Ficool

Chapter 31 - La niña del invierno: capitulo 8

Las espadas danzaban bajo el sol, cada golpe seco trazaba un ritmo que jamás podría igualar. Al acercarme, el aire vibraba con la fuerza del acero, como si la tierra misma se estremeciera. Y allí estaban ellos, domando aquel estruendo con movimientos tan precisos que cortaban mi respiración.

Permanecí al borde, sobre el suelo de piedra lisa, apretando la vieja espada de madera contra mi pecho. Quise dar el siguiente paso, pero sentí que mis pies no tenían derecho a estar allí. Cuando por fin reuní el valor necesario, solté un suspiro y me abrí paso en un rincón apartado, donde pudiera esconder mi torpeza. Desenvolví la espada de su manta y traté de imitar los movimientos que había visto.

Sin embargo, el resultado fue lamentable. Cada giro terminaba desbalanceándome, cada tajo se desviaba, como si la madera se burlara de mi inexperiencia. Y mientras más lo intentaba, más consciente me hacía de las miradas que posaban sobre mí. No pasó mucho tiempo para que los caballeros sonrieran al verme fracasar.

La sangre me subió al rostro; quise desaparecer, pero el silencio me sostuvo. Apreté los dientes y seguí adelante… hasta que una voz áspera, teñida de un humor extraño, me detuvo.

—Si sigues blandiéndola de ese modo, terminarás rompiéndote la espalda.

Me giré, sobresaltada.

A unos pasos, un hombre de cabello canoso se apoyaba en un bastón de madera. No llevaba uniforme ni atuendo de gala; sus ropas lucían desgastadas como un anciano cualquiera al que la corte había olvidado.

Sus ojos, entrecerrados, no mostraban cansancio; más bien observaban cada uno de mis movimientos.

—¿Y bien? —continuó, rascándose la barba desordenada. Su voz sonaba como un eco en un espacio donde no había nadie más —. ¿Piensas blandirla hasta que el aire se canse de ti?

No pude responder. La garganta se me cerró, como si las palabras hubieran muerto antes de nacer.

Aun así, no permití que la espada tocara el suelo.

El anciano, al ver mi postura, soltó una risa corta y dijo:

—Eso está mejor… al menos no huyes de tus debilidades.

No tenía la mirada de los caballeros ni el porte de los nobles. Había algo distinto, algo que no sabía nombrar.

—Si de verdad quieres aprender —dijo al fin—, lo primero que debes hacer es dejar de luchar contra ti misma.

Y, sin añadir nada más, se dio la vuelta y arrastró el bastón, sin mostrar el menor interés en quedarse.

Al verle marchar, no comprendía quién era ni por qué me había hablado… pero sus palabras me hicieron pensar en mi pasado. Luego de reflexionar, descubrí que mis recuerdos no siempre ofrecían consuelo; en lugar de alegría, solo me devolvían la tristeza de perder a mi madre. Al ponerme de pie, sentí cómo el cansancio me recorría como un veneno letal.

Al volver a mi autoentrenamiento, la espada comenzó a pesar cada vez más. Cada vez que la blandía, escuchaba en mi cabeza los insultos de la gente del norte: "¡No sirves para esto!".

Y yo, como una tonta, seguía insistiendo hasta que mis brazos me gritaron de dolor.

El anciano tenía razón: forzar mi cuerpo a estos extremos, sin la base necesaria, no era entrenamiento… era un autocastigo. Aunque a los siete años recibí entrenamientos obligatorios. Nadie esperaba nada de mí… y yo tampoco era la excepción.

Allí descubrí algo que no había sentido desde que mi madre dejó este mundo:

una razón para seguir adelante.

Quise obtener la fuerza, no por orgullo ni para demostrar nada, sino porque él la necesitaba.

El príncipe no podría cargar solo con su destino.

Su camino sería demasiado difícil sin alguien leal a su lado.

Con el temblor recorriéndome los brazos, crucé los pasillos del palacio que se alargaban con cada paso. El sudor me hacía sentir como un cachorro mojado, pero aun así seguí adelante.

Necesitaba verlo, aunque tuviera que arrastrarme por el dolor del entrenamiento.

Frente a los aposentos del príncipe, los caballeros me detuvieron de inmediato.

Sus lanzas formaron la misma barrera de siempre.

—Se te ha prohibido entrar —dijo uno de ellos, con la misma voz firme, idéntica a todos los días anteriores.

No respondí.

Ya había aprendido que discutir con ellos es como hablarle a una pared con armadura.

Solo que esta vez noté cómo sus ojos bajaban poco a poco.

Miraron mi ropa manchada, mi cabello pegado al rostro, las gotas cayendo de mi barbilla, como si hubiese escapado de una tormenta. Mi apariencia era patética, lo admito.

