cuerpo se arqueó por el dolor. En el rabillo del ojo alcanzó a ver el hombro de Garuda y, un instante después, sintió la sangre caliente brotarle de la boca en pequeñas gotas que mancharon el suelo.
—¡Juguemos un rato, hermanito! —rugió Garuda con un brillo salvaje en la mirada. Sin darle oportunidad de reaccionar, lo agarró por el cuello y lo lanzó contra un árbol con una fuerza que hizo crujir la madera al instante.
Max reaccionó por instinto, lanzando un puñetazo directo al rostro.
Garuda lo detuvo sin esfuerzo, atrapando la muñeca y estampándola contra la corteza con un crujido seco. El joven sintió la madera astillarse detrás de él. Antes de que pudiera soltar un grito, las uñas del monstruo se hundieron en su cuello, desgarrando la carne milímetro a milímetro.
—No seas estúpido… —susurró Garuda, su voz más cercana a un ronroneo que a una amenaza—. Debiste ponerte de rodillas en el momento en que me reconociste…
Max apretó los dientes, intentando apartarlo, pero cada movimiento solo hacía que las garras se hundieran más. Un hilo de sangre bajó por su clavícula, tibio y lento.
—Podría arrancarte la garganta aquí mismo —continuó Garuda, ladeando la cabeza como si estuviera examinando un trofeo—. Pero resulta que acabo de renacer… y me siento generoso.
Una sonrisa torcida apareció en su rostro, mostrando colmillos.
—Te daré la ventaja en este juego…
Garuda lo lanzó a un lado como si fuera un muñeco.
Max rodó sobre el suelo y cayó en seco, jadeando. Se llevó una mano al cuello, tosiendo entre arcadas de impotencia mientras sentía el ardor de las heridas abiertas.
El semidiós solo sonrió de nuevo, esa sonrisa torcida que parecía disfrutar del dolor ajeno.
—Un ataque… —murmuró, levantando el dedo índice como si dictara una orden divina—.
—Realiza un ataque. El más fuerte que tengas… me da igual.
Dio un paso hacia él, con la mirada fija en sus ojos.
—Asegúrate de matarme al instante… o te mataré yo a ti.
Max apretó los dientes, incorporándose poco a poco, todavía sujetándose el cuello. La respiración se volvió pesada, y un brillo carmesí comenzó a encenderse en sus pupilas.
«La furia Kyodaina…» pensó Garuda, relamiéndose como un depredador ante su presa—. «Me lo está poniendo interesante».
Max dio un salto atrás, clavando los pies en el suelo y ganando unos quince metros de distancia.
Alzó los brazos y apuntó hacia Garuda. Una esfera de energía celeste comenzó a formarse en sus manos, vibrando con un zumbido agudo que hacía temblar el aire.
—Detonación… —susurró, y la lanzó.
La esfera avanzó despacio, casi flotando, hasta el dios. Garuda, con una mueca de decepción, alzó la mano para recibirla. Cuando sus dedos la tocaron, la energía se detuvo en seco, como si hubiese atrapado un balón de soccer.
Sus ojos se abrieron, sorprendido. La esfera no era solo energía… era dura, sólida como el metal, y ardía bajo su palma.
—…Detonante —remató Max, liberando otra esfera, esta vez amarilla, que surcó el aire a una velocidad diez veces mayor.
El impacto fue instantáneo. Las dos esferas colisionaron y una explosión brutal estalló en medio de ambos, devorando el espacio con una onda expansiva que arrasó el suelo y envolvió a Garuda antes de que pudiera apartarse.
La cortina de humo cegó por completo a Max. Retrocedió, intentando ganar más distancia de donde había quedado Garuda. Dio tres pasos… y su espalda chocó con algo sólido.
Un escalofrío le recorrió la nuca.
—¿Adónde vas, cariño? —susurró una voz siniestra junto a su oído.
Max giró apenas la cabeza… y vio que Garuda estaba justo detrás de él, espalda contra espalda. El terror le congeló los músculos.
En un parpadeo, las garras del semidiós se cerraron en torno a su cuello y lo levantaron como si no pesara nada. Sin darle oportunidad de respirar, lo arrojó contra un árbol. El golpe seco contra la corteza lo dejó sin aire, pero antes de que pudiera caer, un pie lo impactó con tal fuerza que lo atravesó junto con el tronco.
Astillas y polvo salieron disparados en todas direcciones, y Max quedó colgando un instante, atrapado entre los restos partidos del árbol.
Max levantó la mirada del suelo. Justo frente a sus narices, flotaba una esfera celeste, estática y perfecta.
—Imposible… —susurró, con la voz temblando.
—Detonación… —continuó, tratando de alejarse, pero sus pasos eran lentos, medidos, incapaces de romper el campo que la esfera imponía.
Garuda lo observaba con calma, ladeando la cabeza.
