[Liana]
El murmullo del pueblo era un mar de miedo. Todos estábamos reunidos en la plaza, rodeados por un muro de soldados y aventureros con armas en mano, atentos, vigilando cada rincón como si en cualquier momento algo pudiera irrumpir entre nosotros. Las madres mantenían a sus hijos cerca, los ancianos se aferraban a sus bastones y los hombres intentaban disimular el temblor de sus manos sujetando picas, horquillas o lo que pudieran usar.
Yo estaba entre ellos, con mis niñas pegadas a mi falda. Sentía sus pequeños cuerpos temblar contra el mío, el corazón de ambas latiendo desbocado. Les acariciaba el cabello, las abrazaba fuerte, como si pudiera cubrirlas con mi propio cuerpo del peligro que todavía no alcanzaba a comprender.
No dejaba de mirar hacia la dirección del almacén. Allí… allí estaban Joren y Eiren. Mis muchachos. Los dos.
La mayor de mis hijas, con voz temblorosa, levantó la cabeza y me miró.
—M-mamá… ¿y si… y si les pasó algo?
La más pequeña me jaló de la manga con manos heladas.
—Mami… ¿y mis hermanos? Dijiste que iban a volver pronto.
Tragué saliva. Mi pecho me dolía con cada respiración. No podía dejar que me vieran quebrarme. Ellas me necesitaban fuerte, firme. Así que forcé una sonrisa, aunque la garganta se me cerraba.
—Van a regresar, mis amores. ¿Me oyen? Sus hermanos son fuertes. Muy fuertes.
Pero ni yo misma creí del todo mis palabras.
Los murmullos de la gente se alzaban y caían como olas. Nadie se atrevía a hablar demasiado alto, como si el miedo pudiera atraer más desgracia. Solo mirábamos al mismo punto: aquella dirección donde había estallado el rugido, donde los soldados y aventureros habían corrido, donde mis hijos habían ido antes de que todo ocurriera.
Entonces, entre los gritos de alerta de los soldados, vimos movimiento. Un grupo regresaba.
—¡Vienen! —susurró alguien a mi lado.
Me levanté de golpe, casi arrastrando a mis hijas conmigo. Entrecerré los ojos, el corazón golpeando contra mi pecho como si quisiera salirse.
Los reconocí. Era un grupo de caballos, y al frente, Garren.
Garren… y en sus brazos llevaba a alguien.
Sentí un escalofrío recorrerme de pies a cabeza.
Corrí hacia ellos, arrastrando a mis niñas conmigo, incapaz de contenerme. A cada paso sentía que me iba a caer, que el suelo se desmoronaba bajo mis pies.
Cuando por fin estuvieron lo suficientemente cerca, lo vi con claridad.
—¡Joren! —grité, la voz rota.
Mi hijo estaba en los brazos de Garren, inconsciente, con la cabeza ladeada y manchas de sangre en su rostro. Su piel estaba demasiado pálida, su ropa sucia, rasgada.
—¡Mi niño! —alcancé al caballo, extendiendo las manos, como si pudiera arrancarlo de allí y traerlo de vuelta conmigo en ese instante.
Mis hijas comenzaron a llorar, abrazándose a mis piernas, llamando a su hermano con voces quebradas.
Garren detuvo al caballo con fuerza y bajó con cuidado, sosteniendo a Joren como si fuera lo más frágil del mundo.
—Está vivo, Liana —me dijo con voz firme, aunque sus ojos mostraban la tensión—. Escúchame: está vivo. Solo está herido y aturdido.
Lo recibí entre mis brazos, y casi me desplomé bajo el peso, no porque fuese demasiado para mí, sino porque sentía que el alma me abandonaba con solo verlo en ese estado. Lo apreté contra mi pecho, acariciando su cabello, ignorando la sangre que manchaba mi vestido.
—Mi amor… mi niño… —le susurré, las lágrimas resbalando por mis mejillas sin control.