El caballero soltó un suspiro, bajando apenas el tono de su voz, como si lo que estaba a punto de decir no debiera escucharse demasiado alto.

—Primero, límpiate.

Parpadeé, sin entender.

Entonces su compañero sonrió, y con una voz casi cómplice soltó lo impensable:

—La reina te ha dado permiso. El príncipe te solicita.

El mundo se detuvo.

El aire, que me había faltado durante todo el camino, regresó de golpe, mareándome de alegría. Apreté la manta que envolvía mi espada y apenas logré asentir con entusiasmo. Al retirarme, avancé tambaleante hacia los lavabos.

El agua fría me golpeó el rostro, se metió en las heridas de mis manos y me hizo gritar en seco.

Por primera vez en mucho tiempo, el dolor seguía allí… pero ya no importaba. Muy pronto lo volvería a ver.

Mis pasos resonaban suaves, como si cada eco quisiera acortar la distancia.

Al llegar a los aposentos del príncipe, extendí la mano hacia la puerta. Esta vez, los caballeros no me detuvieron: habían apartado sus lanzas.

Solo un poco más y estaría frente a él.

—Ester, es hora de despertar.

La voz me alcanzó como una ráfaga de viento. El pasillo se oscureció bajo mis pies, los muros se hicieron cenizas y la puerta que me separaba de mi felicidad ardió hasta desvanecerse.

Extendí la mano, pero solo atrapé un puñado de polvo.

Todo seguía desvaneciendo, como notas que se apagaban una tras otra en un piano sin fuerza.

Poco a poco, el silencio se apoderó de mis labios, hasta que mi cuerpo comenzaba a convertirse en cenizas negras. El sueño no me dejó más opción que arrodillarme y abrazarme a mí misma.

En mis propios brazos, vi el final.

El traqueteo de los caballos irrumpió en mis oídos; el olor a hierro, cuero húmedo y brisa helada devolvió mi cuerpo a este mundo cruel.

Estefan fumaba en silencio dentro de la carroza, aferrado al humo como si en él se mantuviera atado a la vida.

—Hemos llegado —murmuró, señalando las murallas del Ducado de los Lobos.

Me incorporé y aspiré el mismo humo, como si aún pudiera retener el sueño que me arrancaba lágrimas. El recuerdo se deshizo, pero mis sentimientos seguían ardiendo en mi corazón.

Al bajar de la carroza, apreté mi pecho, y mis caballeros desertores me siguieron con la mirada expectante. El portón del ducado se alzaba imponente.

Ya lo había visto antes… esa vez llegué sin dormir, con el corazón golpeando más fuerte de lo que podía soportar. La vida de mi señor estaba en manos enemigas, y cada minuto que pasaba arrancaba un trozo de esperanza.

Era 30 de septiembre de 1920. El reloj de mi bolsillo marcaba las dos y media de la tarde, apenas unas horas después del encuentro con Liliana.

Recuerdo la incomodidad del vestido que me habían obligado a usar para esta ocasión. Las mangas me apretaban los brazos, y cada pliegue me recordaba que estaba fingiendo ser alguien que no era. Tal vez por eso, al ajustar la cinta de mi cabello, deseé volver a sentir el peso ligero de mi uniforme de mensajera, que siempre me acompañaba.

Mientras pensaba en ello, levanté la vista y el mundo me devolvió un respiro: el sol caía a través del bosque, tiñendo las hojas de un verde brillante. El aire olía a tierra húmeda y a madera recién cortada. En el horizonte, las montañas se levantaban como colmillos, protegiendo el ducado de los Lobos.

Mientras avanzaba, noté las miradas de los caballeros negros, frías y afiladas como espadas. Sentí su desconfianza como un peso sobre mis hombros, pero no podía mostrar debilidad. Al dar el siguiente paso, sus espadas fueron desenvainadas como una advertencia. Una parte de mí quiso devolverles la mirada desafiante, pero recordé que no estaba aquí para empezar una pelea; al menos, no por ahora.

El propósito ardía en mi pecho como una herida abierta: conseguir el permiso para acortar la distancia con el ducado de los Halcones; nuestro enemigo. En mi corazón, no quedaba espacio para la diplomacia. Esas palabras ya habían muerto.

Sabía que no sería fácil atravesar los portones del Ducado de los Lobos. Su tradición era tan peculiar como solemne: nadie que solicitara audiencia podía pasar sin antes ofrecer un presente a los muertos. No importaba si eras noble; todos debían rendir respeto a las tumbas que custodiaban la entrada.

En la historia de cada reino, la vida siempre se sostiene sobre los huesos de quienes cayeron antes. Tal vez por eso las flores negras son las más buscadas: crecen en tierras que alguna vez fueron campos de batalla, y su aroma seco recuerda al hierro oxidado.

