Ficool

Chapter 33 - Los sueños que dejamos atrás.

El tiempo que compartí con mis amigos no fue largo, pero se quedó grabado en mí como una herida imposible de borrar, y hoy se despliega en mi memoria como un collage que tiñe mi mundo de alegría y nostalgia.

Lo poco que teníamos lo compartíamos sin pensarlo demasiado. El pan duro que nos dejaban era siempre el mismo: reseco, a veces tan escaso que no alcanzaba para todos. Tal vez la intención de nuestros captores era que nos enfrentáramos por un pedazo más grande, pero sucedió lo contrario. Recuerdo nuestras manos partiendo el pan en silencio, los ojos atentos para que nadie quedara sin nada. Y, al final, siempre terminábamos riendo, como si aquella risa pudiera disfrazar el vacío de nuestros estómagos.

Cuando caía la noche y no quedaba nada más que repartir, nos reuníamos junto a la lámpara. Hablábamos de nuestros sueños y esperanzas, buscando olvidar, aunque fuera un instante, las marcas que el hambre y el dolor habían dejado en nuestra piel. No eran solo cicatrices: también llevábamos las huellas de aquellos experimentos que nos arrancaban la fuerza poco a poco, pruebas que nos reducían a simples cuerpos bajo la mirada de quienes nos usaban como objetos. Sin embargo, en ese rincón, entre voces bajas y risas quebradas, tratábamos de convencernos de que aún seguíamos siendo humanos.

El tiempo no se detuvo para nosotros.

Lo que al inicio eran risas que desafiaban la adversidad, pronto se transformó en silencios más largos y miradas cansadas. La enfermedad y los experimentos dejaban huellas que ni siquiera nuestra amistad podía ocultar.

Con el paso de los días noté cómo esas almas valientes empezaban a apagarse.

Primero fueron sus pasos, cada vez más pesados, como si el suelo mismo los reclamara.

Luego sus sonrisas, que se quedaban a medio camino en sus labios.

Y al final, sus ojos… perdieron el brillo que nos mantenía unidos.

Quise acercarme y hablarles otra vez de nuestro sueño de libertad, del tren que imaginábamos en las noches, capaz de sacarnos de estos muros y llevarnos a un lugar donde el dolor no pudiera seguirnos. Pero me quedé inmóvil, mirándolos desde la distancia, incapaz de detener lo inevitable.

La enfermedad comenzó a marchitarnos hasta volver irreconocibles nuestros cuerpos.

El primero en partir fue él, apagado en un suspiro que no supe cómo retener.

Yo no pude seguirlo; solo dejé que mis lágrimas hablaran por mí.

El rincón que antes había sido nuestro refugio se fue quedando vacío, demasiado grande para apenas tres sombras. A veces, entre el crujir de las paredes y la tos de mis compañeros, creía ver el tren que nos sacaría de allí, una ilusión que me sostenía, aunque nunca llegara.

Y fue en uno de esos instantes cuando sentí un roce en mi mejilla. No era el frío ni la humedad de aquel lugar; era cálido. Al alzar la mirada, mis ojos se encontraron con los de ella. En su gesto no había compasión fingida, solo una firmeza silenciosa, como si se negara a rendirse.

Con el tiempo entendí que la doctora era diferente: mientras otros nos veían como piezas de un experimento, ella nos miraba como seres humanos a los que todavía se podía ayudar.

Sin embargo, mis amigos comenzaron a desaparecer, uno tras otro. Cada despedida abrió una herida distinta, imposible de cerrar; al final solo quedamos ella y yo.

Con cada amanecer, la esperanza que antes me mantenía en pie se iba consumiendo, como si la luz misma me negara su consuelo.

—No hay razón para que me quede aquí, ¿verdad? —susurré una vez—. Fuimos creados para ser desechados. 

A pesar de sus esfuerzos por salvarme, mi destino ya estaba sellado. Captó mi anhelo silencioso y, en un gesto de resignación, se apartó, dejándome solo en la estrechez de mi nueva prisión.

