Ficool

Chapter 15 - Capítulo 14

[Liana]

Han pasado dos semanas desde la tarde del pilar de hielo. Dos semanas en las que la rutina del pueblo volvió a su cauce, aunque con una grieta helada que aún recordamos cada vez que el viento sopla frío. Yo contaría los días uno a uno si hiciera falta, porque cada mañana me levantaba pensando en cómo estaba Eiren; pero mejor te lo cuento como se vivió, que para eso las memorias no siempre van en calendario.

La primera mañana, Eiren amaneció congestionado: la nariz hecha una trompeta y la voz como si hablara con algodón. Se movía despacio, con esa mirada de quien todavía tiene la fiebre pegada. Le dolía el brazo, lo tenía entumido; la piel, al tacto, estaba fría y algo rígida. Ni que decir que fue suficiente para que mi estómago se pusiera en nudos de preocupación.

—Mamá —me dijo en voz baja cuando me asomé a la habitación—. Estoy bien… solo un poco resfriado.

—¿Un poco? —le respondí, con más severidad de la que pretendía—. Pareces un muñeco de nieve mal cosido. ¿Por qué me mentirías?

Él tosió y sonrió con esfuerzo, como si el humor fuese un músculo que ahora le costaba usar. Esa sonrisa, al final, sería el primer signo de algo que cambió en él.

Lo obligamos a salir al día siguiente al centro del pueblo. No fue una decisión mía sola: Roderic lo consideró prudente y, en voz baja, me dijo que era mejor que pidiera disculpas de cara a la gente. Y así lo hizo. Lo llevaron a la plaza —medio guiado por Joren porque tropezaba con sus propios pies— y tuvo que decirlo frente a todos.

—Vecinos —comenzó, y su voz se quiebra un poco antes de fortalecerse—. Quiero pedir perdón por lo ocurrido. No quise… no planeé que pasara. Me hago cargo de lo que he roto y de lo que haya que reponer. Yo mismo me encargaré de quitar el hielo.

Hubo murmullos. Algunos lo miraron con ojos de compasión, otros con esa curiosidad que no se esconde. Marla, siempre práctica, le dio la mano con dureza.

—Más te vale, muchacho. Y si necesitas ayuda, la pedimos. Pero no nos dejes sin aviso. —Meguiñó un ojo—. Y nada de nuevas ideas brillantes.

Un par de jovencitos se rieron, no con maldad, más por incredulidad: "¿Se imagina que haga otra?" Pero nadie lo acusó ni lo maldijo; aquí la gente no es de echar piedras, al menos no en público. Sí discutían, sí comentaban lo ridícula que era la altura de esa cosa, "parece el faro de la costa", dijo uno y se preguntaban si Eiren era un prodigio o un desastre prodigioso.

Garren, que la tarde anterior había estado rebuscando entre sus cosas y bromeando, no perdió la ocasión antes de marcharse. Se acercó con esa postura de viejo lobo que cree que todo es entretenimiento. Puso las manos en las caderas y le espetó a Eiren con esa voz áspera:

—Ah, muchacho, te quedaste corto. Si ibas a hacer algo así, por lo menos podrías haberlo hecho con gusto: mezcla mejor las formas la próxima vez; queda más estético. —Se frotó la barriga—. Y si te vas a dedicar a crear esculturas heladas, te enseño unos trucos para que no parezcan un poste torcido.

Eiren, rojo como un tomate, no supo si reír o enojarse. Garren se rió como si hubiera contado la mejor broma del mundo y se marchó entre humo de sus bestias de carga. Yo no lo aguanté: le tiré una mirada que decía ¡cuida a mi hijo!, pero Garren ya estaba lejos y el mundo siguió rodando.

A partir de entonces, Eiren se pasó las semanas sacando hielo. Digo "sacando" y no "devolviendo", porque él se juró a sí mismo que lo limpiaría todo solo; y así lo hizo. A primera hora de la mañana iba al patio: pala en mano, camiseta remangada, cara enrojecida por el esfuerzo y la fiebre que no quería soltarlo del todo. Joren, por supuesto, no perdía oportunidad:

—¿Quieres que te traiga un sombrero? —le decía burlón, apoyado en la viga mientras veía a su hermano resbalar y ponerse de pie como si nada—. O mejor aún, un abrigo para mantener la escarcha parada.

Eiren respondía con una mueca y una réplica rápida, como si la vergüenza le hiciera afilar la lengua:

—Trae el sombrero y yo te levanto una estatua de ti con una expresión así de tonta.

