Ficool

Chapter 7 - Capítulo 6

[Liana]

(Un año atrás)

El sol caía tibio sobre los tejados de madera y las calles de tierra del pueblo. El aire olía a pan recién hecho y a hierba húmeda, y las voces de los niños jugando en la plaza se mezclaban con el repicar de los martillos en la herrería de los Brennar. Era un día tranquilo, uno de esos en los que parecía que nada podía romper la calma.

Yo estaba en la cocina, amasando pan con las manos enharinadas, cuando escuché las risas de mis hijas detrás de la puerta abierta.

—¡Alenya, no corras tan rápido! —gritaba Miriel, su vocecita clara, aún con la dulzura de sus doce años.

—Si quieres alcanzarme, ¡esfuérzate! —respondía Alenya, siempre desafiante, siempre con esa energía que llenaba el aire a sus catorce años.

No pude evitar sonreír mientras les escuchaba. Me limpié las manos en el delantal y me asomé por la ventana: allí estaban, persiguiéndose entre los árboles que bordeaban el camino, sus cabellos brillando con la luz del sol. Miriel, más bajita, luchaba por no quedarse atrás, mientras Alenya reía, girando sobre sus talones para provocarla.

Unos pasos firmes resonaron en el patio, y al voltear vi a Joren cruzando con un saco de leña al hombro. Sus diecinueve años ya se notaban en sus facciones, más marcadas, y en la seriedad que le daba a todo lo que hacía. No era un niño, pero tampoco dejaba de ser mi hijo.

—Te dije que no trajeras tanto de golpe —le reproché, apoyando las manos en la cadera.

Él sonrió de medio lado, jadeando apenas.

—Si lo hago en dos viajes, pierdo tiempo. Además, necesito entrenar los brazos, ¿no?

—Entrenar los brazos no significa romperte la espalda. —Le señalé el banco junto a la puerta—. Déjalo ahí.

Mientras él obedecía, las niñas entraron corriendo, con las mejillas encendidas por la carrera.

—¡Mamá! —exclamó Miriel—. Dicen que varias familias van al río esta tarde. ¿Podemos ir también?

Alenya se cruzó de brazos, aún sonriendo con suficiencia.

—Tía Marah ya me lo dijo, y dice que van a llevar fruta y mantas.

Yo los miré a los tres, y por un instante sentí esa paz rara que solo llega en los días sencillos.

—¿Al río, eh? —me hice la pensativa, fingiendo que lo dudaba—. Supongo que el pan puede esperar.

Las niñas celebraron con un grito de alegría, mientras Joren solo soltó una risa breve.

—Yo las acompaño —dijo él—. Además, si hay que cargar algo, mejor que esté yo.

Me giré hacia él con una ceja alzada.

—¿Y tú qué ganas, acompañando a tus hermanas?

—Quizá pescar algo —respondió, encogiéndose de hombros.

Me reí suavemente y volví a la masa sobre la mesa. El ruido de la casa estaba lleno de vida: risas, pasos, voces juveniles. No lo sabía en ese momento, pero esos días eran un regalo, uno que atesoraría mucho después.

El golpeteo de botas pesadas en el umbral me hizo girar. Roderic apareció en la puerta, con la camisa pegada al cuerpo y el cabello húmedo de sudor. El calor de ese día lo había puesto rojo como un tomate, pero aun así tenía esa sonrisa que siempre me hacía rodar los ojos.

—Ya estoy aquí —dijo, dejando la azada apoyada contra la pared—. ¿Me extrañaron?

Me acerqué, y como era costumbre, él inclinó la cabeza para darme un beso. Pero apenas sentí la humedad de su piel, me limpié disimuladamente los labios con el dorso de la mano.

—¡Oye! —protestó él, fingiendo indignación.

—Estás empapado —respondí, frunciendo el ceño, aunque con una sonrisa traicionera queriendo escaparse.

En lugar de molestarse, Roderic me rodeó con sus brazos y me apretó fuerte contra su pecho sudado.

—Pues ahora te ensucias conmigo, por querer borrarme el beso. Castigo justo.

—¡Roderic! —exclamé entre risas, empujándolo un poco sin verdadero esfuerzo—. Suéltame, que vas a dejarme como si hubiera estado trabajando en el campo contigo.