—Este mocoso tiene una percepción del entorno… un tanto extraña —dijo, refiriéndose a Oliver—. Lo que ven sus ojos se almacena directamente en memoria fotográfica y muscular.
Río con un sonido macabro que hizo que Max retrocediera un poco más.
—¡Ja, ja, ja! ¡Ponte orgulloso, hermanito! —exclamó—. Tu hermano es un prodigio escondido entre lodo.
Con un rápido movimiento, agarró a Max del cabello, obligándolo a mirar sus ojos.
—Me bastó con ver una sola vez su técnica para entender su funcionamiento… —susurró—. Aunque tu hermano todavía es un inepto con la manipulación del ki. Qué desperdicio de potencial…
—Una técnica como esa —murmuró Garuda, ladeando la cabeza—, pudo hacerme polvo en un instante.
—Juzgando por la potencia de la explosión… la usaste a un veinte por ciento de su capacidad.
—Aun así, te arriesgaste y la usaste… conteniéndote, claro —se rió, con un tono burlón y juguetón—.
Max tragó saliva, sintiendo cómo la amenaza se volvía más real a cada palabra.
—No querías lastimar a tu hermanito… qué tierno —continuó Garuda, con la sonrisa torcida dibujada en su rostro—.
—Para tu fortuna… yo me siento curioso del verdadero potencial de la técnica.
—Y no me contendré. Esta vez la usaré al cien por ciento…
Max sintió un escalofrío recorrerle la columna. Cada músculo se le tensó, consciente de que lo que venía no sería un simple choque de esferas, sino algo que podía terminarlo al instante.
Garuda levantó la mano, apuntando a la esfera de Detonación.
El brazo tembló, titubeando como si se negara a obedecer.
—Eh…? —balbuceó, confundido, mirando su propia mano.
—¿El mocoso se resiste…? —se preguntó Garuda en voz baja, mientras Max sentía un brillo de esperanza encenderse en sus ojos.
—¡OLIVER! ¡REACCIONA! —gritó, aferrándose a ese hilo de fe.
—Nah —río Garuda, ladeando la cabeza—. Su conciencia está apagada… Ja, ja… este cuerpo es aún más asombroso… incluso reconoce a sus aliados.
El corazón de Max se hundió.
—No… no puede ser…
—Pobre de ti… o qué suerte… no sé, tómalo como quieras —dijo Garuda con una sonrisa torcida—. Este cuerpo no quiere matarte…
Y sin previo aviso, estampó su pie en la cara de Max. Un golpe seco, brutal, que lo dejó inconsciente antes de que pudiera reaccionar.
Viendo al joven inconsciente, Garuda recordó haber visto a Baldur alejarse para recuperar a su nieta.
Una sonrisa malévola se dibujó en su rostro antes de desvanecerse en un parpadeo.
…
Entrando a la ciudad…
—¡Más rápido! —rugió Do'cientos al conductor, clavando los ojos en el espejo retrovisor. Baldur se acercaba volando, una sombra imparable, como un cometa en llamas.
—¡Señor! ¡El auto no da más!
—¡Maldita sea! —maldijo, sacando el teléfono con manos temblorosas.
—Llamaré a Nordor y Noeredor…
Su corazón se agitaba como un tambor. El único vínculo con su familia… estaba por esfumarse como arena entre los dedos.
Baldur ya estaba sobre ellos. En el parabrisas trasero alcanzó a ver el rostro aterrado de Hanabi.
—¡Hanabi! —bramó el anciano, cargando el puño para atravesar el cristal.
—¡¿Qué tal, anciano!? —interrumpió una voz burlona.
Garuda apareció de golpe, atrapando el puño en pleno aire. Con un simple giro de muñeca, estampó a Baldur contra el suelo.
El choque levantó una nube de tierra y rocas que cubrió todo el camino.
Cuando el polvo se disipó, Baldur emergió, protegido por una barrera de ki que amortiguó la caída.
Garuda lo miró con una ceja arqueada y silbó, divertido.
—Vaya, vaya… no esperaba menos de un "Pilar". Casi me engañas, viejo.
—¿Y quién eres tú?… —gruñó Baldur, la voz cargada de molestia.
El tono, profundo y vibrante, erizó la piel de Garuda, que sonrió con deleite.
Cuando al fin pudo ver con claridad el rostro del semidiós, el viejo se congeló.
—O… Oliver…
Garuda inclinó la cabeza, torciendo la sonrisa. Y, con la misma voz del niño, preguntó:
—¿Qué sucede, maestro?
El corazón de Baldur se desplomó. Era la voz de su discípulo, pero cargada de un veneno imposible de ignorar.
—¡Ja, ja, ja! —la risa de Garuda retumbó como un trueno—. Ahora caigo en la cuenta… Te acaban de arrebatar a tu nieta, y encima descubres que tu preciado discípulo ya no existe.
Se acercó un paso más, saboreando la expresión de terror del viejo.