Los primeros días, el sol ayudó. El calor primaveral fue nuestro aliado: derretía las aristas más débiles, convertía el hielo en chorros y charcos, y el pueblo avanzó a martillazos quitando lo más aparatoso. Pero para Eiren no fue tan sencillo; la gripa lo dejó más débil que a los demás. Su brazo, el entumecido, le dolía al cortar, al agarrar, al tirar. Empecé a preocuparme de verdad cuando vi que lo frotaba a cada rato y pronunciaba "¡ah!" con frecuencia.

Y aquí viene lo bizarro: algunas personas del pueblo terminaron consiguiendo pequeños trozos del hielo. Al principio pensé que lo reforzaban para algo práctico, pero los rumores me llegaron rápido. Resulta que Eiren vendía trozos en secreto.

Una tarde, lo vi desde la ventana con una figura encorvada hablando con la tabernera, intercambiando un paquete por unas monedas. No lo pude contener: lo confronté en la puerta.

—¿Qué demonios haces? —pregunté, con la voz más alta de lo habitual.

—Mamá —dijo con las manos abiertas—. No estaba robando ni nada así. Fue la tabernera la que me preguntó si le dejaba hielo para la cerveza. Y pues… si ella lo pidió, ¿por qué no? —su voz se apagó en un murmullo—. Nadie me vio hacerlo, es cierto, pero no quería que se enfriaran las cosas por mi culpa.

—Y ¿te parece digno vender lo que deberías estar quitando? —replicó Roderic cuando apareció detrás de mí, con esa calma que solo esconde el enfado.

Los vecinos presenciaron la escena y se acercaron. La tabernera, con una sonrisa culpable, salió a defenderlo.

—La cerveza se me estaba estropeando —dijo—. Le di unas monedas porque, qué sé yo, pensé que era justo. ¿No puede quedarse con eso? Además, el chico lo hizo limpiando, no robando.

Le regañé con dureza, pero algo en la mirada de Roderic me hizo bajar el tono. Al final, le permitimos quedarse con el dinero. No por aprobar el negocio clandestino, sino porque ese dinero salió de la necesidad de la gente y, en el fondo, porque ver a Eiren ganarse algo con sus propias manos nos pareció… bueno, sinceramente, nos alegró. Era un indicio de independencia, aunque torpe.

Y ahí ocurrió algo curioso: su sentido del humor floreció. No sé si fue por la fiebre que le bajó o por el hielo que se fue derritiendo en él, pero de repente Eiren bromeaba más, hacía caras, contaba chistes malos que nos hacían reír a medias y nos sorprendíamos de esa chispa que en el año anterior apenas dejaba asomar. Era como si algo dentro de él se hubiera descongelado: la rigidez que traía después de llegar al pueblo se fue ablandando y su personalidad emergió con más volumen. Roderic y yo lo mirábamos con un orgullo cauteloso: ver esa alegría, esa broma que nos sacaba de la tensión, nos dio esperanza.

Sin embargo, por más que algo se había "derretido" emocionalmente, no me gané aún el derecho a derretirme yo en exceso. Tomé una decisión que me pesó cada mañana: suspendí mis abrazos de buenos días. No como crueldad sin razón; más bien como una lección. Antes me refinaba en mimos: besos en la frente, apretones en la espalda; ahora, cada mañana, le daba los buenos días con formalidad, un beso en la frente solo si lo pedía, y lo miraba con esa mezcla de madre y guardiana. Fue un castigo sutil, más psicológico que físico, y lo hice con fines de que comprendiera la gravedad de lo que pasó.

—Mamá —me dijo una mañana, con voz casi suplicante—. Dame solo un abrazo.

Y mi corazón se partía, porque quería abrazarlo y cubrirlo y decirle que todo estaría bien. Pero también sabía que si lo arrullaba como antes, podría interpretar que todo estaba perdonado sin esfuerzo. Así que le apreté el hombro con firmeza y dije:

—Harás que te ganes mis abrazos. No gratis.

Al principio resopló, luego, para nuestra sorpresa, aceptó la pequeña penitencia con una broma:

—Entonces tendré que congelar menos y trabajar más.

Y nos arrancó un risa a Roderic y a mí.

