Ficool

Chapter 14 - Capítulo 13

[Liana]

El sol de la mañana me daba en la cara, aunque apenas era un calor ligero. Estaba inclinada sobre los costales, con mi cuaderno abierto en la mesa improvisada, repasando números con Marla y otras mujeres.

—Este lote de trigo… —dije, pasando mi dedo sobre la columna de registros—. ¿Lo tomamos como pérdida o lo dejamos en revisión?

Marla, con su trenza apretada y manos manchadas de harina, suspiró.

—El hielo lo alcanzó, Liana. Está duro como roca y húmedo. Si lo moliéramos, solo saldría una pasta agria. Mejor lo contamos como perdido.

Otra de las mujeres, Ilse, añadió:

—Al menos no fueron tantos. Con lo que queda, y los campos del sur, podremos reponer. No son números alarmantes.

Asentí, escribiendo con calma.

—Bien, lo anotamos como pérdida parcial. Reemplazo en proceso.

Afuera, los martillazos no paraban. Los hombres clavaban nuevas vigas en las paredes del almacén. El hielo de Eiren ya se había derretido, pero dejó la madera podrida en varias partes. Se escuchaban hachazos, gritos de coordinación, hasta risas cansadas.

De repente, entre nosotras, surgió el inevitable comentario:

—¿Se dan cuenta? —dijo Marla en voz baja, casi como si hablara de un secreto prohibido—. Por fin un mago en este pueblo. Aunque no haya nacido aquí…

Varias cabezas asintieron. Yo solo sonreí un poco, sin levantar la vista del cuaderno.

—Eiren es parte de este pueblo, Marla. Ya lleva un año aquí, ¿no es así?

—Claro, claro —contestó ella, levantando las manos—. Solo digo que… bueno, será recordado.

Antes de poder añadir más, un ruido quebró la rutina.

Un crujido fuerte, como cientos de cristales rompiéndose a la vez, llegó desde la dirección al pueblo. Después, el suelo tembló, leve, pero lo suficiente para hacer vibrar los costales y para que algunas de las mujeres soltarán un grito ahogado.

—¿Qué fue eso? —Ilse se llevó la mano al pecho.

Las aves que descansaban en los tejados levantaron el vuelo de golpe, llenando el aire con sus chillidos. Y, de repente, el calor ligero de la mañana fue reemplazado por un fresco extraño, demasiado intenso para ser natural.

Yo me quedé inmóvil, apretando la pluma en mi mano. El frío me caló los huesos con un reconocimiento inmediato. Alcé la mirada y encontré los ojos de Roderic, que estaba afuera ayudando con las reparaciones.

No dijo nada. Yo tampoco. Pero ambos supimos lo mismo: Eiren.

Algunos hombres se detuvieron, mirando de un lado a otro.

—¿De dónde vino ese ruido?

—¿No fue hacia la plaza?

—No… yo creo que fue hacia…

Los ojos de todos acabaron en nosotros. Y uno lo dijo sin rodeos:

—Vayan a ver si el chico está bien.

Marla me miró con preocupación.

—Ve, Liana. Yo me quedo con tus hijas, no te preocupes.

—Gracias, Marla —dije rápido, apretándole el brazo con fuerza antes de dar un paso atrás.

Un hombre acercó un caballo a Roderic.

—Tomen, así irán más rápido.

Roderic me tendió la mano desde la montura.

—Sube.

Me giré hacia Joren, que ya se había acercado con la mirada dura.

—¿Voy con ustedes?

—No —respondió Roderic, firme. Le señaló los costales y la gente—. Quédate aquí. Termina de ayudar.

Joren frunció el ceño, pero obedeció, aunque no sin refunfuñar:

—Hmph. No me gusta quedarme atrás…

Yo apoyé mi mano en su hombro antes de subir al caballo.

—Joren, te necesito aquí. Vigila a tus hermanas.

El muchacho asintió, aunque seguía tenso.

—Está bien. 

Me acomodé detrás de Roderic, rodeando su cintura con mis brazos. El caballo resopló, inquieto por el ambiente extraño que todavía colgaba en el aire.