Él rió, satisfecho, antes de darme otro beso en la frente.

—Y ahora dime, ¿qué travesuras estaban planeando mientras yo me partía la espalda afuera?

Miriel fue la primera en hablar, con los ojos brillantes.

—¡Papá, vamos a ir al río! Varias familias del pueblo se organizaron, y mamá dijo que sí.

—¿Ah, sí? —Roderic arqueó una ceja, volviéndose hacia mí.

Yo me encogí de hombros, sonriendo con cierta complicidad.

—Es un buen día para refrescarse. Y los niños necesitan aire libre, no solo correr por el patio.

Alenya intervino, impaciente:

—No solo niños. También van a ir los primos de Marah, y ellos llevan comida.

—Y yo voy a pescar —añadió Joren con toda la seriedad que podía reunir, aunque yo sabía que en el fondo solo quería demostrar que era "el hombre responsable".

Roderic se cruzó de brazos, mirando a cada uno como si meditara su respuesta. Después soltó un suspiro largo y teatral.

—Bueno, supongo que no tengo escapatoria. Aunque aviso: si yo me meto al río, no pienso salir hasta que el sol se oculte.

Las niñas gritaron de emoción y lo abrazaron por la cintura, mientras él reía con fuerza, sacudiendo un poco a cada una con sus brazos robustos.

—¡Voy a preparar las cosas! —dijo Miriel, corriendo hacia la habitación con la energía de un torbellino.

—No te lleves todo lo que veas —le grité, aunque ya no me escuchaba.

Alenya puso las manos en la cintura, muy seria.

—Yo puedo llevar la cesta con la comida.

—¿Tú? —Roderic arqueó una ceja—. Si apenas puedes con el cántaro del agua.

—¡Papá! —protestó ella con un puchero—. No soy una niña.

Él rió y se inclinó para darle un beso en la cabeza.

—Eres mi niña, y eso nunca va a cambiar. Pero bien, puedes llevar la cesta… con mi ayuda.

Yo solté una risita y me volví hacia Joren, que estaba limpiando su caña de pescar con demasiada dedicación.

—¿Y tú qué piensas llevar, muchacho?

—Mi caña es suficiente —respondió, sin apartar la vista de lo que hacía.

—Claro, porque pescarás un pez tan grande que alimentará a todo el pueblo —ironizó Alenya, cruzándose de brazos.

—Mejor eso que solo chapotear como tú —le devolvió Joren, con una media sonrisa que le sacó una risa a Roderic.

—Ya, ya, basta de peleas —intervine yo, sacudiendo la cabeza—. Cada uno ayudará en lo que pueda.

En eso volvió Miriel con los brazos cargados de telas.

—Mamá, llevamos mantas, ¿sí? Para sentarnos en la hierba.

—Sí, esas nos servirán —respondí, acomodando las que traía—. Buen trabajo, hija.

—¡Yo también quiero llevar algo! —insistió Miriel.

Roderic se agachó hasta quedar a su altura y le puso una mano sobre la cabeza.

—Claro que sí, princesa. Tú llevarás la jarra de jugo, pero prométeme que no la vas a agitar como si fuera un tambor.

—Lo prometo —dijo muy seria, y todos soltamos una carcajada.

**

Un rato después, salimos por el camino que llevaba al río, junto con varias familias del pueblo. El aire estaba pesado por el calor, pero la idea del agua fresca nos empujaba a todos.

—¡Corran, corran! —gritaban algunos niños adelante.

—No corran tanto —les advertí, pero ya estaban demasiado lejos para escucharme.

—Mamá, déjalos —dijo Alenya—. No todos son tan aburridos como Joren.

—Oye —gruñó su hermano, alzando apenas la caña—. No soy aburrido, soy precavido.

Roderic se rió fuerte.

—Ese es mi muchacho. Precavido como su padre.

—Más bien testarudo como su padre —dije en voz baja, lo suficiente para que Roderic me escuchara.

Él me lanzó una mirada fingiendo ofensa.

—¿Testarudo yo? No sé de qué hablas.

—Ajá, claro —reí, sacudiendo la cabeza.