Dos semanas después el hielo mayor ya estaba reducido a montones de escombros fríos; la enorme columna había cedido a golpes y a sol, y lo que quedó fue un montón de piezas útiles que algunos vecinos recogieron para conservar la cerveza, enfriar medicinas o simplemente para la novedad. La gente hablaba más de eso como anécdota que como desastre. Algunos aún se detuvieron a mirar la casa de vez en cuando; otros se acercaban a charlar con Eiren cuando lo veían trabajar. Había menos miradas acusadoras y más curiosidad.

Fue en una de esas tardes, sentados en la mesa al caer la tarde con la lámpara de aceite encendida, que Roderic y yo hablamos seriamente con Eiren. Joren, como siempre, bostezaba en un rincón pero con orejas atentas.

—Si quieres aprender a controlar eso —dije, mirando a mi hijo—, podemos buscar la forma. No quiero que te vayas sin supervisión, ni que te lances a probar a escondidas.

Eiren tragó saliva, con un brillo en la mirada que antes se veía sólo cuando llamábamos al panadero.

—Quisiera… —arrancó—. Me gustaría intentarlo. No quiero ser un monstruo que asusta al pueblo.

Roderic se apoyó en el codo, pensativo, y luego asintió.

—Hay quien sale al bosque a entrenar, a la voz de uno que conoce. No te soltaremos solo. Si te vas, será a un lugar donde puedas practicar sin poner en peligro a nadie. Pero —miró a los dos— dejarás un aviso en el patio. Que la gente sepa que vas y por qué. Que no haya sorpresas.

Eiren se encogió un poco, pero aceptó. Le sugerimos el tono del cartel y él mismo lo escribió con letra temblorosa la primera vez, luego lo repasó y lo perfecionó. Yo le pedí encabezar el aviso, y entre todos redactamos algo equilibrado, ni alarmista ni demasiado orgulloso. Lo clavamos en la entrada del patio para que cualquiera que pasara lo leyera.

El cartel decía, con la letra de Eiren y el sello de Roderic al lado:

AVISO:

Eiren, hijo adoptivo de Roderic y Liana, practicará en la zona del bosque al este. Podrían escucharse ruidos extraños o verse destellos de frío. No se alarmen. Si hay emergencia, acudir a la casa de Roderic y Liana. Por favor, respeto y distancia durante las prácticas.

—Gracias.

Lo leí en voz alta un par de veces antes de clavarlo. No quería que sonara a amenaza ni a excusa; tenía que ser una explicación. La gente lo vio y algunos sacudieron la cabeza, otros se rieron, y un viejo, sin dejar de fumar su pipa, comentó:

—Bueno, por lo menos ahora sabemos quién nos dejará la leche fría por la mañana.

Roderic me dio un codazo y una mirada cómplice. Yo, por mi parte, me sentí extrañamente ligera. Habíamos trazado una línea: si Eiren quería ir a aprender, iría bajo un plan; si no, tendría que quedarse y aceptar las consecuencias —trabajo, restricciones, y quizás más reprimendas—. Yo me prometí, al bajar la vista sobre mi taza de té, que no sería una madre que negaría apoyo. Sería una madre que exigía responsabilidad. Y eso, pensé, es lo que un hijo necesita tanto como abrazos.

Las dos primeras semanas fueron duras, con resfriados, palas, risas que surgían cuando menos lo esperabas, y monedas por hielo vendido a escondidas que aparecían en el cajón de Eiren sin explicación completa. Al final, nos quedamos con una mezcla: algo más de confianza entre vecinos, un Eiren que había ganado un poco de su propia voz, y la sensación de que, aunque el hielo se haya ido, algo en nuestra casa había cambiado para siempre. Había más calor humano cuando Eiren bromeaba, y eso derritió mi molestia día a día, aunque mis abrazos de buenos días siguieran merecidos.

******

Cinco meses han pasado desde aquella primera vez que Eiren salió al bosque con la idea fija de entrenar. No lo diré en voz alta, pero Roderic y yo lo seguimos, escondidos como dos ladrones torpes entre la maleza, cuidando cada rama que crujía bajo nuestros pies.

Era su primera práctica seria, y aunque él lo ignoraba, yo lo observaba con el corazón encogido. Para mi sorpresa, no pasó nada… nada grave, quiero decir. El muchacho se concentró, respiró como quien medita, y logró apenas formar una capa fina de escarcha sobre las piedras. Nada se derrumbó, nada explotó. "Demasiado tranquilo", pensé en aquel momento, y vaya que lo fue. La calma de esa tarde parecía más bien la antesala de todo lo que vendría.

Porque después… los días siguientes fueron un caos.

