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Chapter 30 - La niña del invierno: capitulo 7

El invierno ha regresado a mi corazón, sin importarle mis sentimientos. Ese frío que tantas veces intenté enterrar vuelve a despertar en mi piel y, poco a poco, se apodera de mis memorias. No es solo un mal recuerdo que intento olvidar… es más como un vacío que intente llenar.

Creí en la vida para seguir adelante. Creí que, si me aferraba a la esperanza con todas mis fuerzas, algún día sería digna de permanecer a su lado. Mis cicatrices podían desvanecerse, siempre que él estuviera allí para consolarme. Pero ahora… el sueño me resulta casi imposible de conciliar.

Desde la ceremonia de los fundadores, el eco de su voz se ha vuelto más intensa. Cada vez que cierro mis ojos, su voz pronuncia mi nombre con desesperación, como si aún me buscara en mis sueños.

No pude salvarlo en aquella noche. Y, tal vez por eso, en mis sueños lo intento una y otra vez. En ese momento siento que debo alcanzarlo y pedir su perdón. En el proceso extiendo mis manos con la esperanza de rescatarlo, de arrancarlo de aquella condena que lo apartó de mí.

Pero su imagen se aleja más y más, como si la distancia se burlara de mi esfuerzo. Al desvanecerse, la oscuridad crece, me envuelve y me hace despertar con la tristeza anclada en el pecho, recordándome que, aunque lo busque en mis sueños, jamás lograre alcanzarlo.

Cuando escapé de prisión, la capital era puro caos. No existen palabras suficientes para describirlo; lo que vi rebasa cualquier intento de narración. Solo sé una cosa con certeza: Liliana se alzó con la corona, con el trono que jamás le perteneció. Ese trono tenía un único dueño: mi señor, Ethan Winter, a quien juré mi vida y mi eterna lealtad.

Muy pronto tendré que presentarme ante el duque de los Lobos y pedirle que nos ceda el paso, a mí y a mis desertores, para llegar al norte. Desearía no acudir por segunda vez a él, pero no tengo alternativas. Necesitamos un lugar seguro, y ese lugar es el norte, donde podremos asentarnos para continuar con la rebelión contra la corona.

El destino me puso al mando de esta rebelión. Estefan lo dijo muy bien: aún queda algo por lo que luchar. Y en eso no se equivocó.

—Ester, descansa un poco momento más. Muy pronto llegaremos al territorio del duque. Cuando lleguemos, te despertaré.

La voz de Estefan quebró mi silencio. Su sonrisa quiso darme tranquilidad, pero en ella descubrí el eco de un dolor que no necesitaba palabras. Siempre fue tan obstinado en su lealtad como yo en la mía. Sirvió a la princesa Aurora con todo su ser, hasta que el tiempo lo arrancó de su lado. En su lecho de muerte, le juró proteger, en secreto, a su pequeño hermano.

Ese juramento, ahora, se desgarraba frente a sus ojos. Yo perdía al rey al que había prometido seguir hasta el final, y él con el pasar de los días se volvió cada vez más un fantasma, atado a este mundo solo por aquella promesa sin cumplir.

Quizá por eso Estefan buscaba humo en sus pulmones.

El humo desaparecía, igual que ella.

La tomaba, la sentía, la retenía… y, al final, se desvanecía, dejando un vacío que ninguna memoria podía llenar. En cada desvanecerse, suspiraba y la recordaba con una añoranza que nublaba sus ojos.

Cierro los ojos una vez más, permitiendo que mis memorias me arrastren de nuevo hasta aquel recuerdo del pasado. Me veo siendo humillada y maltratada emocionalmente… hasta que él se interpuso. Mi príncipe… con la inocencia de un niño, pero con la valentía de un rey, se interpuso entre ellas y yo.

Quiso salvarme. Y lo hizo. Pero su cuerpo frágil no resistió el intercambio de palabras. Lo vi desplomarse… y su caída aún me persigue, como una cadena que arrastro hasta el presente.

Tan solo faltaba una semana para que el príncipe cumpliera ocho años.

El día en que, como dictaba la tradición, debía ser presentado ante el reino.

La reina, sin embargo, había sido clara desde el principio. No quería que su hijo conociera aún esas tierras. No en ese estado. No cuando el hambre todavía se aferraba a los más humildes como una sombra interminable.

Yo misma había sentido el hambre mordiéndome el estómago, y la desesperación arañándome el pecho. Aunque la guerra nunca estalló en la capital, sus efectos se sentían en cada callejón. Los nobles, con sus arcas repletas, sobrevivían al costo de lo que no tenían: mientras unos celebraban banquetes, otros buscaban entre sus basuras algo que llevarse a la boca.

Durante esos tres años, la reina y los dos duques volcaron todas sus fuerzas en defender el norte. En esa ausencia, los nobles corruptos encontraron el terreno perfecto para crecer como ratas en la oscuridad. Transformaron el sufrimiento en negocio, la escasez en oro. La reina lo entendió demasiado tarde: no fue la guerra la que desangró a su pueblo, sino aquellos que juraron protegerlo.