**

Cuando llegamos al río, ya había mantas extendidas en la hierba, cestas abiertas con pan, frutas y quesos, y un grupo de hombres preparando un pequeño asador con carne. El murmullo de las familias se mezclaba con la risa de los niños que corrían directo al agua.

—¡Vamos! —gritó Miriel, tirando de mi mano.

—Primero acomoda lo que trajiste —le recordé, aunque terminé siguiéndola hasta la orilla para que no se metiera de golpe.

Roderic dejó la cesta sobre una manta y, al ver el agua, se quitó las botas de inmediato.

—¡Aquí voy! —gritó, y antes de que alguien pudiera detenerlo, se lanzó al río de un salto enorme.

El chapoteo hizo reír a todos, y cuando sacó la cabeza del agua, con el cabello pegado a la cara, levantó los brazos como si hubiera conquistado una montaña.

—¡Está perfecta!

—Siempre tienes que hacer un espectáculo —murmuré entre risas, mientras lo veía nadar.

Joren se quedó a un lado, preparando su anzuelo con la calma de siempre.

—Con tanto ruido no voy a pescar nada.

—Entonces pesca paciencia —le gritó Roderic desde el agua, arrancándole una sonrisa al fin.

Alenya, mientras tanto, se arremangó el vestido y metió los pies en el río.

—Está frío, pero se siente bien.

—¡Miren! —chilló Miriel, salpicando agua con sus manos.

—Miriel, cuidado con mojar a los demás —le dije, aunque la verdad era que me costaba contener la risa al verla tan feliz.

Roderic salió del agua y se acercó hasta mí, chorreando agua por todo el camino.

—¿Y tú? ¿No piensas meterte?

—No con esta ropa —respondí, alzando una ceja.

—Eso se arregla fácil —dijo, y antes de que pudiera reaccionar, me tomó de la cintura.

—¡Roderic, ni se te ocurra! —grité entre risas y empujones.

Pero él ya me había levantado y en dos pasos corrió hacia la orilla.

—¡Preparados! —avisó en voz alta, mientras yo me revolvía—. ¡Tres, dos…!

—¡Roderic! —fue lo último que dije antes de sentir el agua fresca envolviéndome.

Cuando salí a la superficie, empapada y resoplando, él estaba a mi lado riéndose como un niño.

—¿Ves? Ya no tienes calor.

—¡Eres insoportable! —le dije, aunque terminé riendo también.

No había pasado mucho desde que Roderic me lanzó al agua a la fuerza —y aún sentía mi vestido pegado a la piel— cuando vi que Marah se acercaba nadando con esa calma suya que siempre me sorprendía.

—Pensar que ayer llovió tanto y míralo… el agua está clara como cristal —comentó, sacudiendo un poco su cabello mojado.

—Este río jamás se detiene —le respondí, flotando un poco más tranquila—. Tiene varios brazos que corren hacia otros lados. Es comprensible que no guarde suciedad.

Marah sonrió y asintió, pero de pronto sentí algo rozando mi pierna. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

—¡Ah! —exclamé, mirando hacia abajo—. Oh, bueno… quizá no tan limpia después de todo.

Al hundir la mano, saqué una rama delgada enredada entre mis piernas. La levanté para mostrarla y reí.

—El río me quiere regalar un recuerdo.

—Por poco me regalas tú un grito de susto —rió Marah, echando el cabello hacia atrás.

Yo solté la rama flotando corriente abajo y, de repente, una voz resonó fuerte:

—¡Clavado indio!

Alcé la vista justo a tiempo para ver a Joren lanzarse desde una roca alta, con las piernas recogidas contra el pecho. El golpe del agua levantó una enorme salpicadura que nos empapó a todas.

—¡Joren! —grité, limpiándome el rostro.

Él emergió sonriendo de oreja a oreja.

—¿Qué? ¿No estuvo bueno?

—¡Te vas a romper la cabeza algún día! —respondí, entre regaños y risas.

—¡Eso fue genial! —chilló Miriel desde la orilla, aplaudiendo como si hubiera visto una hazaña de feria.

—¡Hazlo otra vez! —le gritó Alenya, que ya tenía el vestido arremangado hasta las rodillas y parecía lista para seguirlo.

—¡Ni lo sueñes! —intervine, apuntando con el dedo—. Uno basta y sobra.

