Ficool

Chapter 6 - Capítulo 5

[Liana]

La lluvia repicaba con furia contra el techo de nuestra casa, y cada relámpago iluminaba las ventanas como si el cielo quisiera desgarrarse en dos. Era medianoche, y sin embargo yo no podía apartar los ojos de la cama donde descansaba mi hijo… mi Eiren.

Había pasado ya una semana desde aquel maldito día, el ataque en el almacén. Una semana en que lo tuve siempre entre mis brazos, inconsciente, tan quieto que llegué a temer que no volvería a abrir los ojos. Mi corazón había sangrado cada hora de esa espera. Y cuando por fin lo hizo, apenas hace unas horas, fue como un renacer… solo para convertirse en un nuevo tormento.

Los gritos.

Los espasmos.

El frío… aquel hielo que se derramaba por su piel y se extendía sobre la madera como si quisiera reclamar la casa entera.

Me llevé la mano al pecho, tratando de calmar el desbocado latido que parecía no pertenecerme.

—Eiren… —murmuré, aunque estaba dormido ahora, rendido tras su propio desgarrarse.

Recordé cómo lo había sujetado Roderic por los hombros, cómo lo había sacudido para traerlo de regreso a la calma, mientras yo me aferraba a sus mejillas y le rogaba que respirara, que nos escuchara. Lo vi mirarme como si no me conociera, como si estuviera atrapado en un lugar donde yo no podía alcanzarlo. Y ese dolor… ese dolor que emanaba de él, no era solo físico. Yo lo sentía. Algo en lo más profundo de su ser gritaba, y me atravesaba el alma como si fuera mío también.

Me estremecí cuando otro relámpago iluminó la habitación. El hielo aún cubría partes del suelo y de la pared, como cicatrices de lo que había ocurrido. Y yo estaba aquí, velándolo, como he hecho cada noche desde que lo encontramos. Pero ahora… ahora todo era distinto.

No podía dejar de escuchar sus palabras, esas que apenas alcanzó a pronunciar antes de perder el conocimiento otra vez: "No me sueltes".

Un nudo me cerró la garganta.

—Nunca lo haré, hijo mío. Nunca —susurré, acariciando su cabello húmedo por el sudor.

Pero en lo más profundo de mí, temía. Temía lo que vi salir de él, ese poder salvaje que se desató sin control, tan frío que parecía querer robarle la vida. Temía que él mismo no supiera quién era, ni qué guardaba dentro. Temía que los soldados, los aventureros, los nobles… lo vieran como algo más que un chico. Como una amenaza.

El sonido de pasos me hizo girar. Era Roderic, con su andar pesado y firme, cargando una lámpara en la mano. Entró despacio, su sombra agrandándose con la luz.

—¿Sigue igual? —preguntó con voz baja, áspera por la vigilia.

—Duerme —respondí, sin apartar los ojos de Eiren—. Pero… no sé si descansa. Su cuerpo lo hace, pero su alma… siento que todavía está luchando.

Roderic apoyó la lámpara sobre la mesa y me miró en silencio. Esa era su forma de ser: pocas palabras, pero cada una pesaba como hierro.

—Es fuerte —dijo al fin—. Más de lo que cree.

—Sí, pero… ¿y si esa fuerza no es suya? —mi voz tembló más de lo que quería—. ¿Y si lo consume? ¿Y si lo perdemos?

Mi esposo se acercó, apoyó su mano grande sobre mi hombro.

—No lo vamos a perder. —Su convicción era tan dura como la piedra—. Mientras esté bajo este techo, es nuestro hijo. Y nuestros hijos no luchan solos.

Cerré los ojos un momento, dejando que esas palabras me sostuvieran. Pero aún así… no podía ignorar lo que había visto: el hielo que lo cubría, la mirada perdida, la voz que gritaba desde un lugar al que yo no podía llegar.

Me incliné sobre él, rozando con mis labios su frente helada.

—Si estás ahí dentro, Eiren… vuelve a mí —susurré—. No importa lo que hayas visto, lo que hayas vivido… tú eres mío, y yo soy tuya. Vuelve.

El trueno retumbó afuera, y sentí que mis palabras se hundían en la tormenta.

Pero yo seguiría repitiéndolas, una y otra vez, hasta que las escuchara.

***

[Eiren]

El aire me cortaba los pulmones, como si cada bocanada fuese un cuchillo de hielo desgarrándome por dentro. Corría. No podía detenerme, aunque las piernas me ardían y el frío de la nieve se me incrustaba en los huesos. El bosque entero parecía un laberinto blanco, y aun así, ellos no dejaban de seguirme.