Eiren comenzó a ir cada tarde al bosque, unas veces acompañado, otras veces solo, y muchas otras con nosotros siguiéndolo a escondidas como la primera vez. Lo que nadie se imagina es lo extraño y peligroso que resultaba cada entrenamiento. Siempre algo salía mal, y cuando digo mal hablo de verdad: un día levantaba una pared de hielo y la dejaba caer encima de sí mismo; al siguiente congelaba su propio brazo hasta dejarlo morado; otro, se quedaba temblando con esa fiebre rara que parecía prenderle el cuerpo de frío en lugar de calor.

Las enfermedades se volvieron rutina: gripe, tos, fiebres, malestares. Yo ya ni sabía si ponerle más mantas o quitárselas. Y cada tanto recurríamos a los estabilizadores que Keny le había dejado, pequeñas botellitas con líquidos de colores que al tomarlas lo calmaban, como si alguien apagase el exceso de magia dentro de él. Yo misma le daba las dosis, temiendo equivocarme, porque a veces Eiren parecía un volcán al borde de estallar… solo que de hielo.

Un día, apareció en casa con una cajita llena de hierbas que nunca había visto en mi vida. Todavía recuerdo la escena: él irrumpió en la cocina con los ojos brillando y la ropa cubierta de hojas, dejó la caja sobre la mesa y dijo con una sonrisa:

—Hazme algo de comer con esto, por favor.

Yo me quedé mirando ese revoltijo verde como si me hubiera pedido cocinar con veneno de ratas. Algunas plantas tenían un aspecto extraño, pegajoso, y otras parecían tan brillantes que daban la impresión de que con solo tocarlas podrían quemar la lengua.

—¿Qué es esto, Eiren? —pregunté, arqueando las cejas.

—Keny me dio un libro con recetas —dijo, sacando un cuaderno arrugado de su mochila—. Son para recuperar maná. Te prometo que son comestibles.

Me mostró el libro, y sí, ahí estaban las recetas, ilustradas con dibujos algo torpes. "Infusión de raíz helada con hojas de escarcha para revitalizar el flujo de energía"… "Caldo de pétalos de luna para estabilizar el cuerpo"… Yo los leía y solo pensaba que todo sonaba más a magia que a cocina.

Lo preparé de todos modos, porque al final uno hace lo que sea por su hijo, aunque luego no pueda dormir pensando en si lo envenenó sin querer. Sorprendentemente, no le pasó nada; al contrario, decía sentirse más fuerte y menos agotado después de entrenar.

Pero lo más extraño no fueron esas hierbas ni los desastres en el bosque. Lo verdaderamente raro fue lo rápido que empezó a mejorar en su control. Cada día que pasaba, lo veía manejar mejor el hielo, como si la magia ya estuviera en él desde hace mucho. Roderic y yo lo comentamos más de una noche, cuando Eiren ya dormía: ¿sería posible que su cuerpo recordara lo que su mente había olvidado? Quizá esa era la respuesta. El refrán lo dice: el cuerpo recuerda lo que la mente no. Y tal vez por eso, aun con la amnesia, Eiren avanzaba como si solo necesitara despertar algo que ya había hecho antes.

Claro que no todo era progreso. A veces retrocedía con una torpeza monumental. Una tarde, por ejemplo, logró congelar todo el río cercano. Entero. Lo miramos horrorizados: peces atrapados en el hielo, la corriente detenida como una pintura. Le tomó dos días enteros aprender a descongelarlo sin que el agua explotara en vapor. Dos días de tos, fiebre, mocos, y dos días de mi castigo más efectivo: nada de abrazos melosos por las mañanas. Él sufría más por eso que por la fiebre.

El pueblo, sorprendentemente, se acostumbró muy rápido a sus desastres. Tanto, que empezaron a usarlos en su beneficio. Una vez que levantó sin querer una especie de congelador improvisado en la plaza, algunos vecinos guardaron allí carne, pescado y hasta leche. "Ya que está aquí, ¿por qué no aprovecharlo?", decían. Otra ocasión, Eiren formó un arco de hielo frente a la panadería y la gente lo usó de sombra en verano.

Cuando lograba algo bueno —algo que no implicara destruir media hectárea— lo mostraba en la plaza como si fuera un truco de feria. Copos de nieve danzando en el aire, pequeñas esculturas brillantes, incluso una vez congeló el suelo y lo convirtió en una pista de hielo. Los niños lo explotaban sin compasión, patinando y riendo mientras Eiren jadeaba con cara de querer desplomarse. Yo lo observaba con el ceño fruncido, dividida entre orgullo y preocupación.