Pero una pregunta ardía en mí, creciendo, consumiéndome con cada latido. Levanté el rostro hacia Garren, el corazón a punto de salírseme del pecho.
—¿Y Eiren? —pregunté con la voz temblorosa—. ¿Dónde está mi otro hijo?
El silencio de Garren fue como una daga.
Mis hijas sollozaban, mirándome con los ojos grandes, esperando una respuesta que yo no podía dar.
Un hombre entre los aventureros se acercó apresurado, con un frasco en la mano. El vidrio verde resplandecía bajo la luz de las antorchas, y al destaparlo, un olor fuerte y amargo inundó el aire.
—Es una poción curativa —dijo con rapidez—. No hará milagros, pero cerrará la herida lo suficiente para que no empeore.
Yo apenas pude asentir, todavía sosteniendo la cabeza de mi hijo sobre mis rodillas. El aventurero inclinó el frasco y dejó caer el líquido espeso sobre el corte, allí donde el cabello de Joren estaba pegado por la sangre. El verde se mezcló con el rojo y se filtró entre los mechones.
Joren soltó un gemido bajo, casi un quejido de animal herido. Me sobresalté, mis manos lo sostuvieron con más fuerza.
—Shhh, mi amor, tranquilo, tranquilo… mamá está aquí.
El aventurero me miró con seriedad.
—Si funciona, lo sabremos en minutos. Que respire, que descanse.
Quise preguntarle más, pero no tuve tiempo.
Un nuevo grupo apareció, y la multitud se agitó. Escuché gritos, susurros, pasos pesados. Levanté la cabeza y lo vi.
Era Roderic.
Mi esposo venía caminando con los hombros tensos, el rostro endurecido… y en sus brazos llevaba a Eiren.
Mi respiración se detuvo.
—¡No…! —las palabras se me ahogaron en la garganta.
Eché a correr hacia él, con las niñas sujetando mis faldas entre llantos.
Eiren estaba inconsciente. Su cuerpo parecía un cadáver marchito en brazos de su padre: pálido, helado, con escarcha pegada a la piel y al cabello. Sus brazos estaban cubiertos por placas de hielo, incluso parte de su cuello parecía atrapado en esa prisión helada.
—¡Eiren! —mi voz quebró el aire—. ¡Eiren, despierta!
Me abalancé sobre él, intentando tocarle el rostro, pero un frío agudo me mordió los dedos. Retiré la mano, temblando.
—Está helado… ¡dioses, está helado!
Roderic no me miraba, caminaba directo hacia el centro de la plaza, donde los soldados habían despejado un espacio. Su respiración era dura, y sus ojos… sus ojos estaban fijos en nuestro hijo, como si toda su voluntad estuviera puesta en no derrumbarse.
—Está vivo —dijo con voz ronca, apenas audible—. Lo siento… pero está vivo.
La gente alrededor murmuraba. Algunos daban un paso atrás al ver el hielo. Otros señalaban, comentaban cosas que no alcanzaba a oír con claridad.
Alenya sollozaba, tirando de mi manga.
—¿Qué le pasa, mamá? ¿Qué… qué tiene Eiren?
Miriel apretaba mis manos con tanta fuerza que sus dedos parecían querer fundirse con los míos.
—¿Se va a morir? —susurró, con la voz rota.
Me arrodillé junto a Roderic, las lágrimas cegándome, y puse mis manos temblorosas en el pecho de mi hijo, aunque el frío me calaba hasta los huesos.
—No… no, mis niñas. Él no va a morir. ¿Me oyen? ¡Él no va a morir!
Pero dentro de mí… el miedo era tan grande que apenas podía respirar.
Me temblaban las manos al ver los fragmentos de escarcha cubriendo a mi hijo. No era como la nieve en invierno, ni como el hielo que uno recoge del pozo en las madrugadas más frías. Esto era distinto… vivo, extraño, como si respirara con él.