Joren se pasó la mano por el cabello mojado y sonrió de lado.

—Tranquila, mamá. Caí como todo un profesional.

Roderic, que había visto todo desde el agua, no pudo contenerse y soltó una carcajada.

—Ese es mi hijo, siempre buscando la forma más ruidosa de llamar la atención.

—Más ruidoso que tú imposible —le repliqué, salpicándole con agua.

Las carcajadas todavía resonaban cuando, de repente, desde la orilla contraria empezaron a escucharse gritos.

—¡Oigan, oigan! —uno de los hombres del pueblo agitaba la mano, con la caña de pescar arqueada hacia abajo como si fuera a romperse—. ¡Esto es genial!

Otro se unió enseguida, tirando con todas sus fuerzas.

—¡Gracias a la lluvia de anoche hay peces… y grandes, por lo que siento!

Todos a su alrededor empezaron a vitorear, animándolos como si aquello fuera una competencia improvisada. Joren, que apenas había salido del agua y aún chorreaba como perro mojado, abrió los ojos con entusiasmo.

—¡No! ¡Yo no me pierdo esto! —exclamó, saliendo corriendo hacia donde había dejado su caña—. ¡Les voy a ganar a todos!

Alenya y Miriel lo vieron alejarse y estallaron en risas.

—Mamá, ¡Joren siempre cree que va a ganar en todo! —dijo Miriel, todavía sujetándose la barriga.

—Pues que aproveche ahora que aún no ha almorzado, porque si no… la panza le pesa —añadió Alenya, burlona.

—¡No sean malas con su hermano! —les reprendí, aunque yo también me mordía los labios para no reír.

A mi lado, Marah se acomodó mejor sobre la piedra donde se había sentado, con el sol reflejándole en el cabello.

—Ay, estos muchachos… nunca cambian. —Y luego, volviendo su rostro hacia mí, me preguntó con un brillo de orgullo en los ojos—: ¿Sabías que mi hija logró entrar a la academia para soldados?

Me sorprendí gratamente, incorporándome un poco.

—¿De veras? ¡Eso es una gran noticia!

Marah asintió, aunque suspiró con un dejo de cansancio.

—Sí, pero apenas lo logró. Fue de las últimas en poder ingresar… ya sabes cómo es, no es la más fuerte ni la más rápida, pero se empeñó en no rendirse.

—Eso vale más que muchas otras cosas —le aseguré, con una sonrisa sincera—. La constancia mueve montañas.

—Ojalá lo crea ella también —rió suavemente, aunque se notaba la emoción en sus palabras.

Un silencio cómodo se instaló por unos segundos, interrumpido por los gritos de Joren a lo lejos:

—¡Ya casi lo saco! ¡Este pez es mío!

—Ese niño… —murmuré, negando con la cabeza con un cariño que no podía ocultar.

Marah me miró con curiosidad, y entonces me lanzó la pregunta que parecía rondarle hacía rato.

—¿Y Joren? ¿Nunca quiso entrar en alguna academia? Tiene porte, fuerza… incluso habilidad. Podría haber logrado algo grande.

Bajé la mirada un momento, dibujando con el dedo sobre la superficie húmeda de la roca.

—Intentamos convencerlo, Roderic y yo. Lo hablamos varias veces, incluso le mostramos opciones, academias cercanas, recomendaciones… —levanté los hombros con resignación—. Pero no hubo manera.

Marah arqueó una ceja.

—¿Tan terco es?

—No es solo terquedad… —dije, y solté una risa suave, casi cómplice—. Ya sabes cómo es ese niño: sentimental, nostálgico. No soporta la idea de irse del pueblo, ni mucho menos de separarse de nosotros o de sus hermanas.

Marah sonrió, mirando hacia el agua que brillaba bajo el sol.

—Un corazón blando, entonces.

—Un corazón enorme —la corregí, con ternura—. Quizá no nació para marchar bajo un estandarte, pero sí para cuidar de los suyos. Y eso también es una fuerza.

En ese momento, un grito triunfal de Joren rompió nuestra conversación:

—¡Lo tengo! ¡Miren el tamaño de este pez!

Al voltear, vimos cómo levantaba un animal plateado que se agitaba frenético, casi del tamaño de su brazo.

