Ficool

Chapter 32 - La nueva decisión de un rey.

La voz de Jasón seguía retumbando en su memoria, empujándolo sin piedad hacia el único camino que le quedaba: la venganza.

—¿No es suficiente con quitarme a mi familia? ¿Acaso… mi vida está marcada para sufrir?

En sus ojos ardía la desesperación de haber perdido a Ester, la única que lo acompañó y lo guió cuando todo lo demás se derrumbaba. Sus manos temblaban, no por miedo, sino porque el odio buscaba una salida que aún no encontraba.

La lámpara a su costado derramaba una luz débil, incapaz de contener la oscuridad que trepaba lentamente por las paredes. Y cuando esas sombras alcanzaron su rostro, él ya se había encogido contra el suelo, como si intentara esconderse del mundo… o de sí mismo.

—Déjenme en paz… por favor… —Era como si alguien más hablara a través de su boca.

En otro tiempo, Ethan había creído que, si soportaba un poco más aquel encierro, alguien acudiría a su rescate. Después de todo, seguía siendo un rey.

Pero con la muerte de Ester, esa ilusión se marchitó como una flor olvidada en la sombra. Y con ella, también se apagó lo último que quedaba de su esperanza.

Sin pensar en las consecuencias, descargó su ira contra las baldosas. El golpe retumbó con un crujido seco que estremeció la habitación. Nadie supo discernir si lo que se había quebrado era el suelo… o los huesos de Ethan.

Nadia corrió con el botiquín, convencida de que hallaría carne rota, dedos colgando, sangre escurriendo hasta empaparle las manos. Al inclinarse, un jadeo le robó el aliento.

No había heridas.

Las manos que ella conocía desde siempre, tan frágiles como las de una mujer, seguían intactas, temblando bajo la luz.

El suelo, en cambio, había cedido: las baldosas, partidas en grietas, mostraban la violencia que Ethan había descargado en cada golpe.

Por un instante, todo se detuvo.

Durante la primera semana de su secuestro, cada respiración era un esfuerzo. La enfermedad le recordaba, con insistencia cruel, lo frágil que se había vuelto. Con cada paso que daba, sentía como si sus pies aplastaran su propia espalda.

La celda, húmeda y fría, lo rodeaba como una mano invisible que comprimía sus pulmones y drenaba lentamente su vitalidad. Al final, su cuerpo ya no le obedecía y la sensación de estar atrapado se clavaba en su corazón.

Pero el experimento lo cambió todo. Una vitalidad extraña lo atravesaba, como si le hubieran prestado un cuerpo que no le pertenecía del todo. No dijo nada; nadie tenía espacio para los secretos, todos cargaban sus propias cicatrices.

—Tal vez… con esta fuerza, por fin consiga mi venganza —dijo, apretando los puños con fuerza.

Nadia se mordió el labio inferior, buscando al niño que alguna vez conoció. Pero lo que vio era una determinación que no podía apagarse.

—Este camino no es el correcto.

Los ojos de Ethan reflejaban todo lo que había perdido y sufrido en silencio. La frustración lo golpeaba más fuerte que cualquier otro dolor.

—El único camino que ofrecieron es este; no hay más. Si deseo una oportunidad, debo obedecer… al menos Jason dice la verdad.

Las palabras temblaban de ira, pero no perdían peso.

—Aún… podemos encontrar otra salida. Juntos… —la voz rota intentaba alcanzarlo, pero la distancia entre ellos crecía con cada respiración.

Ethan apartó la mirada, dejando escapar un leve bufido de sus labios.

—Tus palabras… antes tenían peso en mi corazón. Antes sabías cómo alcanzarme. Ahora… solo suenan vacías y sin fundamentos. ¿Qué hallaré contigo una salida…? ¿A quién quieres engañar? No puedes ni salvarte de esta desesperación.

Un escalofrío recorrió su espalda. "¿Qué hice mal? ¿Por qué no puedo alcanzarlo?" Se pregunto Nadia en silencio.

—Ethan… yo… yo… —cada sílaba se hacía más pequeña, más distante, como si el dolor le arrancara la voz de los labios.

—¡No sabes nada de mí…! —su grito de furia retumbó en la habitación—. Este dolor… esta venganza… es lo único que me queda.

Nadia retrocedió un paso, sintiendo que sus palabras caían como piedras en un abismo: podía ver el dolor que lo aislaba, y sabía que no podía alcanzarlo. Cada gesto de Ethan levantaba una muralla invisible que la mantenía fuera de su mundo.

—Ethan… por favor… —murmuró, y la súplica se deshizo en el aire antes de tocar su corazón.