Salté hacia el tronco de un árbol, clavando la daga con fuerza, usándola de impulso para cambiar de dirección en pleno aire. Mis dedos entumidos apenas respondían, pero mi cuerpo se movía con precisión aprendida a fuerza de golpes. Giré sobre mí mismo, el filo de la daga brillando bajo la luz mortecina de la luna, y con el giro lancé un torrente de hielo. El crujido fue ensordecedor: una explosión de escarcha estalló a mi alrededor, desplegando cientos de estacas heladas que brotaron del suelo como lanzas.

Pero no sirvió.

No se detuvieron.

Desde varias direcciones vinieron los ataques, una lluvia imposible de esquivar por completo. Flechas envueltas en fuego, cortes invisibles de viento, relámpagos quebrando la oscuridad. Rodé, esquivé, bloqueé con las dagas lo que pude… pero algunos atravesaron mi defensa. Un proyectil me rozó el brazo, quemándome la carne; otro golpe de viento me desgarró el costado. La sangre me hervía en contraste con el hielo de mi piel.

—¡Ahhh! —grité entre dientes, apretando la mandíbula, sin dejar que el dolor me detuviera.

Y entonces lo vi.

Un hombre, de pie sobre una rama, cubierto por una capa negra. Su capucha ocultaba su rostro, pero la espada en su mano brillaba con un fulgor que no parecía de este mundo.

Saltó hacia mí, y yo hacia él.

El choque fue brutal. El acero contra mis dagas lanzó chispas azules y rojas que iluminaron la nevada. Durante un instante quedamos suspendidos en el aire, cada músculo de mi cuerpo tensándose contra el suyo, como si el mundo entero esperara el desenlace. Y luego, la fuerza del impacto nos arrojó hacia atrás, obligándonos a retroceder.

Aterrizamos en árboles distintos, respirando con dificultad. La nieve se agitó entre nosotros como una cortina.

El hombre habló.

Su voz era grave, firme, y resonó como un juicio:

—El entrenamiento ha concluido.

Y de pronto… todo se rompió.

Abrí los ojos de golpe, jadeando, con el corazón retumbando como un tambor de guerra. El sudor frío me pegaba la ropa al cuerpo, pero la escarcha cubría las sábanas. El techo de madera estaba sobre mí, no el bosque nevado. Mi pecho ardía, y mis manos buscaban las dagas que ya no estaban.

—¿Qué… qué demonios…? —susurré, temblando, aún sintiendo el eco de esa espada contra mis huesos.

La realidad volvió lentamente, como si emergiera de un sueño que no quería soltarme. Pero el dolor… el dolor en mi costado y en mi brazo todavía estaba ahí, como si las heridas fueran reales.

Me incorporé un poco, respirando con dificultad, mi mirada buscando algo… alguien…

—¿Entrenamiento? —murmuré, apretando los dientes—. ¿Qué era eso?

Mi cabeza palpitaba, y en mi interior una certeza helada me desgarraba: aquello no fue un sueño cualquiera.

El crujido de la puerta me hizo tensar el cuerpo de golpe. La escarcha que cubría el marco se resquebrajaba mientras alguien forzaba la entrada. Sentí un escalofrío distinto recorrerme, uno que no venía del hielo, sino de la idea de que me descubrieran así, rodeado de escarcha, como si no fuera yo.

—¡Eiren! —la voz de mi madre atravesó la habitación, cargada de preocupación.

Vi su silueta abrirse paso, apartando con las manos los fragmentos helados que caían del marco. Detrás de ella estaba mi padre, que avanzó con paso firme, empujando la puerta hasta abrirla por completo.

—Dioses… —susurró él al ver la habitación—. Otra vez…

Se acercó rápidamente, quitando con sus manos las placas de hielo que me cubrían los hombros y el pecho. El contacto de su piel cálida me hizo dar un respingo.

—Eiren, mírame —la voz de mi madre sonó cerca, temblorosa, mientras se inclinaba hacia mí. Sus manos suaves tomaron mi rostro, apartando el cabello que se me pegaba a la frente. Sus ojos estaban húmedos, brillando con angustia—. Hijo, respira… por favor, respira.

El aire salió entrecortado de mi boca. Temblé, y sin pensarlo más me lancé hacia adelante, envolviendo a los dos en un abrazo torpe y desesperado.