Y entonces llegó el invierno. Una especie de alivio para él, aunque no para nosotros. La nieve caía, el frío se colaba en cada rendija de la casa, pero Eiren parecía disfrutarlo. Lo desconcertante era verlo caminar en camisones delgados, como si estuviera en pleno verano, mientras los demás temblábamos bajo capas y capas de lana. Yo le preguntaba si no sentía frío, y él me respondía encogiéndose de hombros:

—Soy de hielo, mamá. No me muero por un poco de nieve.

No sé si lo decía en broma o en serio, pero lo cierto es que nunca lo vi enfermar en invierno como lo hacía en primavera. Y eso, más que tranquilizarme, me inquietaba: ¿qué tanto de su naturaleza estaba ya fundida con esa magia?

Cinco meses han pasado, y a veces me descubro pensando que ya no recuerdo cómo era nuestra vida antes de Eiren. Su caos, sus risas torpes, sus fiebres heladas, su forma de pedir perdón con abrazos pegajosos que yo niego como castigo… Todo eso se volvió parte de nuestra rutina. El pueblo lo mira con curiosidad, algunos con simpatía, otros con cierta desconfianza. Pero todos lo reconocen como "el chico del hielo".

Y yo, en silencio, me pregunto si cuando recupere sus recuerdos… seguirá siendo el mismo chico que aprendió a reír aquí, entre nosotros.

***

La nieve caía suave, como ceniza blanca que cubría las calles del pueblo. Era temprano todavía, pero el cielo ya empezaba a pintarse de naranjas y violetas. Caminaba despacio, con las manos juntas en mi abrigo, porque el frío era de esos que se metían hasta los huesos. Y sin embargo, allí estaba Eiren, en el centro de la plaza, como si nada le pesara.

—¿Cómo puede con solo ese suéter? —murmuré, más para mí que para nadie.

Los niños se habían reunido alrededor suyo, riendo y aplaudiendo. Alenya y Miriel, estaban entre ellos, corriendo como si se hubieran olvidado del mundo. No me sorprendía: esa energía suya parecía contagiar a cualquiera.

—¡Mira esto! —gritó Eiren, levantando una mano.

El aire frente a él se volvió brumoso, y en un instante el vapor se cristalizó en agujas diminutas que luego se acomodaron solas, como piezas de vidrio encajando una tras otra. Una figura tomó forma: una torre hecha de hielo, pequeña, apenas más alta que un niño, pero perfecta en sus líneas.

—¡Otra, otra! —clamaban los niños.

—Está bien, pero esta vez ustedes ayudan —respondió él con una sonrisa que, admito, no había visto en semanas.

Alzó la otra mano, y una capa fina de escarcha cubrió el suelo. Los niños corrieron, usando palos y guantes para marcar en la nieve, y poco a poco la formación cambió. Una especie de puente apareció, delgado y brillante, pero sólido. Miriel y otro par de niños lo cruzaron riendo.

—¡No se vayan a caer! —les grité desde donde estaba, con el corazón encogido.

—No pasa nada, señora Liana —dijo un vecino detrás de mí, riéndose—. Es apenas un palmo de alto, no hay peligro.

Quizás tenía razón, pero no podía evitar estar alerta. Cada chispa de ese poder me recordaba lo que había visto en su brazo, en su fiebre, en esa semana en cama.

—Eiren, basta ya por hoy —le llamé con firmeza, intentando que mi voz no temblara.

Él me miró, con esa mezcla de terquedad y dulzura que empezaba a reconocer en su carácter.

—Solo un poco más, ¿sí? Prometo que será lo último —me pidió, y los niños, en coro, apoyaron la súplica con un "¡sí, sí, por favor!".

Alenya, con las mejillas rojas por el frío, corrió hacia mí.

—Mamá, déjalo, no está haciendo nada malo. ¡Y no se cansa! —me dijo casi sin aliento.

Miriel llegó detrás, con una sonrisa traviesa.

—Además… está lindo, ¿a poco no? —señaló hacia un enorme copo de nieve que Eiren había formado en el aire, suspendido como un adorno luminoso.

—Lindo sí… pero no deja de preocuparme —les respondí bajito, aunque al final suspiré.

Me acerqué más al centro de la plaza. Eiren estaba erguido, con la frente perlada de sudor, pero sus manos firmes.