Sus manos bajaron lentamente. La impotencia la aplastó; comprendió que ningún ruego, ningún susurro, podría penetrar la decisión de aquel niño amable que alguna vez conoció.

—Lo siento… Nadia. Esta vez… no hay palabras que me hagan cambiar de opinión.

Él respiró hondo. Cada inhalación alimentaba su determinación; cada exhalación apagaba cualquier duda de regresar. El fuego de la venganza ardía ahora en su pecho y en sus ojos.

El silencio cayó como una cortina pesada. Los días se volvieron semanas, y las semanas se convirtieron en meses. Con cada amanecer, el mundo parecía girar ajeno a su dolor, y la memoria de aquel momento se fue espesando como la niebla de invierno.

Ahora, el gélido invierno se reflejaba en la mirada de aquel hombre. Sus ojos oscuros y profundos parecían capaces de traspasar el alma. Para el joven, sin embargo, no era momento de titubear: debía seguir luchando con todas sus fuerzas.

Las heridas en su rostro eran insignificantes comparadas con la brutalidad con la que era estrangulado. Desde su posición vulnerable, su visión le ofrecía una imagen distorsionada: la imagen de un hombre adulto jugando con un palo de madera hasta partirlo en dos se grababa en su mente.

En su mano izquierda del joven, la pistola yacía impotente, con el cargador vacío, un simple peso muerto que ni siquiera podía levantar para golpear al enemigo. El cañón aún exhalaba humo, y el aire llevaba el olor de la pólvora.

Los ojos verdes, que alguna vez irradiaron fuerza y determinación, se apagaban lentamente, perdiendo el brillo que los definía, como si la luz de la esperanza lo abandonara. Un escalofrío recorrió su espalda. Por un instante dudó en aceptar la derrota, pero reconoció sus límites, y luego, como un último aliento de rendición, soltó el arma. Antes de que la conciencia lo abandonara por completo, un dolor punzante en la garganta lo obligó a abrir los ojos de nuevo. Su sangre brotaba, serpenteando en finos hilos sobre sus manos.

—¿Has aprendido la importancia de mantener la calma en una pelea? Si lo has entendido, terminaremos el entrenamiento de hoy —declaró el hombre con voz tajante.

El metal frío se retiró de su garganta y la sangre tiñó su ropa. Respiraba con dificultad, esforzándose por recuperar el control de su cuerpo, mientras cada músculo temblaba bajo el peso del dolor.

—Es importante que continúes aprendiendo de tus errores; de esta manera mejorarás. Recuerda esto: siempre puedes aprender, siempre y cuando sigas con vida —dijo el instructor, observándolo desde arriba mientras Ethan permanecía de rodillas, exhausto y silencioso.

Asintió en silencio mientras observaba a su instructor retirarse. Al marcharse del área de entrenamiento, Ethan fijó la vista en las cicatrices que decoraban sus brazos. Era una costumbre: con el tiempo, ganaba músculo, y eso le recordaba la vitalidad que ahora facilitaba su nueva vida.

Una leve sonrisa intentó asomarse en sus labios, como una flor que brota en el desierto. Pero se detuvo a medio camino.

Al ingresar a su prisión, el lugar ya no le parecía el mismo. La luz artificial iluminaba con claridad, y la comida era suficiente para nutrir su cuerpo. Mirándose las manos, ya no veía las de un niño de trece años. Ya no eran suaves; ahora mostraban el esfuerzo, la disciplina y la dedicación que había invertido en su venganza.

Quitándose la capucha que cubría su rostro herido, dejó que sus cabellos —dorados como el otoño— cayeran en cascada. A pesar del aspecto demacrado, Ethan nunca se quejaba.

—Estoy de regreso, Ester… —susurró con voz nostálgica, quebrada por las heridas que habían marcado su garganta.

Sus pensamientos revoloteaban como mariposas ansiosas de reunirse con la única morada donde ella aún existía: sus recuerdos.

Sentado en la cama, observaba a sus amigos. Sus rostros estaban sanos, sus cuerpos recuperaban fuerzas, y hasta sus voces parecían haber ganado un tono distinto. Ellos le devolvían la mirada con una confianza que, no hacía mucho, todavía habría logrado conmoverlo.

Pero en los ojos de Ethan ya no quedaba nada que pudiera responderles. Ni sonrisa, ni brillo; eran ojos de cristal, como si alguien hubiera apagado la luz que antes habitaba en ellos.

Recordó, por un instante, cómo solía reír con ellos, incluso en medio de las malas experiencias. Sin embargo, esos recuerdos eran apenas una hoja que se quemaba.

Con un suspiro breve, se dejó caer sobre la cama. Cerró los ojos, no buscando descanso, sino el único refugio que aún le quedaba: los sueños, donde Ester todavía lo esperaba.

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