—Debes de sentirte… miserable.
La mirada de Baldur osciló entre el auto que se alejaba y los ojos de Garuda. Eran los de Oliver, sí… pero envenenados, corrompidos por una oscuridad imposible de aceptar.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó con la voz áspera, conteniendo la furia.
—¿Yo?… —Garuda alzó la vista al firmamento, como si la respuesta estuviera escrita en las estrellas—. Hoy solo me voy a divertir…
Bajó la mirada, clavándola en los ojos desesperados del viejo.
—Diviérteme, anciano… antes de que pierdas de vista a tu nieta.
El corazón de Baldur se estremeció.
«El que está frente a mí… es Oliver.»
Sus puños temblaron, atrapados entre el deber y la sangre.
«Golpearlo es una vergüenza para mí…»
Miró de reojo el auto alejándose cada vez más.
«Pero mi nieta está en peligro… y eso aún tiene solución. Después… después encontraré la forma de salvar a Oliver.»
El viento soplaba con suavidad, un silbido veraniego que nada tenía que ver con la guerra que estaba por estallar. La luna brillaba con fuerza, testigo impasible.
El puño de Baldur rompió la brisa, golpeando seco contra el pecho de Garuda.
—¡Ja, ja, ja! —río a carcajadas mientras retrocedía por el impacto, como si el dolor fuera un regalo.
Los siguientes dos golpes fueron desviados con facilidad, su cuerpo fluyendo como si ya hubiera vivido esa pelea en otra vida.
—En las memorias de este mocoso… —murmuró Garuda con deleite, deteniendo otro golpe—. Estás pintado como alguien asombroso.
Su sonrisa torcida brilló bajo la luna.
—¡Muéstrame por qué te pinta de esa forma!
Un puñetazo descendió con furia, pero Baldur alzó el antebrazo, bloqueándolo con firmeza. El eco del choque vibró en el aire, y por un instante, los dos se miraron como maestro y discípulo… y como enemigos irreconciliables.
― ¡¿Qué es lo que quieres con mi discípulo?! ―rugió Baldur, lanzando una patada que chocó con la rodilla de Garuda.
― ¡Tu discípulo me importa una mierda! ―escupió el dios, devolviendo el golpe con un directo a la mandíbula. El impacto sacudió el aire; Baldur salió disparado, estrellándose de cara contra la acera, que se resquebrajó bajo su peso.
Con calma, Garuda avanzó un paso, su sombra cubriendo al anciano.
―Es la casualidad de una en catorce millones… ―dijo con voz envenenada, como quien revela un secreto divino―. ¿"Por qué tu discípulo?", te preguntas… Porque es un híbrido perfecto. Reprime su lado salvaje de manera natural. Su sangre Terrana le da una mente humana lo bastante fuerte para comportarse como un ser "civilizado" … sofocando lo primitivo, lo mundano.
Baldur se incorporó lentamente, con la respiración entrecortada. Un hilo de sangre resbalaba por su frente. Su sombrero de bambú yacía en el suelo, roto, como un recuerdo caído de otra vida.
Una patada brutal lo lanzó contra un muro; la piedra se quebró con el impacto de su espalda. Baldur soltó un jadeo ahogado, mientras el eco del golpe aún vibraba en la noche.
Garuda avanzó despacio. Su voz, suave, casi confidencial, contrastaba con la violencia de sus actos. Se agachó en cuclillas frente al anciano, hasta mirarlo casi a los ojos.
―Mi misión aquí… es demostrar que la gente puede arrancar lo que oculta en lo más profundo… ―susurró.
Inclinó la cabeza, como estudiándolo.
―Parecías más firme, anciano… tu apariencia relajada no es más que un disfraz de tristeza… patética y profunda.
Hizo una pausa, dejando que el silencio se colara como un cuchillo.
―Verte así… me hace sospechar que lloras en secreto, para que nadie note lo destrozado que estás.
Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios.
―Me das lástima.
―A mí no me engañas… ―escupió Garuda, con una sonrisa torcida―. Quisiste apartarme porque, en el fondo, te importa más esa niña que conoces hace unas semanas… que el niño al que educaste durante diez años.
Se irguió con una postura recta, victoriosa, mientras Baldur permanecía tendido, la mirada clavada en el suelo. Ya no quedaba rastro del automóvil… solo el silencio de la noche.
―Me decepcionas, maestro… ―añadió Garuda, imitando con precisión la voz de Oliver.
El cuerpo de Baldur se estremeció. La furia que todos esperaban nunca llegó. En su lugar, un llanto áspero, doloroso, brotó de su garganta. No era un llanto de debilidad, sino el lamento de alguien que había perdido mucho más que una pelea.
Garuda torció la boca en una mueca de desprecio y, sin más, se desvaneció en el aire, como si la escena ya no mereciera su presencia.
El anciano quedó solo.
Solo con su miseria.