Mientras mi cuerpo se consumía en la cama, los recuerdos de días pasados se desplegaban en mi mente como imágenes proyectadas en una pantalla.

En la oscuridad, una voz familiar llego a mi como un eco distante, llamándome con dulzura. Rayos de luz se filtraron entre las cortinas de mi imaginación. Mis ojos se posaron en ellos y mi corazón se llenó de una alegría que no supe nombrar. Allí estaban: mis amigos, mis camaradas caídos, extendiendo las manos hacia mí.

En la oscuridad, una voz familiar llegó a mí como un eco distante, llamándome con dulzura. Mis ojos se posaron en ellos y mi corazón se llenó de una alegría que no supe nombrar. Allí estaban: mis amigos, extendiéndome las manos.

Dejando atrás mi cuerpo, estuve a punto de unirme a ellos. Pero, antes de perderme en esa luz, dejé grabadas mis últimas palabras:

Si hay alguien que llegue a ver estos recuerdos, que la suerte y la sabiduría guíen tu camino.

Antes de irme… escucha con atención. Envenenaron nuestra sangre. Era su forma de atarnos a sus deseos. No confíes en Jason. Yo lo hice… y caí.

No sé qué poder despertará tu trauma; no te aferres a esa fuerza: cuanto más la uses, más perderás tu humanidad.

Si pudiera volver atrás, habría resistido. Y ahora solo queda advertirte.

Primero: encuentra la cura para ese veneno.

Segundo: la otra limitación tendrás que descubrirla tú, si de verdad quieres ser libre.

Que estas palabras te sirvan, aunque solo sea un poco. Ahora es hora de irme y avanzar hacia la luz.

—¡Por fin, somos libres! —resonó una voz entre nosotros—. Ya no hay cadenas que nos aprisionen ni preocupaciones que nos atormenten. En este abrazo etéreo, nuestros sueños perdurarán.

Un roce la sacó del sueño: una brisa que olía a tinta y aceite. Nadia abrió los ojos como quien vuelve de otra casa, pero el eco no se borró del todo. Aquellas voces seguían colgadas en su cabeza como fósforos sin encender.

—No sé si lo que vi era real o una pesadilla. No tengo pruebas; solo este sabor metálico en la lengua y la imagen de un tren que nunca llegó.

Al parpadear, el techo era el mismo y, sin embargo, distinto, como una foto mal revelada. Ese sueño no se fue; se pegó a mi cabeza. ¿Acaso… fue real?

Lo que escuché en la oscuridad me sigue diciendo: «No confíes en Jason». No sé si fue advertencia, pero al oír lo siguiente —«Envenenaron nuestra sangre»— algo se confirmó, aunque escapara a mi comprensión.

Lo digo en voz baja porque la línea entre ver y soñar se me deshace. Tal vez fue un eco prestado; tal vez una verdad robada para que yo la cargue. Sea como sea, esas palabras ya están aquí.

El tiempo no perdona, ni tampoco él, pensé cuando la puerta se abrió con demasiada calma.

—¿Cómo están, jóvenes? —su tono era engañosamente amable, como si hablara con niños indefensos—. Espero que estén disfrutando de su nuevo hogar.

La sonrisa de Jason se pegaba a su rostro como una máscara barnizada, fría y calculada. Sus ojos brillaban con algo que Sofía no pudo descifrar, y cada silencio suyo despertaba en ella un destello de ira que asomaba en su mirada.

Ethan, por su parte, permaneció inmóvil. Nada en su rostro delataba los sentimientos que había decidido enterrar; cada emoción estaba sellada en un rincón de su corazón al que nadie podía asomarse.

—Parece que mi presencia no es bienvenida. Bueno… omitiré las formalidades e iré directo al grano. Ustedes tienen un propósito por cumplir, pero, así como están ahora, dudo que logren cumplir con mis expectativas.