—Tengo… tengo miedo… —mi voz se quebró, apretando los dientes mientras sentía sus brazos rodearme—. No sé qué me pasa… no sé qué me está pasando.

—Shhh, tranquilo, hijo —dijo mi padre, sujetándome fuerte contra su pecho—. No estás solo, ¿me escuchas? No importa lo que sea, lo enfrentaremos juntos.

Mi madre apretó aún más su abrazo, su voz sonaba como un murmullo entrecortado contra mi oído:

—No me asustes así otra vez, Eiren… por favor, no. Creí que… creí que ibas a… —se detuvo, incapaz de terminar.

—Perdón… —fue lo único que pude decir, con la garganta hecha un nudo.

El calor de ambos me envolvía, contrastando con el hielo que aún quedaba pegado a mi piel. Me sentí pequeño, indefenso, como si todo lo que trataba de ocultar se derrumbara en ese instante.

—Eres fuerte, hijo —dijo mi padre, su mano firme en mi espalda—. Y no lo digo por esto —apretó un trozo de escarcha que se deshizo en su palma—, sino porque a pesar de todo… sigues aquí, con nosotros.

Me quedé callado, hundiendo el rostro en el hombro de mi madre, dejando que sus dedos me acariciaran el cabello con ternura.

—Tendremos respuestas, Eiren —dijo ella suavemente—. No importa lo que sea que tengas dentro de ti… lo entenderemos juntos.

Yo solo cerré los ojos, aferrándome con más fuerza, sintiendo cómo el miedo seguía ahí, pero al menos no estaba solo en él.

—Yo… —intenté decir algo, cualquier cosa, pero mi voz se quebró antes de poder continuar.

—No, hijo —me interrumpió mi padre con firmeza, aunque su tono era suave, cargado de comprensión—. No intentes explicar nada. No aún.

Lo miré confundido, con la garganta ardiendo.

—Pero…

—Eiren —su mano fuerte se posó en mi hombro, transmitiéndome seguridad—, no sabemos lo que has vivido, ni lo que ocurrió contigo antes de llegar a nosotros. Ni siquiera tú lo sabes del todo. No tienes que forzarte a explicar lo que no entiendes. ¿De acuerdo?

Sus palabras golpearon en un lugar profundo. Sentí cómo la presión en mi pecho, ese deseo de justificarme, de intentar poner en palabras lo imposible, se aflojaba poco a poco.

—No tienes que cargar con eso solo —añadió mi madre, acariciando mi rostro con un dedo tembloroso—. No mientras estemos aquí.

Yo asentí, mordiéndome los labios. Entonces escuchamos el crujido de la escarcha cediendo de nuevo. La puerta se abrió despacio, y en el marco aparecieron Alenya y Miriel. Sus ojitos estaban hinchados, y apenas me vieron, un brillo se encendió en ellos.

—¡Hermano! —gritaron al unísono.

—¡Eiren! —chilló Miriel, corriendo a toda prisa.

Las dos se lanzaron contra mí con un ímpetu que casi me derribó de nuevo. Sentí sus brazos pequeñitos rodear mi cintura, sus rostros húmedos presionarse contra mi pecho.

—Pensamos que no ibas a despertar… —sollozó Alenya, temblando.

—No nos dejes, hermano… no otra vez —gimió Miriel, abrazándome aún más fuerte.

El aire se me atascó en la garganta. Todo lo que había estado conteniendo, todo lo que había enterrado bajo silencio, comenzó a resquebrajarse.

—Chicas… —susurré, incapaz de contener el temblor en mi voz.

Entonces lo vi: detrás de ellas, apoyado en el marco, estaba Joren. Llevaba un vendaje en la cabeza, su expresión cansada, pero en cuanto nuestras miradas se encontraron, una sonrisa débil apareció en sus labios.

—Menudo susto nos diste, hermano —dijo con voz ronca.

No lo pensé más. Extendí el brazo libre hacia él, y Joren se acercó tambaleante hasta mí, terminando por rodearme con sus brazos. Ahora estaba atrapado en el abrazo de todos ellos: mis padres, mis hermanas, mi hermano.

Una calidez indescriptible me envolvió, tan fuerte que el hielo que había dentro de mí, ese que siempre había sentido ahí, comenzó a resquebrajarse.

—Yo… lo siento tanto… —dije al fin, y entonces las lágrimas me vencieron. Caían calientes, imparables, deshaciéndose en los hombros de todos ellos—. No quería… no sé qué me pasa… pero lo siento…

—No tienes nada que sentir, hijo —me susurró mi madre, apretándome contra su pecho.