—¿Lo sentiste? —murmuré al oído de mi esposo mientras comenzaba a cabalgar.

—Lo sentí —contestó él, con la voz grave y firme—. Ese no fue un ruido cualquiera.

Yo cerré los ojos un momento, con el corazón encogido.

—Nuestro hijo… está jugando con fuego.

Roderic apretó las riendas, acelerando el paso del animal hacia casa.

—Entonces será mejor que lleguemos antes de que se queme.

El galope era frenético, los cascos chapoteaban contra el lodo, y cada zancada levantaba agua sucia que nos salpicaba hasta el rostro. Me sujeté fuerte de Roderic mientras el caballo bufaba, resistiendo el suelo traicionero.

—¡Más rápido! —le grité, aunque sabía que ya le estaba pidiendo lo imposible.

—Si le meto más, nos vamos de cabeza al barro —gruñó él, apretando la mandíbula.

El camino se abrió y el pueblo apareció. Y allí estaban: decenas de personas fuera de sus casas, apiñadas, con los ojos clavados hacia la misma dirección. Algunos nos vieron pasar, otros apenas apartaron la vista, hipnotizados por… lo que fuera aquello. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda cuando vi el vapor blanco salir de sus bocas, como si fuera pleno invierno.

"Dioses…" pensé, al levantar la mirada.

Allí estaba. Una columna de hielo se alzaba torpemente hacia el cielo, deformada y afilada, como una lanza malformada, atravesando parte del suelo y los maderos de la cerca. Y abajo… escarcha, charcos congelados, ramas quebradas bajo el peso del frío.

El caballo resbaló en la entrada de la casa, relinchó y Roderic tuvo que tirar de las riendas con fuerza.

—¡Cuidado! —me advirtió.

Yo ya había saltado antes de que terminara la frase, aterrizando torpemente y sintiendo cómo el suelo me quería robar el equilibrio.

—¡Eiren! —grité, corriendo hacia la parte trasera.

Rodeé la casa y allí lo vi. Me quedé a medio paso, entre fascinación y miedo. El chico estaba de pie, temblando, con el brazo derecho cubierto de escarcha hasta el codo, el otro sosteniendo su cabeza como si le doliera. Trozos de hielo lo rodeaban como agujas quebradas.

—¡Maldición, maldición, maldición! —se quejaba, girando sobre sí mismo como si buscara un botón invisible para apagar aquello—. ¡Me van a matar, lo juro que me van a matar! ¿Cómo lo deshago? ¡Alguien ayúdeme!

—Eiren… —susurré, aún sin poder creer lo que veía.

Él levantó la vista y me miró, con los ojos abiertos de par en par.

—¡No quería hacerlo! —dijo de inmediato, levantando las manos como si yo fuera a acusarlo de asesinato—. Solo… estaba probando. Intentaba repetir lo de la bestia… ¡pero juro que no creí que pudiera pasar esto!

El hielo de su brazo crujió y un pequeño pedazo cayó al suelo con un tintineo que me heló la sangre.

—¿"Esto"? —repetí, señalando la monstruosidad de hielo que le sacaba varias cabezas a la casa—. ¿Llamas "esto" a un bloque de hielo que parece querer atravesar el cielo?

Él se encogió de hombros, con una risa nerviosa.

—Es… ¿un accidente artístico?

—¡Eiren! —le solté, más fuerte, tapándome la cara con la mano—. Esto no es gracioso, ¿te das cuenta de lo que acabas de hacer? El pueblo entero te escuchó.

—¡Ya lo sé, ya lo sé! —dijo desesperado, jalando de su brazo congelado, como si quisiera sacudírselo—. ¡Y está frío! ¡Por los dioses, está helado de verdad!

—Pues claro que está helado —bufé, corriendo hacia él para sujetarlo antes de que se partiera algo. Su piel estaba dura, como mármol helado—. Eiren… te vas a congelar tú mismo si no te calmas.

Él tragó saliva, los labios temblando.