—¿Por qué… por qué tiene hielo en el cuerpo? —mi voz salió entrecortada, apenas un susurro ahogado por el miedo.
Roderic bajó la mirada hacia mí, y en sus ojos no había sorpresa… había reconocimiento. Como si, en lo profundo, ya hubiese sospechado algo.
—Puede que haya despertado su magia.
Sentí que el suelo se me movía bajo los pies.
—¿Magia? —repetí, sin creerlo.
Antes de que pudiera preguntar más, una voz clara cortó el silencio. Era la mujer de la lanza. Había llegado detrás de Roderic y miraba a Eiren con los ojos fijos, serios, sin apartar la vista de los cristales helados que aún lo rodeaban.
—No me equivoqué —dijo con firmeza, su lanza apoyada en el suelo, el fuego aún danzando débilmente en su brazo derecho como un resplandor contenido—. Ayer lo sentí. Ese chico tiene mana. Y no es poco.
Algunos de los soldados y aventureros murmuraron entre sí, y yo noté cómo varias miradas se posaban en Eiren, unas con asombro, otras con desconfianza.
—¿Mana? —alcancé a decir, aunque conocía la palabra, nunca la había imaginado vinculada a mi hijo—. Pero… pero es solo un chico…
—No es raro que plebeyos lo posean —replicó la mujer con calma, aunque su mirada seguía atenta al cuerpo helado de Eiren—. Desde hace siglos la sangre de nobles se ha mezclado con la del pueblo común. Algunos heredan mana y la magia. A veces débil, a veces fuerte… depende de la chispa que despierte.
Se inclinó un poco, observando el hielo que envolvía los brazos y el cuello de mi hijo, como si estuviera estudiando un fenómeno extraño.
—Y este chico… —su tono bajó, casi para sí misma—. Este chico lo despertó de golpe. Magia de hielo.
Mi corazón latía desbocado, no sabía si de alivio o de temor. Apreté la mano de Eiren, aunque el frío me hacía estremecer.
—Entonces… ¿esto lo hizo él? —pregunté, mi voz cargada de incredulidad y un temor que no podía ocultar.
Roderic asintió con seriedad.
—Sí. Lo vi con mis propios ojos. Esa bestia estaba muerta… atravesada por hielo. Y fue él quien lo hizo.
Las palabras de mi esposo cayeron como piedras sobre mí.
Mis niñas se aferraron más fuerte a mis brazos, sus ojos grandes y asustados.
Yo lo miraba, a mi hijo… nuestro hijo. Inconsciente, vulnerable, y sin embargo, capaz de algo que escapaba a todo lo que yo había conocido en esta vida sencilla de campesina.
Y entonces una duda, una punzada cruel, atravesó mi pecho.
"¿Quién eres realmente, Eiren?"
****
[Eiren]
Abrí los ojos de golpe.
Un grito… desgarrador, roto, se había clavado dentro de mi cabeza como un filo helado.
No era mío. No lo era.
Pero lo escuché tan fuerte que sentí como si mi pecho se rompiera.
—¡Agh…! —me llevé la mano al corazón, jadeando, mientras una punzada brutal atravesaba mi pecho y mi sien al mismo tiempo.
Intenté levantarme, pero apenas me incorporé, mi cuerpo me traicionó y caí torpemente al suelo. El golpe resonó, pesado, haciendo eco en la habitación. Mi respiración era irregular, entrecortada, como si hubiese corrido por horas.
Todo dolía. Cada músculo, cada hueso.
De pronto, las imágenes comenzaron a golpearme, una tras otra.
Un cuchillo apoyado contra el cuello de alguien.
Mis manos… bañadas en sangre.
Lodo pegado a mi ropa, mientras a mi alrededor había sombras caminando, moviéndose sin forma.
Combates. Gritos.
Golpes.
Heridas abiertas.