—Estamos aquí, Eiren —añadió mi padre, su voz grave llena de ternura.

—Y no te vamos a soltar —dijo Joren con un respiro entrecortado, apretando más el abrazo.

—Nunca —repitieron las niñas juntas, como un juramento.

Yo lloré más fuerte, sin detenerme, dejando salir todo lo que había estado guardado, todo lo que no sabía cómo poner en palabras. Ese nudo que me había estado asfixiando durante tanto tiempo, esa soledad que me seguía incluso en mis sueños, finalmente se quebró en ese abrazo.

Por primera vez desde que desperté en este mundo sin recuerdos, sentí que de verdad pertenecía a algún lugar.

****

[Liana]

El cuerpo de mi hijo se aflojó en mis brazos poco a poco, como si toda esa tensión, ese dolor y esa angustia hubieran cedido al fin. Su llanto, que hacía apenas un momento me había desgarrado el corazón, se fue apagando hasta quedar en un leve suspiro.

—Se ha dormido… —susurré, con la voz temblorosa, acariciando su rostro húmedo.

—Déjalo descansar —respondió Roderic, con esa calma que a veces me desespera y otras me sostiene. Con sumo cuidado, lo levantó entre sus brazos como si todavía fuese un niño pequeño, y lo recostó en la cama.

Yo me incliné de inmediato sobre él, sacando con las yemas de mis dedos las lágrimas que aún brillaban en su rostro, algunas endurecidas por la escarcha que su propio cuerpo había generado. Mi corazón se encogió aún más.

—Pobre… —murmuré mientras pasaba el pulgar por su mejilla helada.

Mi mano subió instintivamente hacia su cabello, acomodando un mechón rebelde que caía sobre su frente. Fue entonces cuando lo vi: ese mechón plateado, tan distinto del resto de su cabello oscuro. Una línea de plata, fría, imposible de ignorar.

Me detuve. Lo acaricié suavemente.

—Ese mechón… —dije en voz baja.

—Sí, yo también lo noté —contestó Roderic, con los brazos cruzados, observándolo con preocupación—. Apareció justo después de que Keny le diera el estabilizador.

Fruncí el ceño, recordando aquel momento.

—Ella dijo… —mi voz se quebró, no por el cansancio, sino por el miedo—. Que cuando alguien despierta su mana, el cuerpo queda inconsciente uno o dos días, hasta que se estabiliza la energía dentro de él. Que es normal…

—Lo recuerdo bien —asintió mi esposo, bajando la mirada hacia nuestro hijo—. Pero lo de Eiren no fue normal.

—No… —apreté con fuerza la mano de mi hijo entre las mías, como si temiera que se desvaneciera—. Estuvo dormido toda una semana. ¡Una semana, Roderic!

—Porque lo suyo no fue un simple despertar —respondió él, con gravedad.

Me quedé callada, pero el silencio no fue suficiente para contener la preocupación que se agolpaba en mi pecho.

—Cuando Keny lo vio, habló claro —continuó Roderic, dirigiéndome una mirada seria—. Lo que ocurrió con Eiren no fue un despertar natural. Fue… una forzada. Como si algo dentro de él se hubiese roto de golpe.

—¿Y qué significa eso para él? —pregunté con un hilo de voz.

—Que su cuerpo tuvo que resistir una presión que muy pocos podrían soportar. —Se inclinó hacia adelante, mirándolo con atención—. Y aún así, sobrevivió.

Tragué saliva, incapaz de apartar los ojos de ese mechón plateado.

—¿Crees que… le quede alguna secuela?

—Ya tiene una —respondió Roderic, señalando el mechón con un leve movimiento de la barbilla—. Ese cabello no es casualidad.

Bajé la mirada hacia mi hijo, sintiendo un nudo en la garganta.

—¿Y si esto es solo el comienzo? —susurré, casi con miedo a que me oyera.

Roderic apoyó una mano sobre mi hombro. Su calor me hizo temblar.

—Entonces estaremos con él, pase lo que pase.

Me giré para mirarlo, con los ojos húmedos.

—¿Y si no basta? ¿Y si lo que lleva dentro es demasiado grande para él?

Mi esposo no respondió de inmediato. Su silencio me pesó, pero luego apretó mi hombro con más fuerza.

—No lo sabremos hasta que llegue ese momento. Pero te prometo algo, Liana. —Su mirada se endureció, como un juramento—. No dejaremos que nuestro hijo cargue con esto solo.