—Yo no… no recuerdo cómo lo hice. Solo… sentí… como… como si el aire se metiera en mí, y luego… ¡boom! —hizo un gesto con las manos que salpicó escarcha al suelo—. Y ahora estoy… ¡atascado!

—¿Y pensaste que era buena idea ponerte a jugar con esa cosa sin avisar? —le reprendí, alzando una ceja.

—¡No estaba jugando! —protestó con voz quebrada—. Solo… quería entenderlo. Pero… creo que exageré un poquito.

Lo miré boquiabierta, incrédula.

—¿"Un poquito"? —repetí, señalando el enorme glaciar que ya atraía la atención de medio pueblo—. ¿Eso es "un poquito"?

Él bajó la cabeza, murmurando apenas:

—Bueno… tal vez más que un poquito.

Suspiré y me llevé las manos a la cintura, aunque el miedo aún me mordía por dentro. El hielo seguía crujiente, como si respirara, y yo no sabía si estaba a punto de crecer más o reventar en mil pedazos.

Detrás de mí escuché los pasos pesados de Roderic acercándose y su voz grave:

—¿Qué demonios hizo ahora?

Yo abrí la boca para responder, pero Eiren se adelantó con el rostro rojo de vergüenza.

—¡Yo no fui! ¡O sea… sí fui, pero no quería!

Roderic llegó detrás de mí, y lo primero que hizo fue soltar un bufido tan fuerte que casi lo confundí con el viento frío que nos rodeaba.

—Por todos los dioses, Eiren… —su voz retumbó como un trueno—. ¿Acaso no tienes remedio? ¡Ayer apenas despertaste después de una semana y media inconsciente y ya andas levantando glaciares en el patio!

—¡No fue mi intención! —se defendió el muchacho, alzando las manos como un niño atrapado con la miel—. Yo… yo solo estaba… practicando…

—¿Practicando? —salté yo, incrédula—. ¡Practicando! ¿Así le llamas a casi partir la casa en dos con una columna de hielo?

Eiren se mordió el labio, bajando la mirada como si esperara que el suelo se lo tragara.

—Bueno… sí… pero… vamos, tampoco es tan grande… ¿o sí? —se atrevió a decir, mirando de reojo la monstruosidad helada.

Yo lo señalé con el dedo, furiosa.

—¡Se ve desde la plaza del pueblo!

Él levantó las cejas, nervioso, y de pronto… soltó una risita.

—Heh… ¿y si hago otra, más alta? Así al menos queda… simétrico.

—¡Eiren! —grité, al borde de perder la paciencia.

Roderic dio un paso adelante, serio como nunca.

—Ni se te ocurra, muchacho.

La risa de Eiren se apagó de golpe, y comenzó a balbucear.

—¡No, no, no, no me malinterpreten! No quería hacer esto, de verdad, ¡ni siquiera sé cómo lo hice! Yo solo… cerré los ojos… me concentré… y… boom. ¡Y ahora parece que maté a alguien o algo!

Se giró hacia nosotros, con el rostro pálido, los labios temblando, como si ya esperara que lo lleváramos al cadalso.

—¡Se los juro, no soy un criminal!

Yo me llevé una mano a la frente, mientras Roderic negaba lentamente con la cabeza.

—Nadie ha dicho eso… todavía —masculló mi marido.

Antes de que pudiera responder, me fijé en su brazo derecho.

—¡Eiren, tus dedos!

Me acerqué de golpe, tomándole la muñeca. Su piel estaba azulada, la escarcha cubría su ropa y al tocarlo sentí un frío tan profundo que me recorrió hasta el hueso.

—¡Está congelado! —grité.

Él me miró con ojos desorbitados.

—¡¿Congelado?! ¡Yo no lo siento! O sea, sí, lo siento frío, pero… ¿azul? ¿De qué tono? Azul oscuro o… azul cielo.

—¡No es momento de hacer chistes! —le reprendí.

—¡No estoy bromeando! —insistió—. Si es azul cielo todavía se ve bonito, pero si es azul muerto ya estoy en problemas, ¿no?

Yo casi lo sacudo de la desesperación.

—¡Eiren, te vas a caer redondo si no paras!

