El viento silbaba entre los escombros mientras Aiko se tambaleaba, su cuerpo cubierto de heridas y su respiración entrecortada. El dolor era un fuego ardiente en sus venas, pero su determinación era una llama mucho más fiera. Los cortes en sus brazos y costados, la flecha en su hombro izquierdo y el terrible dolor en el muslo, todo se sumaba a la pesadez de sus movimientos. La sangre escurría por su rostro, cegando parcialmente su visión. Apenas podía mantenerse en pie, pero se negaba a caer.
Frente a ella, Daichi, Kenta y Haru la rodeaban como depredadores acechando a su presa. Había sangre en sus armas, su sangre. Y, sin embargo, Aiko sonrió. Era una sonrisa torcida, desafiante, que hizo que Kenta frunciera el ceño con molestia. No entendía cómo la basura en la que se había convertido su antigua amiga podía seguir de pie.
—Sigues sonriendo —escupió Kenta, apretando los puños alrededor del mango de sus guadañas—. ¡Eres una maldita cucaracha! No importa cuántas veces te pise, te sigues levantando.
Sin previo aviso, Kenta saltó hacia ella con ambas guadañas descendiendo en un arco letal. Aiko apenas tuvo tiempo de reaccionar. Rodó hacia un lado, sintiendo el filo de una de las hojas rozar su brazo derecho, desgarrando la piel.
El ardor era insoportable, pero no tenía tiempo de pensar en eso. Usó el impulso de su caída para tomar una roca del suelo y lanzársela a Kenta. No fue un golpe fuerte, pero bastó para hacerlo perder el equilibrio por un segundo.
Un segundo era todo lo que necesitaba.
Aiko se impulsó con la fuerza que le quedaba y conectó un codazo directo a la mandíbula de Kenta. Un crujido seco resonó en el aire cuando su cabeza se echó hacia atrás por el impacto. Kenta gruñó de dolor, la furia en sus ojos era casi demoníaca.
—¡Maldita sea, Aiko! —rugió, limpiándose la sangre de la boca con el dorso de la mano.
Pero antes de que pudiera devolver el golpe, una flecha silbó en el aire y Aiko apenas pudo girar su torso a tiempo. La punta se clavó en su costado izquierdo. El dolor fue tan agudo que casi cayó de rodillas. La respiración se le entrecortó. Haru sonrió con satisfacción.
—Tienes agallas, pero eso no es suficiente —dijo el arquero, preparando otra flecha—. Estás al borde de la muerte. Solo te falta un empujón para que caigas por completo.
Daichi no perdió tiempo. Su lanza brilló con un resplandor siniestro cuando la elevó sobre su cabeza, dispuesto a dar el golpe final. Su mirada era fría, calculadora. No tenía piedad en sus ojos. Aiko cerró los ojos, preparándose para el impacto final. El final de su vida.
(Pero entonces, el aire cambió.)
Aiko sintió un calor recorrer su cuerpo. No era solo adrenalina. Era algo más. Algo antiguo. Algo peligroso. Una fuerza que resonaba en su pecho, como si estuviera respondiendo a su desesperación, a su furia. Un poder que siempre había estado en ella, pero que nunca había sido liberado. Una Singularidad Anacrónica. La misma que tenía su maestro. Los ojos de Aiko brillaron con un fulgor escarlata.
Antes de que la lanza descendiera, Aiko movió su cuerpo con una rapidez que ni ella misma esperaba. Se giró en un ángulo imposible y, con una fuerza brutal, atrapó la lanza con su mano derecha. La piel de su palma se rasgó, la sangre corrió por su brazo, pero ella no soltó el arma. La lanza de Daichi, un arma legendaria, tembló en sus manos.
—¡No puede ser! —exclamó Daichi, tratando de liberarse, pero Aiko apretó los dientes y jaló la lanza con un tirón feroz.
El cuerpo de Daichi se inclinó hacia ella y, antes de que pudiera reaccionar, Aiko giró sobre su eje y clavó su rodilla en su estómago. Un gruñido ahogado escapó de los labios de Daichi mientras su cuerpo era lanzado hacia atrás. No pudo evitar caer de espaldas, rodando por el suelo.
Haru soltó una maldición y disparó otra flecha, pero Aiko la desvió con un manotazo. Sus movimientos eran más rápidos, más precisos. Era como si algo dentro de ella hubiera despertado. Algo que no podía ser detenido.
Kenta, con la rabia nublando su juicio, se lanzó hacia ella con un grito de batalla, sus guadañas trazando arcos letales en el aire. Pero Aiko ya no era la misma que minutos atrás había estado al borde de la derrota. Se agachó en el último segundo, evitando ambas hojas. Luego, con un giro veloz, conectó un puñetazo directo a la garganta de Kenta. El impacto lo hizo retroceder, tosiendo y llevándose las manos al cuello.
—¡Qué demonios está pasando! —gritó Haru, sus ojos abiertos por la sorpresa.
Aiko sintió el ardor en su cuerpo intensificarse. Sus heridas seguían allí, pero el dolor había desaparecido. Su sangre hervía con una energía que nunca antes había sentido. ¡No, no era normal! ¡Esto era algo más! Su cuerpo se movía por instinto, su mente era un lienzo en blanco.
—Me subestimaron —susurró, su voz más grave, más afilada.
Daichi, Kenta y Haru intercambiaron miradas. Por primera vez, una sombra de duda se instaló en sus ojos. Algo había cambiado en Aiko, y no estaban seguros de que esta vez pudieran vencerla. La cacería había cambiado de cazadores a presas.
Aiko dio un paso al frente, con el viento agitando su cabello ensangrentado. Su mirada ardía con un brillo feroz mientras sus enemigos retrocedían, sintiendo por primera vez el sabor del miedo.
—Mi turno —susurró.
Y con eso, se lanzó a la carga.
Aiko se abalanzó sobre Haru, el arquero, con una velocidad que superó su habilidad para reaccionar. Su mano se cerró alrededor del arco del Vacío Carmesí, y con un brutal giro, lo partió por la mitad. Haru jadeó, la sorpresa y el pánico en sus ojos.
—Mi arco… —murmuró.
—Un arma no te hace un guerrero —dijo Aiko, su voz resonando con una autoridad que no le pertenecía. Con un movimiento rápido, le dio una patada en el estómago a Haru, haciéndolo retroceder varios pasos. Aiko no se detuvo. Su puño impactó en el rostro de Haru, un golpe seco que lo hizo caer al suelo. Y no se detuvo. Le dio un segundo, un tercero, un cuarto golpe, el sonido de los huesos rompiéndose resonando en la habitación.
—¡Detente! —rugió Kenta, lanzándose contra Aiko. Sus guadañas brillaron en la oscuridad.
Aiko se dio la vuelta y se defendió con su Espada del Heraldo Negro, sus movimientos eran más rápidos y más precisos que los de Kenta. El sonido de los metales chocando resonó en el aire, una sinfonía de muerte que solo ellos podían apreciar. Kenta, el más rápido y brutal de los tres, no podía seguir el ritmo de Aiko. La Heraldo Bastarda, el poder crudo y fundamental que Ryuusei tenía, pero en una forma más letal.
—¿Qué diablos es esto? —jadeó Kenta, su rostro lleno de terror.
—Es el poder que me subestimaron —respondió Aiko. Con un movimiento rápido, Aiko le cortó la guadaña, una de las dos. Kenta se quedó en shock, su arma, su mejor arma, había sido destruida.
—¡No! —rugió Kenta. —¡No puede ser!