Cuando lo supo, ya no estaba sola. Sus hijas también lo vieron, y juntas tomaron la decisión. Hubo una purga silenciosa; sus nombres y linajes fueron arrancados de la historia, mientras las fortunas corrompidas se destinaron a reconstruir el reino, devolviendo algo de dignidad a quienes habían sufrido más.

Con el tiempo, las cosas comenzaron a cambiar.

Para 1913, el reino respiraba distinto: ya no eran jadeos de enfermos que esperan la muerte, sino el lento alivio de alguien que comienza a sanar. La reina y sus hijas trabajaron por devolverle dignidad al pueblo, y aunque los primeros años —1910 sobre todo— parecieron un mal sueño, al fin había amanecido una nueva esperanza.

La guerra había terminado, pero su herencia fue amarga para nuestra generación. Porque ese renacer que hoy respiramos nació sobre la sangre de miles de inocentes… incluida la de mi madre.

Ya llevaba casi un año desde que llegué a palacio. Desde ese día comencé a olvidar mi pasado, y olvidé lo que era sentir hambre o frío.

Mi señor cuidó de mí como nadie lo había hecho antes. Pero ahora, al verlo postrado en una cama, con el rostro pálido y la respiración débil, el corazón se me destrozaba.

La reina, al notar mi semblante preocupado, habló con una voz tan débil que parecía desvanecerse en el aire.

—Mi niño nació con un cuerpo frágil… y desde entonces me culpo, porque fui yo quien lo condenó. Como madre, lo único que deseaba era darle una vida tranquila, lejos del peso de la corona.

Pero me equivoqué, Ester… lo aparté del mundo y lo mantuve prisionero en palacio. Él lloraba en mi pecho, pero yo… seguía negándome a que saliera de casa. No podía mostrarle la verdad de nuestro reino. Incluso hice todo lo posible para que la guerra terminara, con la esperanza de que nunca tuviera que verla.

Pronto, Ethan cumplirá ocho años. Su hora de brillar se acerca… y una parte de mí se alegra, pero la otra tiembla, porque siento que aún no está listo.

Yo, queriendo consolarla, me apresuré a responder:

—Pero usted, mi reina, estará a su lado. Guiándolo en su camino.

Mis palabras parecieron desvanecerse en el aire. Aunque eran las correctas, al ver el rostro decaído de la reina entendí que no la reconfortaban. Había una tristeza que nublaban sus ojos. Una sombra que no venía solo del miedo por su hijo, sino de algo que ella me ocultaba.

Al día siguiente, me prohibieron visitar los aposentos del príncipe. Los caballeros que custodiaban la entrada decían que su salud había empeorado… y esas palabras se clavaron en mi pecho como una culpa que no me dejaba respirar.

Aún así, esa misma culpa era lo que me empujaba hacia adelante. Tenía que hacer algo, aunque mi cuerpo fuese débil y mi mente aún más frágil.

Me aferré a los recuerdos de mi tierra natal. Y, como si esas memorias fueran mi único refugio para encontrar la fuerza que necesitaba, tomé entre mis manos una vieja espada de madera.

Cada blandida mal hecha me desgarraba los brazos, con el tiempo, la madera parecía crecer en peso, hasta que el dolor abrió mis manos y la sangre manchó la empuñadura.

Al final, caí de rodillas. El sudor nublaba mi vista, las lágrimas ardían en mi rostro… y me sentía derrotada, como si hubiera perdido contra mí misma.

Pero incluso así, me obligué a ponerme de pie. No podía rendirme.

Fue entonces cuando lo comprendí: repetir mis errores no me haría más fuerte.

Si quería aprender de verdad, debía observar a quienes sí sabían luchar.

Con esa idea clavada en mi mente, envolví la espada bajo una manta y caminé hacia el área de entrenamiento.

El destino, sin embargo, parecía empeñado en cruzar mis pasos con los de la princesa Aurora. Su mirada, fría y altiva, me atravesó como una lanza. El miedo me hizo retroceder, el aire se enfrió en mi garganta, y mis rodillas comenzaron a temblar… pero no solté la espada. Cerré los ojos, preparada para lo peor.

—Mi princesa, no es momento de perder el tiempo. Recuerde que tiene deberes que atender —dijo una voz juvenil.

Los pasos de Aurora se alejaron y, junto con ellos, sentí que la presión en mi pecho se aliviaba. Al abrir los ojos, vi al muchacho que la acompañaba. No lo conocía, pero me sonrió.

Era una sonrisa tranquila, sencilla… un destello humano en la sombra que la princesa dejaba tras de sí. Sus labios se movieron apenas, sin voz, como un secreto destinado solo a mí: "Tú puedes."

Ese instante se quedó grabado en mí. Fue la primera vez que conocí a Estefan. Ambos estábamos por cumplir los catorce años, pero él ya irradiaba una calma imposible… demasiado luminosa para alguien que caminaba junto a una princesa tan arrogante.

Sin perder más el tiempo, sacudí mis pensamientos y seguí adelante, hasta el área de entrenamiento. Allí, el eco metálico de las espadas me recibió, como si me invitara a dar el siguiente paso.

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