El aire estaba cargado de risas y del aroma fresco del río. Algunos ya abrían a los peces sobre piedras planas, preparándolos para asarlos con las brasas que otros habían empezado a encender. Más allá, había niños mordisqueando frutas que habían traído de casa, y los hombres no dejaban de picarse entre ellos con sus cañas, diciendo quién había atrapado el más grande.

Yo estaba sentada con Marah, mirando cómo Roderic seguía dentro del agua, cargando a nuestras niñas. Alenya se aferraba a su cuello mientras él hacía como que se hundía para asustarla, y Miriel reía a carcajadas cada vez que su padre la levantaba por encima de la cabeza como si fuera una pluma.

—¡Cuidado, papá! ¡No me sueltes! —gritaba Alenya, entre la risa y el susto.

—¿Soltarte? —Roderic hacía una mueca exagerada—. ¡Ni que estuvieras hecha de oro! Pero… —fingió abrir las manos, y las niñas chillaron— ¡Ups!

Yo misma no pude contener la carcajada. Era imposible no reírse con ellos. Ese hombre parecía tener siempre un juego preparado para cada ocasión.

De pronto, un murmullo recorrió a los que seguían en la orilla.

—Miren… la corriente.

Me incorporé y fijé la vista en el agua. Al principio no noté nada extraño, pero entonces vi cómo empezaban a pasar ramas grandes, hojas arrastradas y hasta un trozo de tronco girando lentamente. La corriente no era violenta aún, pero sí más fuerte que antes.

—Debe de ser por la lluvia de ayer —dijo alguien, en tono tranquilo—. Habrá soltado restos que estaban atascados más arriba.

—¡Todos los que estén dentro, mejor salgan ya! —gritó otro de los hombres, más precavido—. No es buena idea con los escombros bajando.

Varias familias comenzaron a salir del río entre risas nerviosas, ayudando a los más pequeños a trepar a la orilla. Yo me levanté instintivamente, buscando con la mirada a Roderic. Él ya había notado el cambio: tenía a Miriel y a Alenya sujetas contra su pecho, avanzando despacio hacia la orilla sin perder la calma.

—¡Roderic! —lo llamé, agitando la mano.

—¡Ya vamos! —respondió él, sonriendo con esa calma que siempre lograba contagiar.

Las niñas estaban muy tranquilas, confiadas en los brazos de su padre. Aun así, mi pecho se apretó un poco cuando vi otro trozo de árbol pasar arrastrado por el agua, girando como una rueda. El río seguía viéndose cristalino, casi engañoso en su belleza, pero esas señales no me gustaban.

Marah a mi lado comentó en voz baja:

—Qué curioso… parece más limpio que nunca, pero debajo se mueve con fuerza.

—Sí… —admití, sin apartar la vista de Roderic y las niñas.

En ese instante, un grupo de chicos que aún jugaban en el agua salieron corriendo salpicando, empujándose unos a otros y riendo, ajenos al pequeño escalofrío que recorrió mi espalda.

Roderic por fin llegó a la orilla, las niñas colgándose de su cuello como si fueran dos gatitos.

—Listo —dijo, dejándolas en el suelo mientras sacudía su cabello mojado, como si no hubiera nada de qué preocuparse—. Ya está, ya pasó.

Yo exhalé un suspiro sin darme cuenta y me acerqué a secarles la cara a las niñas con un pañuelo.

—Más les vale no volver a meterse hasta que estemos seguros.

Ellas asintieron, aunque Miriel todavía miraba el agua como si quisiera volver.

El agua comenzó a enturbiarse, como si todo lo que había aguantado río arriba finalmente decidiera soltarse en ese instante. Lo notamos de inmediato: las risas se fueron apagando poco a poco mientras los hombres miraban hacia la corriente.

—Ya se está poniendo sucia… —murmuró alguien cerca de mí.

—Sí —respondió otro, recogiendo su caña con gesto resignado—. Hemos tenido suerte, ya llevamos buen rato aquí. Es mejor regresar, no parece que el río vaya a calmarse pronto.

Un par de niños se quejaron con las manos en la cintura, las caras arrugadas como si acabaran de perder un gran premio.