Dolor, dolor, dolor.
—¡Detente…! —jadeé, apretando mis sienes con ambas manos—. ¡Basta!
Las visiones no se detenían, se mezclaban con el presente. Cada imagen era como un martillazo en mi cabeza. Tropecé contra la cama, luego contra una silla, tirando lo que había encima. Todo se vino abajo conmigo, golpeando el suelo en un estruendo.
—¿Qué… qué es esto? —mi voz se quebró, entre jadeos.
Sentía la garganta seca, como si hubiera gritado durante horas, aunque no recordaba haberlo hecho.
Me arrastré torpemente, buscando aire, buscando control, pero cada vez que parpadeaba… las imágenes regresaban. Sangre. Gritos. Hielo.
El frío.
Otra vez ese frío recorriendo mis brazos.
—¡No! ¡No soy yo! —golpeé el suelo con la mano, y un crujido seco me respondió. El piso, bajo mi palma, estaba cubierto de escarcha.
El mismo frío que había sentido antes de perder el conocimiento. El mismo que ahora surgía sin que lo pudiera detener.
Y entonces… lo escuché otra vez.
Ese grito.
Rasgado. Doloroso.
Una voz desconocida, pero que me quemaba el pecho como si fuera parte de mí.
—¿Quién… eres…? —murmuré, temblando, mientras mi respiración se aceleraba.
No hubo respuesta, solo la punzada en mi interior, cada vez más fuerte.
El ruido en mi cabeza era insoportable.
El frío se extendía por mis brazos, mis manos temblaban sobre el suelo cubierto de escarcha.
El dolor en mi pecho me doblaba, como si un hierro candente se me hubiera incrustado en el corazón.
Y entonces…
—¡Eiren!
La voz de mi madre.
Suave, temblorosa, pero firme en la urgencia.
—¡Eiren, mírame, hijo! —sentí sus manos cálidas sujetándome por los hombros.
Me estremecí. Quise responder, pero mi garganta no me obedecía. El dolor era demasiado, los recuerdos borrosos me golpeaban como relámpagos.
—¡Hijo, respira! ¡Concéntrate en mi voz! —ella me sacudió un poco, como si quisiera arrancarme del abismo.
Detrás de ella, la voz grave de mi padre atravesó el caos:
—¡Eiren, escucha a tu madre! ¡Respira conmigo!
Sus manos fuertes se posaron sobre las mías, que seguían temblando. Me sostuvo con fuerza, obligándome a sentir que estaba aquí, ahora, no en esos recuerdos deformes.
—No puedo… —jadeé, con la voz rota—. No puedo, me duele… ¡me duele demasiado!
Mi madre me atrajo hacia su pecho, y por un instante el olor de su piel, cálido y familiar, me golpeó con una sensación extraña. Como si hubiera sentido ese abrazo antes… y al mismo tiempo nunca.
—¿Qué te duele, hijo? ¿La cabeza? ¿El cuerpo? —su voz era un torbellino de preocupación.
—¡No lo sé! —grité, y mi voz quebrada me asustó más que a nadie—. No… no es mío… este dolor… no es mío…
Mi padre frunció el ceño, sus manos no soltaron mis brazos.
—¿Qué quieres decir con que no es tuyo?
Lo miré con ojos temblorosos, respirando a bocanadas.
—¡No lo sé! ¡No lo sé! Pero está aquí… aquí adentro… —golpeé mi pecho con el puño—. Como si algo se hubiera roto dentro de mí… como si no fuera yo…
Mi madre acarició mi rostro, intentando calmarme, pero la presión en mi cabeza explotó de nuevo.
Flashes.
Lluvia cayendo sobre mí.
Un acantilado.
Una mano grandes sosteniendo la mía.
Un grito que desgarraba el aire.
Y esos ojos…
Azules, casi blancos.
Inmensos.
Llenos de desesperación.