Para empeorar la situación, ya había gente acercándose. Vecinos, curiosos, mujeres con niños en brazos, hombres con herramientas en mano. Susurros, murmullos. Todos nos miraban a nosotros y, sobre todo, a la torre de hielo que dominaba el patio.

—¡Lo sabía! —se tapó la cara con las manos—. Me van a acusar de brujería, de arruinar la cosecha, de enfriarles las camas en verano… ¡Me van a linchar!

—Eiren, cállate un segundo —le ordené, intentando sonar calmada.

Pero él seguía:

—¡Yo no lo pedí! ¡No elegí nacer con… con esto! Ni siquiera sé qué es. Tal vez soy un peligro, tal vez debería amarrarme las manos, o… o meterme en un pozo de agua hirviendo para compensar…

—¡Basta! —rugió Roderic, dando un paso adelante. Su voz hizo que incluso los vecinos callaran un momento.

El silencio se cortó solo por el crujido del hielo y la respiración agitada de Eiren.

Yo lo sujeté fuerte de los hombros, obligándolo a mirarme.

—Escúchame, mocoso terco —le dije con dureza—. Nadie va a matarte, ni a acusarte de crímenes. Pero si sigues actuando como un idiota, tal vez me vea obligada yo misma a golpearte en la cabeza hasta que entres en razón.

Él parpadeó, con un gesto entre miedo y risa nerviosa.

—¿Eso cuenta como intento de homicidio?

—¡Eiren!

Los murmullos de la gente volvieron, más fuertes. Uno de los hombres murmuró algo como "mago…", otra mujer dijo "milagro" y alguien más agregó "peligro".

El chico tragó saliva, mirando alrededor como si fueran jueces a punto de dictar sentencia.

—Oh no… ya está, ya me enterraron…

Y yo, a pesar de todo, no pude evitar soltar una risa breve, amarga.

—¿Enterrarte? —negué con la cabeza, apretándole el brazo helado con cuidado—. Muchacho, como sigas así, ni falta nos va a hacer enterrarte. Te vas a congelar solito.

Yo tiré de Eiren por el hombro, casi arrastrándolo, porque el tonto no quería dejar de mirar la torre de hielo como si todavía no creyera haberla hecho.

—¡Vamos adentro, ahora mismo! —le ordené.

—¡Pero..!

—¡Nada de "peros"! —lo interrumpí—. O entras o te congelo yo misma la otra mitad del cuerpo para que hagas juego.

El muchacho puso cara de espanto y obedeció al instante. Apenas crucé la puerta, detrás de mí escuchaba a los vecinos soltar una avalancha de voces.

—¡Miren nada más la altura de eso! —dijo un hombre con la voz ronca—. ¿Qué mide? ¿Cinco, seis metros?

—¡Más! —contestó otro—. Yo diría que ocho fácil.

—Ridículo, ¡es ridículo! —se rió un joven—. Apenas ayer el chiquillo estaba en cama y hoy ya nos levanta un monumento helado en el patio.

—Prodigio —soltó una mujer, casi en un susurro.

—¿Prodigio o peligro? —replicó otro, aunque no sonaba agresivo, más bien confundido.

Yo, mientras tanto, empujaba a Eiren a la mesa del comedor. Lo senté de golpe en la silla.

—¡Quieto! —le dije, arremangándole la manga congelada—. Déjame ver tu brazo.

Él intentó apartarlo con nerviosismo.

—No, no, no, ¡está bien! ¡Mira! Todavía puedo mover los dedos. —Los agitó frente a mí, temblando como ramas.

—¿Moverlos? ¡Se ven azules, Eiren! ¡Si sigues así se te van a caer solos!

El chico abrió los ojos como platos.

—¡¿Se me van a caer?!

—¡No seas dramático! —resoplé, aunque lo dije más para tranquilizarlo que porque yo misma lo creyera.

Mientras yo peleaba con él, Roderic se quedó en la entrada, enfrentándose a los vecinos que murmuraban.

—Está bien, tranquilos todos —los escuché decir con su voz grave—. No hay motivo para alarmarse.