—¡No! ¡Todavía no! —dijo uno, con la voz al borde del llanto.

—Sí, esperemos otro poco —sugirió otro más grande—. Talvez se calme, siempre pasa.

Pero enseguida, un hombre señaló hacia el agua con la frente fruncida.

—No, miren… ahora vienen más escombros.

Todos giramos la vista. Entre la corriente pasaban arbustos secos, algunos verdes enteros como si se hubieran desprendido de raíz, y trozos más grandes de troncos que se estrellaban contra las piedras, girando sobre sí mismos antes de seguir arrastrados.

—Eso no es normal —dijo una mujer, abrazando a su hijo pequeño contra el pecho.

—Bah, pasa cuando llueve más fuerte en otra parte —respondió un anciano, con voz cansada—. Allá arriba habrá llovido más que aquí. Talvez un deslizamiento, o se soltó tierra de las laderas.

Un silencio incómodo recorrió a varios, pero todos lo aceptamos como explicación. No era raro que un río trajera sorpresas después de la lluvia. Aun así, me di cuenta de cómo varios empezaban a recoger sus cosas con prisa.

El agua subió un poco, apenas unos dedos por encima de la orilla, pero suficiente para que todos se echaran unos pasos atrás.

—Ya vieron, mejor no tentar la suerte —dijo un hombre cargando una canasta—. El pequeño descanso acabó por hoy, vendremos otro día.

Los niños bufaron, resignados, y comenzaron a rendirse poco a poco. Se escuchaban los típicos lamentos:

—¡Pero si apenas nos estábamos divirtiendo!

—¡Mamá, no quiero!

—Otro poquito, ¡ándale!

Pero los adultos no dieron espacio. El tono de las voces ya era distinto: menos juego, más firmeza.

Yo misma ayudaba a las niñas a ponerse sus sandalias, mirando de reojo cómo Roderic cargaba la toalla mojada sobre el hombro. Cuando terminé de atar las cintas de Miriel, me levanté para dar una última mirada al río.

Y entonces lo vi.

Entre todo ese caos de ramas y hojas, había un detalle distinto, un trazo que no se parecía al movimiento natural de la madera. Una tela. Muy desgastada, atrapada enredada entre ramas más grandes, negras como carbón, como si esos árboles hubieran ardido en algún incendio antes de caer al agua.

Fruncí el ceño.

—Eso… —murmuré sin darme cuenta.

—¿Qué pasa? —preguntó Marah, acercándose a mi lado.

Señalé con la mano, siguiendo el cauce.

—Ahí, ¿ves esa tela? Entre las ramas más oscuras… parece quemada.

Ella entrecerró los ojos, protegiéndose del sol con la mano.

—Mhm… sí. Extraño… ¿un campamento quemado, tal vez?

No le respondí de inmediato. Mi vista se clavó en un bulto que se distinguía apenas, apoyado sobre uno de esos troncos más grandes. No era un trozo de madera. No era una roca.

Mi garganta se secó de golpe.

—Eso… no es… —sentí la voz quebrarse—. Eso es un cuerpo.

Marah me miró de golpe.

—¿Qué dijiste?

Tragué saliva, dando un paso hacia adelante, casi sin pensarlo.

—Un cuerpo… está atrapado ahí, ¿lo ves? —mi voz salió en un susurro, como si decirlo muy fuerte pudiera hacer real lo que temía.

Un par de hombres que aún guardaban sus cosas se dieron la vuelta al escucharme.

—¿Qué? ¿Un cuerpo? —repitieron, acercándose.

Roderic, al oír la palabra, se adelantó de inmediato.

—¿Dónde? —preguntó, ya con el ceño fruncido, serio como pocas veces.

Le señalé el punto exacto, mi mano temblando apenas.

—Allí, junto a esos arbustos enredados… sobre el tronco más grande.

Los hombres forzaron la vista, murmurando entre ellos.

—Por las diosas… tiene razón.

—Es un cuerpo, sí…

—Está atrapado.

La corriente rugía con más fuerza, y aquel cuerpo que había visto enredado entre ramas se tambaleaba, amenazando con soltarse. Mi corazón se apretó en el pecho.

—¡Roderic, se lo lleva! —grité, señalando con la mano.