—Eiren, ¿no tienes frío? —pregunté, intentando que sonara casual.

—¿Frío? —rió suavemente, negando con la cabeza—. Apenas lo siento. De hecho… creo que esto me calienta.

Lo observé en silencio. Esa calma en su voz, el brillo extraño en sus ojos, la manera en que el hielo obedecía como si fuese parte de él… todo eso me inquietaba y me maravillaba al mismo tiempo.

El sol se escondía ya, y las sombras largas se extendían por la plaza. Roderic apareció a mi lado, cruzado de brazos, mirando el espectáculo.

—No puedo creerlo —murmuró él, sin apartar los ojos—. Apenas ayer lo estaba regañando por casi echarnos la casa abajo, y hoy… míralo.

—Y sin un abrigo encima —añadí, con un nudo en la garganta.

Roderic me echó una mirada rápida, como si quisiera decir algo, pero se contuvo.

En ese momento, los niños aplaudieron fuerte. Eiren había terminado su último truco: una bandada de pajarillos de hielo que volaron un instante antes de deshacerse en polvo blanco.

Yo no aplaudí. Solo recé en silencio que aquel poder no terminara por devorarlo.

No había terminado el aplauso cuando Eiren, con esa chispa traviesa en la mirada, se arrodilló en el suelo. Lo vi frotarse las manos, como si buscara calor, pero en cuanto las apoyó sobre la nieve, supe que no era eso.

—¿Qué haces ahora? —le pregunté, con el ceño fruncido.

—Algo bonito —respondió él, y de pronto la nieve bajo sus palmas empezó a vibrar, a expandirse como una ola que se extendía en círculos.

Los niños dieron un paso atrás, expectantes. Yo misma contuve la respiración.

Y entonces lo vi: de la nieve brotaron tallos, delgados, azulados, y en la punta de cada uno se formaron flores de hielo. Rosas. Decenas de rosas cristalinas que se abrían despacio, como si despertaran con la tarde.

—¡Son flores! —gritó Miriel, lanzándose a tocar una.

—Pero no cortan, ¿ves? —dijo Alenya, acariciando uno de los pétalos—. Son suaves… como agua fría.

Los niños corrieron por el campo improvisado, entre rosas que brillaban con los últimos rayos del sol. La plaza se transformó en un jardín helado. Cada paso, cada risa de los pequeños parecía hacerlo más real.

Yo solo me quedé quieta, sin poder decidir si aquello era un milagro o una advertencia.

—No… no puede ser —murmuró uno de los vecinos, un hombre mayor que siempre había renegado de todo lo que oliera a magia—. ¿Un chamaco haciendo esto?

—Al menos no son cuchillas ni torres —respondió otro, con tono más divertido—. Es solo… bello.

Roderic se pasó una mano por la barba, claramente incómodo.

—Hijo —le dijo alzando la voz, firme pero no dura—. Eso ya es suficiente.

Eiren levantó la mirada, aún de rodillas entre su jardín helado. Respiraba agitado, pero la sonrisa no se borraba de su rostro.

—Quería probar… si podía crear algo que no asuste, algo que solo sea… hermoso.

—Y lo lograste —le dije casi sin pensar, con un hilo de voz.

Las niñas vinieron corriendo hacia mí, con los cabellos llenos de nieve y los ojos brillando.

—¡Mamá, mamá, viste! ¡Un campo de rosas! —decía Miriel.

—¿Podemos quedarnos un rato más? —suplicó Alenya, aferrándose a mi brazo.

Roderic negó con la cabeza, aunque tampoco podía ocultar que estaba impresionado.

—No. Se acabó. Todos a casa antes de que se congele el pueblo entero.

Los niños de la plaza protestaron en coro, pero Eiren mismo alzó una mano.

—Está bien… ya basta —dijo con una risa cansada, y chasqueó los dedos.

Las rosas comenzaron a deshacerse lentamente, derritiéndose en un polvo de nieve que volvió a confundirse con el suelo. En segundos, todo rastro desapareció.

Me acerqué y lo tomé del hombro. Su piel estaba helada, pero él parecía no notarlo.

—Eiren, ¿por qué insistes en forzarte así? —le pregunté en voz baja.

Él me miró con esa calma inquietante.

—Porque si puedo hacer algo hermoso… quizás no dé tanto miedo lo que soy.

No supe qué responder. Solo lo abracé un instante, sintiendo cómo el frío de su cuerpo se mezclaba con el mío.

More Chapters