El campo de batalla no era un infierno, era un mausoleo. Cuerpos rotos y desmembrados yacían esparcidos, ofrendas silenciosas a la barbarie. La sangre, aún tibia, se había mezclado con la tierra, transformándola en un fango espeso y pegajoso que cubría cada centímetro. El aire estaba saturado de un hedor metálico y dulzón, una sinfonía de muerte que impregnaba la garganta y los pulmones.
Ishikawa Aiko se mantenía en pie, su figura una sombra temblorosa en medio de la masacre. Jadeaba, su aliento era una niebla blanca y agitada en el frío. Su rostro, antes tan sereno, estaba ahora distorsionado por una mezcla de rabia y extenuación.
Las profundas incisiones que cubrían sus brazos y hombros pulsaban con un dolor sordo, cada gota de sangre que resbalaba por su piel era un recordatorio de la delgada línea que separaba la vida de la muerte.
La sangre resbalaba por su brazo, se acumulaba en la punta de sus dedos, y luego caía en un lento goteo que pintaba la tierra con un rojo oscuro y denso. Debería estar colapsando, su cuerpo implorando el descanso, pero algo dentro de ella, una fuerza cruda y salvaje, la mantenía erguida. Era una furia ardiente, un monstruo que devoraba su humanidad con cada latido de su corazón.
Sus ojos, que una vez fueron de un cálido marrón, ahora brillaban con un fulgor carmesí bajo la luz tenue de la luna, y esa mirada le hizo helar la sangre a sus enemigos.
Daichi, su mentor, se reincorporó con dificultad, la gruesa lanza de roble temblaba en sus manos encallecidas, un reflejo de su propia incertidumbre. Él la había entrenado, la había visto crecer de una niña frágil a una guerrera competente, pero lo que estaba viendo ahora no tenía nada de humano.
Haru, el arquero, se mantenía a una distancia prudente, una flecha ya encajada en el arco, pero sus manos no dejaban de temblar. Kenta, el guerrero de las guadañas, se sostuvo la garganta con una mano, su risa ronca e inestable rompía el silencio.
—No eres tú, Aiko —masculló Kenta, la voz llena de una mezcla de horror y fascinación— La Aiko que conocemos ya no está. Esa mirada... Lo que está dentro de ti es un monstruo.
La palabra 'monstruo' resonó en la mente de Aiko, no como una acusación, sino como una verdad largamente esperada. Sus dedos se crisparon, y sus uñas se hundieron en la carne de sus palmas. 'Un monstruo'. Le gustó el sonido. La palabra resonaba en ella, le recordaba a la fuerza que había destruido a sus enemigos.
Sin pensarlo, Daichi, consumido por el terror, atacó. Su lanza descendió con la velocidad de un rayo, buscando un punto vital. Pero Aiko ya no era la Aiko que conocían. Con un movimiento que desafió toda lógica, atrapó el asta del arma con su mano desnuda.
Sus músculos se tensaron, su sangre burbujeó con un calor abrasador, y con un tirón seco, la gruesa lanza de roble se partió en dos como una rama seca. La incredulidad se pintó en el rostro de Daichi.
—¿Cómo...? —jadeó, incapaz de articular más.
No tuvo tiempo de reaccionar. Aiko se movió con una velocidad antinatural. Un rodillazo brutal se hundió en el estómago de Daichi. El aire escapó de sus pulmones con un siseo, y cayó al suelo, convulsionando, la espuma rojiza escurriéndose de su boca abierta.
El grito de Haru atravesó la noche:
—¡Aiko, detente! ¡Somos tus amigos!
Pero era tarde. El monstruo había tomado el control. Kenta y Haru atacaron al unísono. Las guadañas de Kenta danzaron en el aire, buscando desgarrar la carne de Aiko, mientras las flechas de Haru se convertían en una lluvia mortal. Pero Aiko no corrió. Se deslizó. Su silueta se desdibujó entre los destellos de acero.
Esquivó la primera guadaña con un giro rápido, la segunda se deslizó por su costado, rasgándola superficialmente. Un paso más, y una de las flechas se partió en el aire, partida por un movimiento de su mano.
La sangre brotó de su costado, pero Aiko no se detuvo. En su mente, una voz gutural, casi ininteligible, susurró.
—Más... Quiero más...
Se arrancó el arma del cuerpo con un tirón violento, desgarrando carne y músculo. El dolor no existía, solo el hambre. La sed de sangre era una droga que la hacía sentir más viva que nunca. Los ojos de Haru se llenaron de un terror absoluto. Kenta retrocedió un paso, sus guadañas temblando en sus manos.
De repente, un grito desgarrador perforó la noche. Aiko cayó de rodillas, su cuerpo convulsionando. Un dolor indescriptible la atravesó, como si miles de cuchillas hirvientes la estuvieran destruyendo desde el interior. Sus huesos crujieron, su piel ardió. Un sollozo ronco escapó de sus labios.
—¡AGH! ¡Basta! —rugió, llevándose las manos a la cabeza— ¡Sal de mi cabeza!
Sus uñas se clavaron en su propio cuero cabelludo, abriendo heridas. Sus ojos giraron en blanco. El mismo poder que la había impulsado, ahora la estaba devorando viva. El grito se ahogó en un gemido quebrado, y su cuerpo se desplomó. Oscuridad.
El aire se volvió pesado, opresivo. Daichi, Haru y Kenta se congelaron. No había sonido, ni siquiera el de la respiración. Una presencia los estaba mirando, y su poder era insoportable. Era un aura de pura dominación que los aplastaba, una fuerza que no habían sentido nunca antes. Una sombra imponente cayó sobre el cuerpo inerte de Aiko.
Unas manos demasiado firmes, demasiado frías, la levantaron del suelo. Aiko abrió los ojos. Vio una silueta alta y esbelta frente a ellos, cuya presencia bastó para apagar cualquier atisbo de rebelión en los corazones de los tres guerreros.
Sus ojos... no eran humanos.
—Has mejorado, Aiko —dijo una voz sin emoción, con la frialdad de un veredicto— Pero tu cuerpo es débil.
La voz era como el sonido del hielo al romperse. No le pertenecía a nadie. Era el sonido del universo. Y con esas palabras, el mundo de Aiko se volvió negro una vez más, llevándose consigo las esperanzas y los miedos de los que la observaban.