Él ni siquiera dudó. Se giró apenas un segundo hacia mí, con el rostro tenso.

—Quédate con los niños. —Su voz fue seca, firme, y antes de que pudiera decir nada más ya se había lanzado de lleno al agua.

—¡Roderic! —mi grito se ahogó entre la espuma y el estruendo de la corriente.

Dos hombres más corrieron tras él, temerarios igual que mi marido.

—¡Vamos, no lo dejen ir! —gritó uno, lanzándose sin pensarlo.

—¡Está atorado en las ramas! —vociferó el otro, braceando con fuerza contra el río.

El agua estaba feroz, arrastrando troncos, ramas, arbustos enteros. Desde la orilla, la gente se agitaba.

—¡Un cuchillo, rápido! ¡No podrán sacarlo así! —gritó alguien.

—¡Voy por el mío! —un muchacho salió corriendo hacia su bolso, mientras otro aparecía con una cuerda gruesa enrollada al hombro.

—¡Amárrense a esto! ¡Si la corriente los arrastra no saldrán con vida!

Yo no podía quedarme quieta, aunque Miriel y Alenya me agarraban de la falda llorando.

—Por favor… —murmuré, llevándome la mano al corazón—. Que lo logren, que lo logren…

Vi a Roderic llegar hasta el tronco. Se abrazó de él con fuerza, medio sumergido, y logró sujetar al cuerpo. Tenía la ropa hecha jirones y el cabello pegado al rostro, los labios lívidos.

—¡Está vivo! —escuché la voz de Roderic, clara, fuerte, como un golpe de alivio en medio del caos.

Las piernas se me aflojaron.

—¿Qué? ¿De verdad? —alcancé a gritar, con un nudo en la garganta.

—¡Sí! ¡Respira! —repitió, mirándome apenas un instante antes de volver a luchar contra la corriente.

El hombre que había vuelto corriendo lanzó el cuchillo hacia ellos.

—¡Roderic, atrápalo! —

El arma casi se perdió en el agua, pero uno de los que estaba con él consiguió sujetarla.

—¡Lo tengo! —y de inmediato empezó a cortar las ramas que atrapaban al joven.

La corriente no dio tregua. Un nuevo oleaje arrastró más escombros: troncos más grandes, arbustos enteros.

—¡Cuidado! —gritaron desde la orilla.

Uno de los hombres fue golpeado y perdió pie, la corriente lo arrastró unos metros.

—¡La soga, la soga! —chillaron, y desde tierra tiraron de ella hasta estabilizarlo.

Yo apreté los dientes, con lágrimas ya en los ojos.

—Roderic… resiste, por favor…

—¡Córtalo más rápido! —rugió mi marido, sujetando con todas sus fuerzas al muchacho.

El cuchillo raspó contra la madera húmeda, astillándola.

—¡Ya casi! —dijo el hombre que cortaba, jadeando.

Otro golpe de ramas los sacudió, y grité sin pensarlo:

—¡Roderic!

Él apretó los dientes, clavando los pies en lo poco que encontraba de suelo bajo el agua.

—¡No lo suelto, lo tengo! —gritó, como si estuviera peleando con el mismo río.

Al fin, un último corte quebró las ramas. El cuerpo cayó contra Roderic, inerte, pero vivo.

Mi marido lo alzó contra su pecho, con los brazos tensos, la voz ronca por el esfuerzo.

—¡Está vivo! ¡Es un muchacho! —gritó de nuevo, esta vez con una mezcla de triunfo y desesperación.

La orilla estalló en gritos: unos de alivio, otros de sorpresa, algunos simplemente se quedaron en silencio, impactados.

El tirón de la cuerda se hizo más fuerte y todos en la orilla empezaron a jalar con todas sus fuerzas.

—¡Vamos, más fuerte! ¡No lo suelten! —gritaba uno de los hombres, con los pies hundidos en el barro para tener mejor apoyo.

Yo no podía quedarme quieta; corrí hacia el borde, el corazón golpeándome el pecho. Veía a Roderic bracear con todas sus fuerzas, sujetando al muchacho contra su pecho mientras los otros dos lo empujaban.

—¡Ya casi! ¡Tiren, tiren! —se escuchó a coro.