—¡No… no quiero ver más! —me cubrí el rostro con las manos heladas.
—¡Eiren! —mi madre apretó mi rostro entre sus manos, obligándome a mirarla—. ¡Escúchame, cariño, estás aquí, conmigo, estás a salvo!
Su voz temblaba. No sé si trataba de calmarme a mí o a sí misma.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó mi padre , con la mandíbula apretada—. Dímelo, hijo.
Las palabras me salieron en pedazos, rotas:
—Lluvia… barro… sangre… ojos… alguien… alguien gritando… ¡me duele!
El frío de mis manos se intensificó, una capa de escarcha comenzó a cubrir la madera bajo mis rodillas. Mi padre me sujetó con más fuerza.
—¡Concéntrate! ¡No eres tu dolor! —gritó, su voz firme como un ancla.
—¡Pero es real! —le respondí con rabia y desesperación—. ¡Lo siento! ¡Está sufriendo! ¡Puedo sentirlo!
Mis palabras resonaron en el silencio de la habitación. Mi madre se quedó inmóvil un segundo, con los ojos abiertos como platos.
—¿Quién…? —su voz se quebró—. ¿Quién está sufriendo, Eiren?
Tragué saliva, mis labios temblaban.
—No lo sé… pero lo siento… tan fuerte… como si fuera mío…
El dolor en mi pecho volvió a apretarse, tanto que me encorvé otra vez.
—¡Hijo! —mi madre me sostuvo con fuerza, su abrazo era casi desesperado—. Resiste, por favor, estamos contigo, no estás solo.
Mi padre me miraba fijamente, con esa mezcla de fuerza y temor que nunca había visto en él.
—Sea lo que sea —dijo en voz baja, más para sí mismo que para mí—, no lo vas a enfrentar solo.
Supe que quería creerlo. Yo quería creerlo.
Pero el grito seguía resonando en mi cabeza, cada vez más fuerte.
Y en el fondo de mí… algo, o alguien, seguía llamándome.
Mi vista empezó a traicionarme. Todo se volvió una mezcla de blanco y azul, como mirar por una puerta entreabierta al amanecer. La voz de mi madre —tan cercana, tan real— flotaba sobre mí, amortiguada como por una manta húmeda.
—Respira, hijo… respira —susurró Liana, una y otra vez—. Escucha mi voz.
Mi padre, pesado y firme, seguía ahí, su mano como un ancla en mi brazo. Sentía el calor de su piel contra la mía, pero el frío ascendía desde mi interior, rallando cada nervio. Traté de concentrarme en ellos, en el latido humano que me sostenía, como me habían dicho. Quise aferrarme a esa compañía con todas mis fuerzas.
—No te vayas, no ahora —oyó la voz de mi padre sin palabras articuladas, más un gruñido de hombre que no acepta la derrota—. No nos dejes.
Voces detrás, pasos apremiantes, murmullos de gente que se movía nerviosa. La mujer de la lanza, su respiración corta, alguien hablando de un estabilizador, Garren murmurando órdenes. Todo quedaba lejos y, sin embargo, demasiado cerca.
—Eiren… hijo… —la voz de mi madre se quebró y en ella hubo miedo, pero también una ternura que me quemó más que el hielo—. Te necesito aquí, ven…
Quise responder. Quise decirles que lo sentía, que lo sentía todo, que ese grito no era sólo mío sino de alguien que me pedía auxilio. Quise jurar que permanecería, que no cedería a la oscuridad. Pero las palabras se enredaban en mi garganta como si la propia noche las arrancara.
—No… no me sueltes —susurré sin voz, y Mi padre apretó aún más.
Sentí una mano —quizá la de Joren— posarse temblorosa sobre mi frente. Calor humano. Un olor a paja húmeda, a cueros, a pan viejo. El mundo era calor y frío al mismo tiempo, y mi cuerpo no sabía dónde refugiarse.