Suspiré, inclinándome de nuevo hacia Eiren. Le aparté el mechón plateado de la frente y besé suavemente su piel helada.

—Entonces recuérdame estas palabras cuando todo se vuelva más oscuro de lo que imaginamos —dije en voz baja.

—Te lo recordaré —respondió Roderic.

El silencio volvió a llenar la habitación, roto solo por la respiración tranquila de Eiren y el repiqueteo lejano de la lluvia que aún caía en los techos del pueblo. Yo seguí acariciando ese mechón plateado, ese símbolo de algo desconocido, rezando en silencio que el destino no lo arrancara de nuestros brazos.

Roderic se levantó con un suspiro pesado y se dirigió hacia la ventana. Su silueta quedó recortada por la luz pálida de los relámpagos que destellaban a lo lejos, iluminando por un instante su rostro serio. Yo lo observé en silencio mientras corría las cortinas apenas un poco para asomarse.

—Siguen ahí afuera —murmuró él, con la voz baja, casi como si no quisiera despertar a Eiren—. No se han marchado todavía.

Me levanté, dejando atrás la cama donde mi hijo dormía, y caminé hasta su lado. Me acerqué lo suficiente para sentir el calor de su hombro junto al mío y miré también por la ventana.

Las calles del pueblo seguían llenas de movimiento, a pesar de que ya era medianoche. Aventureros de armaduras gastadas y capas húmedas iban y venían, hablando entre sí con rostros tensos.

Soldados con uniformes más pulcros y escudos grabados con el emblema de su orden caminaban en formación. Algunos tiraban de carretas pesadas donde descansaban cuerpos enormes, retorcidos, cubiertos de sangre seca. Bestias.

Otras jaulas de hierro rechinaban mientras eran arrastradas por criaturas de carga, dentro se veían monstruos aún vivos, rugiendo y golpeando los barrotes, encadenados con gruesos eslabones de acero. El aire olía a humedad y a hierro oxidado, mezclado con el hedor de esas cosas.

—Tres días… —dije en voz baja, abrazando mis brazos contra mi pecho—. Tres días enteros luchando contra ellas.

—Y hoy aún cazaban a los rezagados —asintió Roderic, sin apartar la vista. Su voz sonaba grave, cargada—. No era una ola como Garren temía, pero tampoco fue un simple grupo errante.

Asentí en silencio, dejando que mis ojos recorrieran el panorama. Aventureros agotados limpiando sus armas en las entradas de las tabernas, soldados cargando antorchas para iluminar las esquinas, los niños del pueblo asomando la cabeza desde las ventanas antes de que sus padres los apartaran. Todo el pueblo estaba en tensión.

Un nuevo relámpago iluminó el cielo grisáceo, seguido casi de inmediato por un trueno que hizo vibrar los vidrios de la ventana. Instintivamente, puse mi mano sobre el brazo de Roderic, buscando algo de seguridad.

Él apretó la mandíbula y dijo:

—El capitán tenía razón en no bajar la guardia.

—Y Garren también —añadí yo—. Cuando vino a cenar con nosotros, nos advirtió que había movimientos extraños de bestias desde hacía semanas.

Roderic me miró de reojo, apenas un instante, y luego volvió a observar la calle.

—Si no se hubieran preparado, este pueblo habría quedado hecho cenizas —dijo con dureza.

Respiré hondo. La imagen de esas carretas con cuerpos gigantescos me revolvía el estómago.

—No sé qué me da más miedo, Roderic… —confesé, con la voz quebrada—. Que hayan resistido durante tres días… o pensar en lo que vendrá después.

Él bajó la mirada al suelo un momento, como si también luchara con sus pensamientos, y luego puso una mano firme sobre mi hombro.

—Lo importante es que, al menos por ahora, hemos aguantado. Y mientras sigan patrullando, mientras sigan aquí… —sus ojos se endurecieron—. El pueblo está a salvo.

Asentí, aunque mi corazón no encontraba calma. Afuera, los soldados gritaban órdenes mientras otro grupo de aventureros pasaba con una carreta cargada. El cielo volvió a rugir con un trueno, y la lluvia golpeó el cristal con más fuerza, como si quisiera arrastrar consigo todo lo que quedaba.

Yo cerré los ojos un momento y murmuré:

—Que así sea.

Roderic no contestó, pero su mano siguió firme sobre mi hombro, anclándome a la realidad.

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