No bastaba con llevar el ramo: había que lanzarlo al viento, dejar que la naturaleza misma decidiera si el gesto era aceptado.

Así lo hice. Los pétalos se desprendieron y volaron detrás de mí, como si fueran sombras arrancadas de mi propia espalda.

—He venido a pedir una audiencia con el conde —dije con una calma que medía cada palabra.

—Con ese ejército detrás suyo, no parece una visita formal —gruñó uno de los guardias.

Los vientos fríos me recordaban lo lejos que estaba de la capital, fuera de mi elemento, en un lugar donde las cortesías y las apariencias pesaban más que el acero.

¿Pensé que los Lobos sabían reconocer a una enviada de la capital?

Me dije a mi misma. No era el momento de mostrar mi frustración.

Nunca me acostumbraré a esto: los modales, las sedas... no nací para ser una damisela. Pero, a veces, ser subestimada es la mejor ventaja.

Sin más opciones, apreté el emblema en mi mano y, con un gesto lento, lo dejé brillar bajo la luz.

—El respaldo del rey es suficiente para abrir cualquier puerta… ¿o debo recordárselos?

Los guardias se miraron entre sí, y la hostilidad en sus ojos se tensó como una cuerda a punto de romperse. Luego, casi al unísono, se enderezaron y enfundaron sus espadas.

Mientras ellos inclinaban ligeramente la cabeza en señal de respeto, entendí al fin el peso de ese objeto. El emblema no era solo un pedazo de metal trabajado; era la voz del soberano, la prueba silenciosa de una confianza que me exigía no fallar en su rescate.

Desde lo alto de una torre de vigilancia, sentí una mirada penetrante. Alcé la vista y vi a la joven heredera, envuelta en una capa oscura que el viento agitaba. A sus espaldas, los cañones de defensa sobresalían en los parapetos. Luego, como si me hubiera reconocido, bajó las escaleras; el eco de su armadura viajaba en el corredor de piedra. Al llegar al pie de la entrada, en sus ojos creí leer la pregunta que nunca soltó: "¿Qué buscas realmente?". Por un instante, su presencia me recordó mis días en palacio, cuando la señorita Laura visitaba a mi señor.

—Señorita Ester —dijo con voz firme—, espero que vuestra presencia no perturbe nuestra paz. Antes de llevarte con mi padre, deseo saber el motivo de tu visita.

La hija del duque se mantenía firme como una espada. Observaba mi postura, mis manos, como si quisiera asegurarse de que comprendiera las normas del ducado. Aquí, la forma de hablar y el ritmo del paso decían más que los gestos abiertos.

—Veo que te apresuras a imponer tu autoridad —respondí, con voz firme, calculando cada palabra—. Pero no te confundas: no soy tu subordinada. Lo que debo decir, solo lo escuchará tu padre.

En sus ojos se reflejaban una mezcla de curiosidad y desconfianza, mientras me conducía hacia el interior del condado. La armadura que llevaba no era solo protección: era un aviso silencioso de que estaba lista para defender su territorio.

Yo, en cambio, avanzaba envuelta en sedas que rozaban suavemente mis brazos. Mi apariencia frágil no le ocultaba mi determinación, pero sí resaltaba la diferencia entre nosotras: yo caminaba como dama, ella como caballero de guerra.

A pesar de la tensión que flotaba en el aire, no podía evitar notar cómo la arquitectura del condado parecía respirar junto a la naturaleza que la rodeaba. Cada columna, cada ventanal, se integraba con los árboles y los jardines; una armonía calculada que demostraba cuidado y vigilancia a partes iguales.

Los ciudadanos que caminaban por las calles mostraban respeto con gestos discretos: inclinaban ligeramente la cabeza al vernos pasar. Incluso en su silencio, percibía una rutina cultivada durante generaciones, donde el respeto hacia los señores del ducado era tan importante como la fuerza de sus armas. Mientras caminábamos, esa misma armonía se reflejaba en ellos, a quienes Laura había jurado proteger.

—No te estoy obligando, solo busco un poco de sinceridad. Es curioso verte por aquí, sin la presencia de tu señor.

—No vine para ser recibida con honores ni con respeto.

Laura soltó un suspiro cargado de nostalgia y dijo:

—Han pasado cuatro años desde que Ethan perdió a su familia —murmuró, dejando que una hoja seca cayera entre sus dedos—. Cuatro años en los que lo vi alejarse de mí, hasta que sus propios ojos me cerraron el paso.

—Es comprensible que mi señor la alejara; incluso lo intentó conmigo.

—Lo sabes mejor que nadie, Ester… —sus palabras temblaron un instante—. Quise regresar tantas veces a la capital… pero siempre me recibió con frialdad. Al final, me prohibió verle. Y aun así… deseo verlo. Aunque sea solo un instante. Porque, más allá de todo, Ethan es… mi amigo.

More Chapters