La cuerda chirrió, algunos cayeron de rodillas al jalar con demasiado impulso, hasta que por fin los tres hombres emergieron de la corriente y se arrastraron hasta la orilla, jadeando, exhaustos, con el cuerpo del joven entre ellos.

Corrí hasta Roderic, mis pies chapoteando en el agua.

—¡Roderic! —me agaché enseguida, mis manos temblando al ver al chico tendido en la hierba mojada.

Él respiraba con dificultad, sus brazos aún tensos como si no pudiera soltarlo.

—Está… está vivo… —murmuró entre jadeos, con los ojos rojos de tanto forzar la vista en el agua.

—¡Déjenlo aquí, rápido! —ordenó otro de los hombres, extendiendo su manto en el suelo para usarlo de improvisada camilla.

Lo acostaron boca arriba. Yo me arrodillé a su lado sin pensarlo. El muchacho tenía la ropa hecha jirones, pedazos pegados al cuerpo por el agua y otros que ya habían cortado para liberarlo de las ramas. Apenas le cubría nada. Su torso quedó expuesto y me llevé una mano a la boca.

—Dioses… —susurré, helada por lo que veía.

Su piel estaba arrugada por el tiempo en el agua, pero lo más terrible eran sus heridas: cortes abiertos, algunos ya cicatrizando de mala manera; marcas profundas como quemaduras; y, al mirarlo más de cerca, noté cicatrices antiguas que parecían de años atrás.

—¡Vamos, hay que reanimarlo! —gritó uno, arrodillándose frente a él. Empezó con presión en el pecho y otro se inclinó a soplar aire en sus pulmones.

Yo, temblando, aparté mechones empapados de su cabello negro que le cubrían el rostro. Su piel estaba tan pálida que parecía de mármol. No podía tener más de quince… quizá dieciséis o diecisiete. Un niño, todavía un niño.

—¿Responde? —pregunté con la voz rota, mirándolos.

—¡No! ¡Otra vez! —el hombre volvió a presionar fuerte contra su pecho.

Uno de los demás, que le había revisado los brazos, soltó un juramento.

—¡Maldición… tiene una punta de flecha aquí! —señaló el brazo izquierdo, donde el músculo estaba inflamado.

Otro revisó la pierna.

—Y otra acá… incrustada en el muslo. Esto lleva tiempo dentro… demasiado.

Me cubrí los labios, sintiendo náuseas.

—¿Cómo puede seguir vivo así?

—No lo sé —gruñó Roderic, todavía respirando con dificultad mientras lo miraba con desesperación—. Pero no lo voy a dejar morir ahora.

El hombre del RCP se inclinó de nuevo, apretando los labios sobre los del chico, soplando con fuerza.

—¡Vamos, respira, muchacho, respira!

Las niñas detrás de mí empezaron a llorar, y Marah las sostuvo contra su falda.

—No miren, pequeñas, no miren… —susurraba.

De pronto, el muchacho tosió. Un sonido áspero, débil, pero suficiente para que todos nos congeláramos. Escupió agua y sangre, el pecho agitándose con un espasmo.

—¡Ahí está! ¡Está respirando! —gritó el hombre, retirándose hacia atrás con alivio.

Yo solté un sollozo y me incliné sobre él, apartándole con cuidado el cabello de la frente.

—Tranquilo, tranquilo… ya estás a salvo.

El chico entreabrió los ojos apenas, vidriosos, como si no comprendiera dónde estaba. Sus labios se movieron, pero no salió sonido.

Roderic tomó su mano, apretándola con fuerza.

—No hables. Resiste, ¿me oyes? Estás con nosotros ahora.

El chico volvió a toser, gimiendo de dolor cuando uno de los hombres palpó sus costillas.

—Tiene cortes profundos… y esas cicatrices… —dijo en voz baja, sacudiendo la cabeza.

Otro frunció el ceño al examinar las quemaduras.

—Esto no es obra de la corriente… alguien le hizo esto.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Mi voz tembló al preguntar:

—¿Qué clase de vida ha tenido este niño…?

Nadie respondió. Solo escuché la respiración agitada del muchacho, su pecho subiendo y bajando con dificultad mientras todos lo rodeábamos, intentando salvarle la vida.

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