Habló despacio, midiendo cada palabra, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

—Joven Winter, perdone la rudeza de mis hombres, y permítame devolverle lo que le pertenece.

Jason, conocedor de la etiqueta, hizo una reverencia elegante y sacó de su bolsillo un objeto que depositó cuidadosamente en las manos de Ethan.

Los ojos que antes habían perdido su brillo se iluminaron como estrellas al recibir el relicario. No sabía cómo interpretar lo ocurrido, pero Ethan se arrodilló sosteniéndolo con esperanza; tal vez ahora tendría una oportunidad de hacerle entrar en razón y evitar que tomara el camino de la venganza.

Mientras tanto, Jason parecía ganarse su confianza. Las palabras que aquel sueño comenzaban a cumplirse, y por ahora no sabía cómo actuar. Solo podía esperar el momento adecuado.

—Es hora de comenzar la segunda fase del proyecto. Vuestra supervivencia dependerá de su trabajo en equipo. Una vez transcurridos dos años, saldrán al mundo con una nueva identidad y comprenderán la verdad —anunció.

Luego, un guardia arrojó una caja de cartón frente a nosotros. Aquel gesto me recordó lo obvio: no seguíamos vivos por azar, sino porque éramos piezas de un plan que aún no alcanzábamos a comprender. Dentro encontramos ropa de combate, y, encima, un sobre con instrucciones.

Así comenzó todo. Ethan entrenó bajo la sombra de un instructor. Lo vi esforzarse hasta el límite y salir herido, pero parecía no importarle. Regresaba de cada sesión con la mirada más fría, como si hubiese soldado sus labios en un silencio impenetrable. Poco a poco, se convirtió en lo que había prometido ser: una marioneta sin sentimientos, creada llevar a cabo su venganza.

No tendría sentido detallar cada ejercicio. Fue siempre lo mismo: fortalecer el cuerpo hasta que la sangre se volviera la única forma de superar nuestros límites, aprender a luchar hasta que los músculos olvidaran el miedo.

Sin embargo, había momentos que rompían la monotonía. Ethan e Isaac encontraban momentos para practicar el arte de la espada. Ethan enseñaba sin discursos, mostrando la técnica con la calma que ahora lo caracterizaba. Había prometido enseñar, y esa promesa se aferró a Isaac como una brújula que le señalaba su propio camino.

A veces, después del entrenamiento, me sorprendo pensando en el futuro y preguntándome qué nos espera allá afuera. El don que cargo es una condena: esos recuerdos me golpean como piedras que no puedo apartar. No lo siento como un regalo; si no como una maldición.

Aún no le diré a Sofía lo del veneno que vi en aquel sueño. Puede que no me crea, que me mire con la misma incredulidad con la que yo misma enfrento estas visiones. Pero callar también es una decisión que me corroe.

Durante mucho tiempo pensé que Ethan terminaría rindiéndose; imaginé que su cuerpo frágil sería vencido, que su enfermedad acabaría con él. Pero me equivoqué. Y esa equivocación me alegró: día tras día se levantaba con una fuerza que no parecía suya. A veces llego a creer que ya no es él, sino otra voluntad la que habita su cuerpo.

Aún recuerdo el momento en que rompió el suelo de baldosas. En ese instante lo perdí; no hallé palabras que lo alcanzaran. Ahora creo que posee una fuerza que roza lo sobrehumano, y eso me alivia: ya no temo perderlo ni tendré que verlo sucumbir como en aquella primera semana de encierro.

No sé qué clase de habilidad despertaré, pero se lo conté a Sofía y a Isaac: las capacidades nacen de nuestros traumas. Lo dije en voz baja, como si pronunciarlo demasiado alto pudiera atraer lo que tememos.

El tiempo no perdona —siempre me lo repitieron—, y lo sigo creyendo. Sin embargo, siento que el final de este viaje se acerca; luego tomaremos un rumbo distinto y más peligroso, donde la muerte nos aguardará como una sombra paciente.

More Chapters