—¿Al no alarmarse le llama esto? —preguntó un hombre riéndose—. ¡Mire esa cosa! Ni en los inviernos más crudos hemos visto tanto hielo.

Otra mujer levantó la voz, curiosa:

—¿Cómo lo hizo? ¿De dónde sacó tanta magia? ¡Si apenas ayer despertó!

—Sí… —otro añadió—. ¿Acaso es un prodigio?

Roderic levantó la mano, imponiendo silencio.

—No es ningún prodigio, ni tampoco un monstruo. Es un muchacho, igual que cualquiera de los nuestros. Lo que pasó aquí fue un accidente, nada más.

Hubo un murmullo general, y alguien soltó en tono burlón:

—Pues qué accidente más exagerado, ¿eh? Casi nos pone un faro de hielo en el pueblo.

Algunos rieron, otros seguían mirando la columna helada con desconfianza.

Mientras tanto, yo me incliné sobre Eiren, frotándole el brazo con un paño húmedo y tibio, intentando quitarle la escarcha.

—A ver, ¿sientes esto?

—… Un poquito… —respondió con cara de sufrimiento—. Como… como agujas clavándose.

—Bien. Si duele, es que todavía hay algo de vida en tu brazo.

—¡Eso no me tranquiliza! —se quejó.

—Pues a mí sí —le solté seca.

Desde afuera, un muchacho gritó:

—¡Oigan! ¡Si el niño puede hacer eso ahora, imaginen lo que hará en unos años!

Y otra voz replicó con una carcajada:

—¡Con suerte no nos congela el río entero!

Yo suspiré fuerte, apretando los labios.

—Escúchame bien, Eiren. —Le sujeté la barbilla para que me mirara a los ojos—. Lo que pasó allá afuera no es un crimen. Nadie va a venir a quemarte en la plaza ni a encerrarte en una jaula, ¿entiendes?

Él tragó saliva, dubitativo.

—¿De… de verdad? Porque afuera suenan como si ya estuvieran decidiendo qué piedra usar para lanzármela.

—¡No exageres! —bufé—. Son vecinos, Eiren, no jueces.

—¡Peor! Los vecinos son más chismosos.

Tuve que contenerme para no soltarle un zape en la cabeza.

Mientras tanto, escuché la voz de Roderic imponiéndose otra vez:

—Ya lo dije, el muchacho está bajo nuestro cuidado. Yo mismo hablaré con él y me aseguraré de que no haya otro… espectáculo como este.

—¿Y si vuelve a pasar? —preguntó alguien.

—Entonces yo mismo lo controlaré —respondió mi marido, con ese tono que no dejaba lugar a dudas.

Algunos asintieron, resignados, otros se rieron con nervios. Poco a poco la gente empezó a dispersarse, aunque no sin antes lanzar una última mirada curiosa hacia la torre de hielo que aún se erguía orgullosa detrás de la casa.

Yo le pasé otro paño a Eiren, frotando con más fuerza.

—Dime una cosa, mocoso. ¿Qué demonios estabas pensando?

Él se encogió de hombros, cabizbajo.

—Que si ya había hecho un desastre en el almacén, al menos debía aprender cómo lo hice…

—¡Y tu conclusión fue reventar medio patio! —me llevé la mano a la frente.

Él se mordió el labio, y luego, casi sin poder evitarlo, soltó una risita tonta.

—Bueno… al menos salió bonito, ¿no?

Yo lo miré con tanta furia que se calló de inmediato.

La puerta se abrió de golpe y el aire fresco entró con Roderic. Su sombra llenó la entrada, y por un segundo me recordó a cuando los niños se portaban mal y bastaba con que él apareciera para que se quedaran quietos como estatuas.

Eiren tragó saliva, encogido en la silla, con el brazo todavía envuelto en los paños.

—¿Se puede saber qué demonios estabas pensando? —tronó la voz de Roderic, fuerte, aunque no gritó.

—Yo… yo… —balbuceó Eiren, mirando el suelo—. Solo estaba… probando.