La presión en el cráneo fue la última que soporté: un martillo sordo que martillaba por dentro y me dominaba. Forcé los párpados, traté de fijarme en un rostro —el de mi madre—, en una promesa —la de mi padre—, en la mueca tonta de Joren que siempre intentaba hacerme reír. Quería que esos puntos de luz fueran mi ancla.
—Quédate con nosotros.
Mi madre inclinó su rostro junto al mío y, contra todo lo que quedaba de claridad, me rozó la frente con los labios.
—Aquí estamos —fue todo lo que dijo, y su voz fue como una manta.
Hubo un instante en que la mezcla de calor y hielo, de gritos y susurros, se unió en una nota única. Sentí, por un latido puro, todo lo que me rodeaba: manos que me sostenían, respiraciones que marcaban un ritmo, el latido compartido de quienes no estaban dispuestos a dejarme ir.
Y entonces la oscuridad se abrió, suave y profunda como un pozo sin fondo.
Mis últimos pensamientos antes de ceder fueron confusos, casi dulces: la promesa de no soltar, la certeza de que alguien me buscaba, la impotente claridad de que algo grande había despertado dentro y que no sabía todavía si eso era salvación o condena.
Después, nada. Solo un silencio frío que me tragó, y el mundo entero se apagó.
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[?????]
El trueno desgarró el cielo como un rugido de bestia. La luz blanca iluminó todo un instante, y la oscuridad volvió con más fuerza, acompañada del golpeteo violento de la lluvia contra el vidrio.
—¡No! —grité con todas mis fuerzas, la garganta ardiendo como si se me desgarrara.
Mi mano estaba extendida hacia el cielo, los dedos tensos, casi quebrados de tanto aferrarse. Sentía la lluvia caer sobre mi espalda, fría, incesante, como agujas heladas perforándome la piel.
—¡Por favor, no te sueltes! —suplicaba, mi voz ahogada entre sollozos y agua—. ¡Ya casi te tengo! ¡Ya casi…!
Podía sentir sus deditos, pequeños, resbalando entre los míos. El barro, el agua… todo conspiraba contra mí. Apreté más fuerte, mis uñas clavándose en su piel delicada, mientras lágrimas calientes se mezclaban con la tormenta.
—¡No! ¡No, no, no! ¡Aguanta! ¡Aguanta! —gemí, inclinándome más sobre el borde del acantilado, sintiendo la roca ceder bajo mis rodillas.
Entonces ocurrió.
Un instante bastó.
Un resbalón.
Un vacío en mis manos.
Su manita se escapó de la mía.
Lo vi caer.
Cayó con el agua, con el lodo, con el rugido del río devorándolo todo.
Mi grito se rompió en la tormenta, un eco desgarrador que ni la lluvia pudo ahogar.
—¡NOOOOOO!
Mis uñas arañaron el suelo, mis brazos se tendieron inútiles al vacío. Quise lanzarme, quise seguirlo, pero algo me contuvo. Mis manos sangraban, mi cuerpo temblaba, mi pecho ardía como si me lo desgarraran desde dentro.
—¡Lo siento! ¡Lo siento, perdóname! ¡Dioses, perdóname! —mi llanto era insoportable incluso para mis propios oídos.
Entonces una voz. Grave, firme, como un ancla.
—¡Cálmate! —me llamó, a lo lejos al principio, luego más cerca—. ¡Cálmate, no está pasando nada!
Una sombra me envolvió, unos brazos fuertes me rodearon por detrás, sujetándome con fuerza cuando yo seguía estirando las manos al vacío que ya no existía.
—¡Suéltame! —rugí entre sollozos, luchando contra aquel agarre—. ¡Tengo que alcanzarlo! ¡Tengo que…!
—¡No hay nadie! —la voz insistía, dura y a la vez dolida—. ¡Ya pasó, entiéndelo!
—¡No! —mis uñas arañaban el aire, como si todavía pudiera tocarlo—. ¡Puedo sentirlo! ¡Puedo sentirlo aún! ¡Está sufriendo, me necesita! ¡Él me necesita!
Me estrechó más fuerte, como si temiera que yo misma me lanzara al vacío.
—Basta… —susurró cerca de mi oído, y por primera vez la dureza de su voz se quebró—. Basta, ya…
Pero yo sollozaba con violencia, mi frente contra su pecho, mientras mis labios repetían, una y otra vez:
—Lo siento… lo siento… lo siento…
La tormenta en mi memoria se mezclaba con la tormenta de mi corazón. No sabía si era un recuerdo o un sueño. No sabía si el dolor era de entonces o de ahora. Pero sí sabía una cosa.
Lo sentía.
Él estaba vivo.
Y estaba sufriendo.
Y yo, aunque todos me llamaran loca, aunque me dijeran que era imposible… lo sabía.
"Ese niño es mío… y me necesita."
El aire se volvió pesado, helado, casi cortante.
Lo sentía salir de mí. No era solo mi respiración agitada, no eran solo mis lágrimas. Era algo más… algo que me rodeaba, que se extendía como un aliento invisible.
El frío.
Mi propio frío.
Las paredes, la madera de la mesa, hasta el vidrio de la ventana comenzaron a empañarse, a cubrirse de una delgada capa blanca que crujía bajo el avance del hielo.
—Es él… —susurré, con la garganta rota—. ¡Es él! ¡Lo sé! ¡Lo siento aquí! —me golpeé el pecho con el puño, con desesperación—. ¡Dentro de mí! ¡Es mi hijo!
Un tirón. Profundo, en el centro de mi ser, como si algo me jalara con violencia desde el otro lado de un abismo. No era un recuerdo, no era un delirio. Era real. Una conexión viva, ardiente y helada al mismo tiempo.
—¡Está sufriendo! —chillé, mi voz quebrándose—. ¡Me necesita, me necesita! ¡Juro por mi vida que es él!
—¡Basta! —la voz del hombre retumbó en la habitación, firme, casi implorante. Sus brazos seguían sujetándome con fuerza, como si pudiera detener el frío que se expandía desde mí—. ¡Ya no está!
—¡NO DIGAS ESO! —le escupí con rabia, mi mirada perdida en la nada, como si buscara ese pequeño rostro entre la escarcha que se formaba en las paredes.
—Han pasado ocho años… —su voz tembló apenas, y por primera vez sentí dolor en sus palabras—. Ocho años desde que se fue…
—¡Lo siento! ¡Lo siento! —seguía repitiendo como un rezo, mis uñas hundiéndose en sus brazos mientras el hielo cubría el suelo bajo nuestros pies—. No pude sostenerlo… no pude…
—Escúchame… —me sacudió apenas, con desesperación, tratando de que lo mirara—. Nuestro hijo ya no está.
La frase me atravesó como una lanza. Mi pecho ardió, mi respiración se quebró, pero la conexión… el jalón en mi interior… no se rompió.
—No… —susurré, casi en un sollozo infantil—. No digas eso. No…
—Por favor… —su voz se quebró finalmente, suplicante—. Déjalo ir.
El hielo se extendía más y más, como si mi propio dolor quisiera llenar cada rincón de la habitación. Las paredes crujieron, la ventana se agrietó por el frío. Mis manos temblaban, pero mi corazón gritaba otra cosa.
—¡No está muerto! —grité, un alarido que rompió el silencio helado—. ¡Él está vivo! ¡Lo siento! ¡Es mi hijo! ¡Nuestro hijo!
Y aún cuando me rodeaban sus brazos, aún cuando me rogaba que soltara ese pasado, yo lo sabía.
Ese tirón en mi interior no era un recuerdo.
Era real.
Él estaba ahí afuera.
Sufriendo.
Y yo lo sentía.