—¿Probando? —Roderic dio un paso dentro y cerró la puerta detrás de sí—. ¡Una semana en cama! ¡Una semana, muchacho! Con fiebre, inconsciente, sin que supiéramos si ibas a abrir los ojos de nuevo. ¡Y ayer apenas despiertas, y hoy decides que lo mejor es levantar un pilar de hielo que casi se ve desde la colina!

—Yo no quería que fuera tan grande… —murmuró Eiren, escondiendo la cara entre las manos—. Solo quería repetir la sensación…

—¡La sensación! —repitió Roderic con ironía—. Pues tu "sensación" casi parte el patio en dos.

Yo intervine, frotando aún el brazo del chico, que aunque ya no estaba azul del todo seguía helado al tacto.

—Roderic, calma. Mira cómo tiene el brazo. Si sigues gritándole, lo único que va a lograr es ponerse peor.

Él se inclinó hacia adelante, observando de cerca el tono amoratado de la piel. Frunció el ceño, y aunque no lo dijo, sé que estaba preocupado.

—¿Duele? —preguntó, esta vez más bajo.

—Un poco… —admitió Eiren—. Como agujas, como fuego frío…

—Eso no suena a "un poco" —resopló Roderic, pero me lanzó una mirada como diciendo cuida de él.

Eiren levantó los ojos hacia nosotros, nervioso.

—¿Y si… y si mejor me voy al bosque para entrenar? —preguntó de pronto—. Así, si hago otra cosa rara, al menos no congelo el pueblo entero.

Yo golpeé la mesa con la palma abierta.

—¡Ni hablar!

Eiren dio un salto en la silla.

—¿Pero no sería más seguro?

—Lo que sería seguro es que no entrenes nada por ahora —le dije con firmeza—. No sabes lo que hiciste, ni cómo lo hiciste. Ni siquiera lo viste, solo sentiste… cosas.

—Pero si no practico… —intentó replicar.

—Si no practicas, al menos no terminas con el brazo congelado hasta el hombro y sin poder moverlo mañana —le corté—. Y créeme, si vuelves a enfermar como la semana pasada, no será una simple fiebre.

Roderic asintió, cruzándose de brazos.

—Tu madre tiene razón. Primero recuperas el cuerpo. Después ya veremos cómo controlas esa magia tuya.

—¿Y el hielo de afuera? —preguntó el chico con voz baja, como si ya esperara el castigo.

—El hielo de afuera… —respondí, suspirando—. Ya veremos. Si no se derrite solo, lo quitaremos a golpes, o lo aprovecharemos para enfriar la leche de las vacas, qué sé yo.

Roderic soltó una carcajada breve.

—Mira que si los vecinos empiezan a traer la carne a tu pilar de hielo para guardarla, tendremos que cobrar renta.

Eiren levantó la vista, sorprendido por la risa de su padre, aunque no duró mucho. Roderic recuperó el gesto serio.

—Esto que pasó no es cualquier cosa, Eiren. Todos lo vieron. Y aunque nadie te acusa de nada, la gente está hablando. Por eso tienes que ser cuidadoso. No puedes lanzarte así sin pensar.

El chico bajó la cabeza otra vez, murmurando:

—Lo siento… de verdad. Yo solo quería… entender.

Yo le acaricié el cabello, suspirando.

—Lo entenderás, pero no hoy. Hoy lo único que harás será descansar. Nada de libros, nada de pruebas. Solo reposo. ¿Me oíste?

Eiren infló las mejillas como niño regañado.

—Sí, madre…

—Bien —dijo Roderic, aunque en sus ojos aún brillaba esa chispa de curiosidad contenida—. Porque aunque no lo digas, sabes tan bien como yo que lo que hiciste allá afuera… es asombroso.

El chico abrió los ojos, confundido.

—¿Entonces… no estás enojado?

—Claro que estoy enojado —gruñó Roderic—. ¡Pero también estoy orgulloso! Solo que no lo voy a admitir del todo, porque si lo hago, mañana me levantas otra montaña de hielo en medio del huerto.

Yo no pude evitar soltar una risa, aunque traté de taparla con la mano.

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